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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (36 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Diego se preguntó si aquel policía no tuvo ante sus propias narices al asesino. Pero también pudo ocurrir que, tras estar con el militar, Martha aún tuviera otro cliente y que ese hombre fuera quien segó su vida de aquel modo brutal.

—¡Treinta y nueve puñaladas! —murmuró Bedia.

Miró su reloj y las agujas le dijeron que eran casi las cuatro de la madrugada. Sin poder evitarlo, Diego sintió que los ojos se le cerraban mientras su mente seguía analizando la información que había leído. ¿Y si el asesino se disfrazó de soldado? No. Diego desestimó esa idea. Jack no había matado a Martha. Jack era un tipo frío, un psicópata metódico, tal vez incluso no desprovisto de conocimientos médicos. Treinta y nueve puñaladas hablaban de una agresión frenética que le parecía impropia de Jack. Además, no le cortó la garganta…

El inspector Diego Bedia se durmió sobre la mesa de su despacho en compañía de Jack the Ripper.

4

9 de septiembre de 2009

E
l día amaneció triste. Mirando al cielo, la gente hacía conjeturas y pronósticos sobre lo que sucedería. ¿Regresaría la lluvia? ¿El sol sorprendería a todos con alguna sonrisa?

Sin embargo, aquellas personas que se cruzaban en la calle e intercambiaban saludos y comentarios meteorológicos eran quienes no formaban parte de un extravagante y siniestro juego cuyas reglas solo conocía quien lo había concebido. Para muchos de los que, sin saber cómo les había sucedido tal cosa, estaban involucrados en tan singular partida, aquella mañana los sorprendió inmersos en un mar de dudas.

Sergio Olmos despertó sobresaltado. Apenas había dormido tres horas después de que se despidiera del inspector Bedia. Durante buena parte de la noche el contenido de la enigmática nota que había recibido fue el protagonista de sus pensamientos. Le había dado mil vueltas a aquella pregunta: «¿Quién la tendrá?». Pero, más allá de recordar que era uno de los interrogantes que aparecían en «El ritual Musgrave», no conseguía entender qué se le quería preguntar. Por otra parte, tal vez no existiera ninguna relación entre el mensaje y esa aventura de Holmes. Y, sobre todo, ¿qué parentesco podía tener aquella carta con el crimen que lo había llevado de nuevo a su ciudad después de tantos años? ¿Por qué no se había producido un nuevo asesinato en la fecha que él había calculado?

Sergio miró el reloj. Las nueve de la mañana. Su hermano ya estaría trabajando en el ayuntamiento. Dudó si llamarle al teléfono móvil que Marcos le había dado. Al final, decidió contarle lo ocurrido.

Marcos Olmos estaba ante su ordenador pasando a limpio las notas que había tomado durante la última comisión informativa en la que estaba asignado como secretario. Pura rutina. De pronto, sonó su móvil. Era Sergio. Había guardado en la memoria del teléfono el número de su hermano. Sergio le puso al corriente de lo que había sucedido la noche anterior: el sobre que le habían dejado en el hotel, el mensaje que contenía, los nuevos pétalos de violeta y el círculo rojo como firma.

Marcos guardó silencio durante unos segundos. Respiró con calma y trató de hacerse una composición de lugar. Coincidía con su hermano en que era probable que la pregunta del mensaje guardara relación con «El ritual Musgrave», pero tampoco podía estar seguro del todo. Solo era una frase, nada más. Aunque dado que la primera nota los había conducido al relato holmesiano titulado «El Gloria Scott», parecía posible que el autor del nuevo mensaje llamara la atención sobre alguna aventura de Sherlock Holmes. Y eso fue lo que le respondió a su hermano. Además, el círculo rojo parecía despejar cualquier duda al respecto. El círculo le pareció, como a Sergio, una pista evidente que conducía a las historias protagonizadas por el detective.

Quedaron en verse por la tarde, en casa de Marcos.

—Por cierto, ¿cuándo vas a dejar ese hotel y te vienes a casa?

—No sé, déjame que lo piense. Creo que me sentiría raro allí. Y tampoco quiero molestarte.

—¿Cómo me vas a molestar tú?

—Bueno, ya veremos.

Se despidieron emplazándose para la tarde.

—Nos vemos a las cuatro en casa —dijo Marcos.

Tomás Bullón estaba de un humor insoportable. El día 9 de septiembre había amanecido como si tal cosa; un puñetero día más. La teoría del
copycat
que con tanto esmero había pergeñado en sus artículos se apagaba como la llama de una vela. Sin embargo, no era la cera la que se consumía, sino su credibilidad.

En sus provocadores reportajes —que, por cierto, le habían dejado unos suculentos beneficios a los que no estaba dispuesto a renunciar así como así— no se había limitado a informar, sino a especular. Después de haberse anotado el impactante tanto que supuso dejar con el culo al aire a la policía local desvelando detalles del crimen que ellos habían preferido silenciar —sin pensar ni por un instante que tal vez perjudicase seriamente la investigación sacando a la luz la descripción de las heridas que Daniela presentaba en el abdomen—, revistió los hechos con la lúgubre luz del pasado Victoriano. Había presentado a un imitador de Jack el Destripador donde todo el mundo había visto simplemente a un asesino. Había anunciado una cadena de crímenes que nadie más había vaticinado, y había soliviantado a buena parte del barrio. Unos se sentían ofendidos porque aquel tipo que nadie conocía, un forastero recién llegado, se atreviera a comparar sus calles con las de un maloliente barrio londinense del siglo
XIX
; y otros se habían puesto de uñas porque creían que la policía los trataba con la misma indiferencia que había mostrado en Londres para con las gentes humildes.

Había amanecido un día más y Tomás Bullón se encontraba sin el cadáver que había previsto. Si el asesino había matado a Daniela el 31 de agosto imitando a Jack, e incluso se había esforzado en presentar un escenario similar al que la policía metropolitana de Londres se encontró en Buck's Row, lo lógico era que el 8 de septiembre se hubiera descubierto un nuevo cadáver. Pero no había sido así.

También Tomás, como Sergio, se había hecho la misma pregunta: ¿se habían equivocado al creer que había un loco capaz de imitar a Jack el Destripador?

Bullón temía que todo su plan de trabajo se viniera abajo simplemente por el acierto de la policía. Sí, era cierto que aún no habían dado con el asesino, pero no lo era menos que se había incrementado la presencia policial en el barrio. Los coches de la policía patrullaban con más frecuencia por las calles, y tal vez al criminal simplemente le estaba siendo imposible llevar a cabo su plan. Era comprensible, se dijo Bullón. En el Whitechapel Victoriano un tipo cuya indumentaria estuviera salpicada de sangre podía pasar desapercibido, puesto que había mataderos y talleres de curtidos de donde salían los operarios llenos de sangre. La policía no tenía entonces medios para diferenciar la sangre de un animal de la de una persona, y apresar a un criminal como aquel era cuestión de tener una suerte increíble. Pero, se lamentó el periodista, quien quisiera hacer algo parecido en estos días lo tendría realmente complicado. Seguramente no duraría en la calle ni un día. Nadie podía pretender matar a una mujer de un modo tan salvaje en plena calle y aspirar a irse de rositas. El tipo tenía que ser muy cauto. Tal vez aguardaba su oportunidad.

Aquella idea tranquilizó a Bullón. Sí, se dijo, quizá no todo estaba aún perdido.

Unos golpes en la puerta de su despacho despertaron a Diego Bedia. Abrió los ojos con dificultad. La claridad de la mañana le hirió profundamente. Tenía la boca seca, la ropa arrugada y un terrible dolor de cuello. Tardó unos cuantos segundos en situarse: estaba en su despacho.

Diego había pasado la noche con Jack el Destripador, aunque en su sueño había mantenido una larga charla con Frederick George Abberline, el inspector de Scotland Yard que intentó, sin éxito, atrapar al escurridizo asesino del East End de Londres.

Los informes que le habían dejado los hermanos Olmos lo presentaban como un policía muy profesional, riguroso, que había ingresado en la policía metropolitana en 1863 y que había obtenido ochenta y cuatro menciones de honor, además de gozar de un merecido reconocimiento por parte de las autoridades. Tenía cuarenta y cinco años en la época en que sucedieron los hechos de Whitechapel.

Abberline solía arreglar relojes, lo que decía mucho de su paciencia y meticulosidad. Sin embargo, nada de eso le sirvió en aquel endiablado caso. ¿Le sucedería lo mismo a Diego?

Diego y Abberline tenían algo en común: no les gustaba ser el centro de atención de nada. De Abberline, por lo que el inspector Bedia había podido saber, no se conservaban fotografías. No parecía que le gustara figurar. De todas formas, sí habían sobrevivido dibujos en algunas revistas de la época en los que se podía contemplar a un hombre fuerte, de pobladas patillas, al que la juventud abandonaba y dejaba tras de sí una evidente caída de cabello.

Durante su sueño, Diego había interrogado a Abberline por su diario. El policía inglés había recopilado en un centenar de páginas recortes de prensa con los datos de aquellos casos que había investigado. Incluso había hecho anotaciones en los márgenes. Se trataba de un cuaderno de tapas negras, según decían todos los investigadores, que dejó a todos sorprendidos cuando Abberline murió en 1929. Nadie se ha explicado jamás adónde fueron a parar las páginas en las que el inspector debería haber dado su versión sobre los hechos de Whitechapel de aquel otoño de 1888. Contra todo pronóstico, los casos recopilados por el inspector daban un salto en el tiempo desde octubre de 1887 hasta marzo de 1891. ¿Por qué no había dejado escrito nada sobre Jack, siendo el caso más famoso de todos los que investigó? ¿Tal vez su orgullo herido por no poder arrestar al criminal le había hecho actuar de esa forma?

En las páginas de su diario Abberline explicaba que algunos de los casos que no mencionaba habían sido obviados porque sabía que a las autoridades no les gustaba que los policías retirados divulgaran aspectos de las investigaciones que habían realizado. Pero eso no disuadió a otros contemporáneos suyos para airear todo lo que creían saber sobre aquellos crímenes, como hicieron Melville Macnagthen o Henry Smith.

En el sueño, Diego dudaba de la explicación de Abberline y le exigía una respuesta que, tal vez, pudiera servirle como luz en medio de la oscuridad que reinaba en su propia investigación. Pero cuando Abberline parecía dispuesto a confesar los motivos de su silencio, alguien llamó a la puerta del despacho de Diego sacándolo de su sueño.

—¡Joder! ¡Estás hecho una mierda! —exclamó la inspectora Beatriz Larrauri—. ¿No me digas que has dormido aquí?

Diego quiso decir que sí, pero solo acertó a emitir un extraño ruido. Luego carraspeó y trató de comprobar si era capaz de hablar. Al escuchar su voz, descubrió que le era posible.

—Me quedé dormido leyendo. —Se frotó los ojos y se metió la camisa arrugada por dentro del pantalón. Después miró el reloj—. ¡Las ocho y media! ¡Joder!

—Oye, ya sé que cuando tienes un caso te obsesionas, pero todo tiene un límite.

Diego inspiró profundamente. No tenía ganas de discutir con su exmujer. Su matrimonio había estado repleto de momentos como aquel.

—¿Qué querías? —preguntó Diego, cambiando de tema.

—Este fin de semana te toca estar con la niña.

¡Ainoa!

Diego lo había olvidado. Se había olvidado hasta de su hija, se reprochó. Aquel puñetero asunto lo estaba volviendo loco.

—Supongo que ese mamón de Estrada estará disfrutando con todo esto, ¿no? —gruñó—. Imagino que él ya tendrá su teoría al respecto e irá fanfarroneando diciendo por ahí que él ya hubiera cogido al asesino.

—Diego, no empecemos —respondió la Bea.

Él levantó las manos y mostró las palmas pidiendo calma a su exmujer. Odiaba a Estrada, el cabrón que se había tirado a su mujer en su propia cama. Odiaba su fanfarronería y sus aires de superioridad solo por el hecho de que lo habían destinado a la Brigada de Homicidios de la capital de la provincia.

—Vale, vale. No he dicho nada —se disculpó.

—Perdón —dijo José Meruelo desde el umbral de la puerta—. Están aquí Clara Estévez y Enrique Sigler.

El inspector jefe Tomás Herrera franqueó el paso a Clara Estévez y a Enrique Sigler. Tras ellos, entró en la sala Diego Bedia.

—Lo primero que nos gustaría saber es si necesitamos que esté un abogado presente —dijo Sigler—. Tal vez hemos sido unos ingenuos viniendo de este modo, sin nada preparado. Pero no tenemos nada que ocultar.

—No, no se trata de un interrogatorio formal —dijo Herrera—. Les agradecemos su colaboración. De momento —recalcó—, solo queremos aclarar algunas cosas.

—Muy bien —dijo Sigler.

—Para empezar —Tomás Herrera miró directamente a los ojos a Sigler—, solo queremos hablar con la señora Estévez, no con usted —las palabras sonaron aún más gélidas de lo que el inspector jefe había calculado—, de modo que le rogaría que guardara silencio.

Sigler se removió en su asiento y estaba a punto de responder, pero Clara puso su mano sobre su brazo derecho y con la mirada le pidió que se contuviera.

Diego había observado con atención a la pareja. Recordaba todo lo que Sergio le había contado. Sigler, en efecto, seguía siendo un hombre atractivo, a pesar del paso del tiempo. El pelo negro se veía manchado de blanco en las sienes y en las patillas, pero eso no le restaba encanto alguno. Los ojos eran verdes, estaba recién afeitado, vestía un traje que Diego supuso que debía de ser bastante caro, y recordó lo que sabía sobre el heredero de aquel hombre que en el siglo
XIX
tuvo la genial idea de importar las
selfactinas
y modernizar la industria textil catalana.

Y luego estaba ella, Clara. «La mujer».

Nada más verla, Diego la reconoció. La había visto en la televisión, y quizá en algún periódico. Pero era mucho más hermosa al natural. Los ojos eran azules, chispeaban como si siempre rieran. Llevaba el cabello negro corto, lo que le daba un aspecto juvenil a pesar de haber pasado de los cuarenta. La boca era generosa, sonreía con facilidad y parecía extraordinariamente tranquila. De camino a la sala donde todos estaban sentados, Diego había ocupado el último lugar de la fila, de modo que tuvo una perspectiva inolvidable de la espalda de Clara. Y le gustó lo que vio. Realmente, le gustó mucho. Pero se obligó a pensar en Marja, cuyo trasero no tenía nada que envidiar al de Clara Estévez.

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