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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (43 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Pero no está aquí.

—No, que sepamos —matizó Diego—. He hecho mis averiguaciones. Trejo se marchó de viaje hace un mes a Inglaterra para cerrar unos negocios. Después regresó y se ha tomado unas vacaciones. Nos dijeron que estaba en París y que luego tenía pensado volar a Lanzarote. Estamos intentando encontrarlo. En su oficina nadie tiene la dirección de los hoteles donde pensaba alojarse, y no ha llevado teléfono móvil. Parece que es un tipo bastante excéntrico. Le gusta desconectarse de todo cuando está descansando.

Sergio sonrió. Sabía mejor que nadie que Víctor era un tipo realmente singular. Solo a alguien como él se le podía ocurrir dar vida a algo tan estrambótico como el Círculo Sherlock. Gracias a la fortuna de su padre, aquella vieja librería de Madrid se transformó en un salón Victoriano. Suya era la colección de objetos de Sherlock, suyas las fotografías y suyo el dinero con el que se pagaba al sastre que confeccionaba los trajes de época que todos ellos lucían en aquellas reuniones.

Víctor, como Holmes, era uno de los hombres más desordenados que Sergio había conocido. El detective guardaba su tabaco en unas babuchas persas, almacenaba puros en el cubo de carbón y disparaba con su pistola cartuchos Boxer desde la butaca perforando con los impactos la pared de sus habitaciones con un patriótico «V. R.». Trejo, por su parte, olvidaba los libros en cualquier bar, pero salvaba sus exámenes gracias a su portentosa inteligencia. Amaba el boxeo solo porque Holmes había sido un púgil extraordinario, y de entre todos los miembros del círculo era el único que sostenía con vehemencia que el detective había sido un hombre de carne y hueso, no un invento literario. Incluso había hecho suya una teoría que había leído en alguna parte según la cual en el cementerio parisino de Père-Lachaise había una tumba de mármol negro en la que solo se leían dos iniciales grabadas: «S. H.». Para él, aquella era la tumba de Holmes, quien, como todo el mundo sabe, tenía parientes franceses.

—¿Dices que Víctor ha ido a París? —preguntó Sergio al recordar aquella teoría de la tumba de Holmes.

—Eso parece, y también a Inglaterra, precisamente en la época en la que tú recibiste la primera carta —respondió Bedia—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. Bueno, cuéntame eso de un nuevo Hanbury Street.

Diego apuró la taza de café, se limpió los labios con una servilleta de papel y dedicó los siguientes diez minutos a narrar todo lo que había sucedido aquella mañana en un patio trasero del barrio norte.

A medida que el relato avanzaba, Cristina se iba encontrando cada vez peor. Su malestar alcanzó el clímax cuando Diego dijo que creían que la mujer asesinada era una prostituta que había desaparecido hacía cuatro días y que se llamaba Yumilca Acosta.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Diego.

—Sí, no se preocupe. —Cristina esta vez estaba pálida como el mantel de la mesa—. Es solo que conozco a esa chica.

—¿De veras?

Cristina asintió. Había hablado con ella en alguna ocasión y sabía que de vez en cuando iba a la Casa del Pan.

—Igual que Daniela —murmuró Diego. Luego miró a Sergio—. Hay algo más. ¿Recuerdas la segunda nota? «¿Quién la tendrá?».

Sergio se dio cuenta de inmediato de por dónde iban los pensamientos del policía.

—¿Crees que esa chica fue secuestrada hace cuatro días y después fue asesinada dejándola en ese patio como si fuera el número 29 de Hanbury Street? —Sergio comprendió que aquello podía tener sentido—. De modo que la nota estaba dando pistas, pero no la entendimos.

—Eso creo —admitió Diego—. Pero hay más. La última vez que alguien vio con vida a la primera víctima, Daniela, fue varios días antes de que la encontráramos muerta.

—¿Quieres decir que alguien secuestra a esas mujeres y luego las mata?

—Eso es mucho más creíble que pensar que alguien es capaz de asesinar a una mujer en plena calle hoy en día y no ser visto por nadie. Y aún más difícil de admitir si el barrio está siendo patrullado como nunca hasta ahora. Además, las evidencias son claras: ninguna de esas mujeres fue asesinada donde la encontramos.

—El tipo no puede recrear los asesinatos de Jack —murmuró Sergio—. Esto no es Londres ni el barrio es Whitechapel en el siglo
XIX
.

—Sin embargo, reta a Holmes —añadió Diego, mirando a Sergio.

—He repasado los casos en los que Sherlock trabajó durante los meses en los que Jack actuó en Whitechapel y Spitalfields —confesó Sergio—. Está claro que, si hay alguien tan loco como para reprochar a Holmes que no investigara a Jack, tiene base para ello. Sherlock dispuso de ocasiones sobradas para dedicar tiempo a la muerte de aquellas mujeres. Si Sherlock hubiera sido alguien de carne hueso, claro.

—Pero entre vosotros —recordó el inspector— sí había algunos que lo veían así, ¿no? Por ejemplo, Trejo. Y luego estaban los que reprochaban a Holmes que no metiera sus narices en aquellos crímenes, como Bada, Morante y Bullón.

Sergio asintió. Él, recordó, siempre había estado más cerca de Trejo que de los otros.

—Volviendo a nuestro asesino, he leído el informe sobre lo ocurrido en Hanbury Street —dijo Diego—. Creo que nos equivocamos al pensar que el crimen iba a ocurrir el día 8 de septiembre. Ya ves, la han asesinado hoy, día 12, pero las heridas del cadáver se parecen demasiado a las que sufrió Annie Chapman como para no tenerlo en cuenta. —Por deferencia a Cristina, prefirió no comentar que el médico forense temía que le hubieran extirpado algunos órganos.

Sergio sacó un calendario de su cartera. Era el día 12 de septiembre, sábado. De pronto, palideció. Comprendió de inmediato lo que Diego quería decir. ¡Cómo había sido tan estúpido!

—En el primer crimen eligió exactamente la misma fecha que la muerte de Mary Ann Nichols, pero en el segundo lo que ha hecho, supongo que para despistarnos a todos, es tomar como referencia el día de la semana en que Jack mató a Annie Chapman. El día clave no era el 8, sino el segundo sábado del mes, exactamente igual que en 1888.

Diego miró a Sergio con una mezcla de admiración y miedo.

—Quienquiera que sea es tremendamente inteligente —murmuró el inspector—. Aún no sé qué resultados obtendrá la policía científica, pero temo que tampoco encontremos nada de interés. El tipo sabía que el barrio está controlado por la policía. Tenemos agentes de paisano que rondan los garitos, los bares de alterne y sitios así. Se patrulla el barrio más que nunca y, sin embargo, nadie ha visto nada extraño. Tiene una suerte loca.

—Como Jack —dijo Sergio—. Lo de Hanbury Street fue inexplicable. En aquellos patios siempre había gente, casi a cualquier hora. Y se supone que Jack mató a Annie cuando casi todo el mundo se estaba levantando o incluso saliendo de su casa. Era un día de mercado.

—Si lo que declaró aquella mujer —Diego hizo memoria—, Elisabeth Long, era cierto; es decir, que vio a Annie Chapman hablando con un hombre junto al 29 de Hanbury Street a las cinco y media, y el vecino que la encontró muerta se despertó a las seis menos cuarto y desayunó con su esposa, eso quiere decir que Jack trabajó a gran velocidad y con mucha suerte de no ser visto.

—Imaginemos que logró amordazarla, o incluso asfixiarla, como dicen algunos investigadores, poco después de que Elisabeth Long la viera. Logró llevarla al patio, le cortó la garganta y comenzó a destriparla poco después. Ya habría luces en las casas, estaba amaneciendo, y por las ventanas tenía que estar escuchando a los vecinos. No pudo tener más de diez minutos para… —Sergio se interrumpió, miró a Cristina y volvió a coger la mano de la joven.

—… para abrir su abdomen, extraer el útero, parte de la vagina y dos terceras partes de la vejiga. —Diego miró a Cristina—. Lo siento —se disculpó por haber completado el relato que Sergio había dejado inconcluso—, pero mañana supongo que ese periodista, Bullón, contará estos detalles y otros aún más macabros. —A continuación, se volvió hacia Sergio—: Y los cortes fueron precisos, de un auténtico experto.

—¡Dios mío! —exclamó Cristina—. ¿También a esa chica, a Yumilca, le han hecho eso?

—No lo sabemos —confesó Diego—. Aún no tenemos el informe forense.

—Como habrás leído en el dossier que te entregamos —recordó Sergio—, uno de los grandes debates que hay sobre Jack es si realmente tenía o no conocimientos de anatomía. Algunos creen imposible que pudiera actuar con tanta rapidez, sometido a la tensión de verse sorprendido en cualquier momento y trabajando a oscuras o con muy poca luz, si no sabía exactamente qué órganos buscaba y cómo llegar a ellos.

—Pero he visto en vuestro informe que Guazo había anotado algunas conclusiones de una escritora que niega que Jack tuviera conocimientos médicos.

—Patricia Cornwell —dijo Sergio—. Para ella, el asesino fue el pintor Walter Sickert, pero solo es una hipótesis más. A su juicio, no hacen falta demasiados conocimientos para destripar a una persona y encontrar el útero o los ovarios. Dice que por aquellos años la
Anatomía de Gray
[82]
era ya muy popular, y que cualquiera podía tener acceso a esa obra y adquirir unos conocimientos básicos de anatomía. Pero a mí no me convence. No todo el mundo tenía a su alcance la posibilidad de leer una obra así, e incluso con esos conocimientos había que estar muy acostumbrado a trabajar bajo una fuerte tensión para abrir un cuerpo en plena calle y casi a oscuras, y acertar a sacar esos órganos.

—¿Crees que fue un médico? —preguntó Diego.

—No tengo ni idea —reconoció Sergio—. Pero era alguien que manejaba el cuchillo de un modo muy profesional.

10

Sábado, 12 de septiembre de 2009

E
l barrio se había convertido en plató de televisión. Las primeras noticias del nuevo asesinato las había dado en exclusiva Tomás Bullón. Era el único que había conseguido las declaraciones de Socorro Sisniega, la anciana que había encontrado el cadáver de la mujer, cuya identidad aún no había trascendido.

Bullón se había encargado de que el circo mediático tuviera mil pistas, y él iba pavoneándose de un micrófono a otro, de un set de televisión a otro, como una verdadera estrella. ¿Cómo se las había arreglado para llegar tan pronto al lugar de los hechos?, le preguntaban sus colegas. Él se negaba a revelar las fuentes que le habían permitido obtener aquella primicia. Y, mientras tanto, las fotografías del cadáver que había tomado desde la ventana de Socorro Sisniega se subastaban a precios desorbitados entre las agencias y los periódicos.

Desde primera hora de la mañana, los vecinos se habían concentrado cada vez en mayor número en las inmediaciones del patio. La policía impedía el paso, y al mismo tiempo tomaba fotografías y grababa discretamente en vídeo a todo el mundo. Existía la posibilidad de que el asesino estuviera entre el vecindario recreándose con todo aquello.

Para desgracia de la policía, y para mayor regocijo de Bullón, el vecindario ya no miraba con mal gesto al periodista que en sus artículos había comparado el barrio con los más oscuros rincones del Londres Victoriano. Antes al contrario, se comenzaron a escuchar gritos contra la policía, acusándola de ineficaz. Y, cuando los representantes políticos municipales se acercaron a la zona, fueron increpados e insultados por muchos de los asistentes.

Entre los presentes estaba Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos. Peñas era un hombre de mediana estatura, con una amplia calva, nariz prominente, y muy vinculado a la parroquia del barrio. Se trataba de uno de esos hombres entregados a la causa vecinal por vocación, plenamente identificado con el proyecto de integración que pretendía llevar a cabo el párroco Baldomero. Pero aquellos acontecimientos lo estaban poniendo en una situación extremadamente difícil. A duras penas había conseguido controlar a la junta directiva de la asociación que presidía, donde una mayoría de sus miembros planteaban la posibilidad de convocar una manifestación exigiendo seguridad en el barrio. Viendo el enorme revuelo que se había organizado, con cadenas de televisión nacionales y con toda aquella gente yendo y viniendo, Peñas pensó que le iba a resultar extremadamente difícil mantener bajo control al vecindario.

De pronto, uno de aquellos periodistas lo reconoció.

—¿Qué piensa la asociación de vecinos de estos crímenes? ¿Se sienten seguros?

El hombre que le preguntaba era grueso, vestía una americana de
tweed
sobada y vieja, y no se había afeitado.

—Soy Tomás Bullón —se presentó—, periodista.

—Prefiero no hacer declaraciones —dijo Peñas.

—Pero la asociación de vecinos tendrá algo que decir, ¿no es así? —insistió Bullón.

Peñas trató de zafarse del acoso de aquel hombre, pero el diálogo que mantenían pronto fue advertido por algunos periodistas más y, antes de que pudiera evitarlo, varias cámaras fotográficas dispararon contra él sin piedad. Algunas cámaras de televisión corrieron hacia su posición, mientras él trataba de espantarlos con sus manos.

—No tengo nada que decir —aseguraba. Pero su voz se veía silenciada por las preguntas de los periodistas.

—¿Es cierto que van a organizar patrullas de vecinos en el barrio? —preguntó Bullón.

Bullón no había oído a nadie decir tal cosa, pero, dijese lo que dijese Peñas, él tenía claro lo que iba a escribir aquella tarde.

—No hemos decidido nada de eso —contestó Peñas, que en su avance a ciegas estuvo a punto de caer al suelo tras enredarse con el cable de uno de los focos de alguna de las televisiones.

—Pero no niega que eso sea posible —dijo maliciosamente Bullón, y retiró su grabadora de delante de la boca de Peñas, sin esperar su respuesta.

El presidente de la asociación de vecinos negó aquel extremo, pero nadie le escuchó.

Las primeras noticias del nuevo asesinato se dieron a conocer en los programas de radio en aquella mañana del sábado. Pero Ilusión no se enteró de nada de lo ocurrido hasta casi las once de la mañana.

Cuando escuchó la noticia, se quedó petrificada. Muy cerca del patio donde había aparecido aquella mujer había estado ella la noche anterior con aquel jovencito que le dejó un dinero fácil y rápido. Era el segundo crimen y la segunda vez que veía al cura y al hombre alto con barba por la calle bien entrada la noche. Además, recordó al muchacho con pinta de matón que la había mirado a los ojos aterrorizándola.

¿Quién sería la mujer asesinada?, se preguntó. Esperaba no conocerla. Pero eso no consolaba a Ilusión. Debía ir a la policía, pensó, y decir que había visto al hombre de la barba; que la noche en que desapareció Daniela también lo había visto por la zona, pero olvidó mencionarlo, y que también había visto por allí a aquel bruto que la había apaleado días antes.

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