—¡Joder! —se lamentó Sergio.
—Lo siento —murmuró Marcos—. Pensamos que hubiera sido un desaire no acudir. Después de todo, nosotros no teníamos ningún problema con Clara.
Sergio no respondió. Su hermano tenía razón. Clara y ellos no habían tenido nunca diferencias. Incluso Marcos y Clara habían sido excelentes amigos, y los dos eran conscientes de que nadie sabía más sobre Sherlock que ellos dos. En cuanto a Guazo, nunca tuvo problemas serios con nadie.
—Está bien. —Sergio rompió su silencio—. No pasa nada, lo entiendo.
—Esta noche nos ha invitado a cenar a todos —confesó Guazo—. Pensamos ir, si no te importa.
Sergio se mordió el labio inferior. De modo que iban a cenar todos juntos. En realidad, solo faltaba Víctor Trejo para que el círculo estuviera al completo. Bueno, Víctor y él mismo, que naturalmente no tenía la menor intención de unirse a ellos; además, no le habían invitado.
—Morante y Bullón también van a ir —explicó Marcos.
—Pues que lo paséis bien —replicó Sergio con desdén.
—¿Hablamos de esa nota nueva que has recibido? —preguntó Marcos para tratar de dar un giro a la incómoda situación.
Sergio se levantó de su sillón.
—No, creo que voy a dar un paseo. Y también necesito comprarme algo de ropa. No me traje más que unas camisas y tres trajes. Nos vemos mañana, o cuando sea.
—Sergio, por favor. —Marcos cogió a su hermano por el brazo.
Sergio se zafó de su hermano mayor y se dirigió con paso decidido hacia la puerta. En el salón se escuchó el portazo como un adiós agrio, escrito con mayúsculas y en negrita.
10 de septiembre de 2009
S
ergio Olmos levantó la vista del voluminoso libro que estaba leyendo. Sobre el escritorio de su habitación de hotel había numerosos folios repletos de notas que había ido tomando a lo largo de las veinticuatro horas que llevaba allí encerrado. Se frotó los ojos con las manos y estiró sus entumecidas extremidades. Miró su reloj y descubrió que eran las cinco de la tarde. Estaba demasiado cansado como para analizar con calma todo aquello, de modo que decidió salir a la calle y hacer lo que el día anterior le había dicho a su hermano, pero luego no hizo: ir de compras.
El día antes había salido de la casa de Marcos cerrando la puerta tras de sí con estrépito. Se había sentido engañado por su hermano y por Guazo, pero veinticuatro horas después no estaba tan seguro de haberles juzgado correctamente. Después de todo, ellos no habían tenido una relación con Clara ni habían sido traicionados por ella ni eran los creadores de una novela que luego Clara había publicado con su nombre. De manera que Marcos y José Guazo no tenían motivo alguno para estar enojados con ella. Sin embargo, a Sergio le dolía que no hubieran sido sinceros con él.
A pesar de haber dicho a su hermano la tarde anterior que iba a comprar ropa, cuando salió a la calle cambió de idea. En lugar de eso, se dirigió a la mejor librería de la ciudad, situada en la misma calle en la que vivía José Guazo. Hacía años que no iba a aquella librería. ¿Lo reconocería Javier, su propietario?
Minutos después, salió de dudas. Javier emergió de la pequeña oficina situada al fondo del local con unas gafas cabalgando sobre el puente de su nariz en inestable equilibrio. Afortunadamente, las lentes estaban aseguradas con un cordón que unía sus patillas.
—¡Sergio Olmos! —gritó Javier—. ¡Menuda sorpresa!
—¡Hola, Javier!
—¿Cuántos años sin verte por aquí? Te has olvidado de los de casa.
—Sabes que no es así —respondió Sergio.
—¿Qué querías?
—¿No tendrás, por casualidad, alguna edición de las aventuras de Sherlock Holmes?
—¿Te interesa alguna en concreto?
—En realidad, quería todas. ¿Tienes alguna edición completa del canon?
—Mmmmm. —Javier dedicó unos segundos a pensar antes de ir hasta el ordenador donde estaban catalogados todos los fondos de la librería. Al cabo de un rato, encontró lo que Sergio buscaba—. Me queda algo, espera.
Javier se perdió durante unos instantes entre las estanterías y al cabo de un rato regresó con un voluminoso tomo que contenía
Todo Sherlock Holmes
.
—¡Perfecto! —Sergio sonrió al leer el nombre del responsable de la edición—. Jesús Urceloy, un auténtico especialista. Justo lo que buscaba.
Después de despedirse del librero, Sergio se fue directo hasta su hotel y se encerró en la habitación. Desconectó su teléfono y trató de aislarse de la idea que lo martilleaba continuamente: el Círculo Sherlock, sin él y sin Trejo, iba a cenar aquella noche invitado por Clara Estévez.
Abrió el frigorífico de la habitación y se sirvió un generoso vaso de ron. Fue el primero de los que apuró a lo largo de la tarde mientras daba vueltas al significado que podía tener la segunda carta que había recibido: «¿Quién la tendrá?».
¿Quién le odiaba tanto como para asesinar a una mujer en aquel juego siniestro? ¿Quién había concebido aquella partida mortal en la que alguien retaba a Holmes en la persona de Sergio?
La primera nota no ofrecía dudas sobre ese reto: «En el Mortuorio aparecerá la primera degollada. Hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes». Se retaba a Holmes, se le enviaba la carta a Baker Street, pero quien la recibía era Sergio, y se había escrito en uno de sus papeles y con su propio ordenador. Para colmo, la muerte anunciada se había producido en su ciudad, y el asesino había imitado el primer crimen de Jack el Destripador.
La segunda carta guardaba relación con «El ritual Musgrave», además de añadir el inquietante círculo rojo. Su conversación con el inspector Diego Bedia había desembocado en la idea de que, si en «La aventura del Círculo Rojo» ese símbolo anticipaba la muerte por traición de quien abandonaba a una oscura hermandad criminal, tal vez el mensaje que Sergio había recibido tenía un sentido similar. Pero a lo largo de su vida Sergio solo había pertenecido al Círculo Sherlock, y no se consideraba un traidor al mismo, dado que lo abandonó cuando Víctor Trejo lo disolvió.
¿Quién lo retaba? ¿Por qué? Él no era Holmes, tan solo un aficionado a sus aventuras que había memorizado innumerables detalles de su contenido, pero nada más.
Había comprado el volumen completo de las aventuras del detective pensando que quizá repasando algunos detalles de las mismas sacaría algo en limpio. De modo que dirigió su energía a repasar los casos que investigó Holmes durante los meses de terror en los que Jack el Destripador reinó en Whitechapel.
Muchas veces, en las reuniones del círculo habían discutido los motivos que pudo tener Holmes para no esforzarse en capturar a Jack. Quienes veían en él un simple personaje de novela, argumentaban que era lógico que su creador, Arthur Conan Doyle, no hubiera intentado que Sherlock arrestara a un asesino que ni siquiera la policía de verdad había logrado encerrar. Pero otros reprochaban rencorosamente la cobardía de Holmes.
Durante aquella tarde y buena parte de la noche, Sergio estuvo dándole vueltas a aquel asunto. Cuando la imagen de Clara cenando con los demás lo asaltaba, el ron borraba la escena de su mente y regresaba al mundo Victoriano que tan fascinante le había parecido siempre.
Sentado en el escritorio de la habitación, abrió la copia del informe sobre Jack que Guazo conservaba. Leyó una nota del
Times
del sábado 1 de septiembre de 1888:
Otro asesinato de la peor especie se cometió en las cercanías de Whitechapel en las primeras horas de la madrugada de ayer. El autor y sus motivos siguen siendo un misterio. A las cuatro menos cuarto, el agente de policía Nelly pasó por Buck's Row, en Whitechapel, y encontró un cadáver de mujer, tendido sobre la acera. Se detuvo para levantarla, creyendo que estaba ebria, y descubrió que le habían cortado la garganta casi de oreja a oreja…
La nota de prensa proseguía dando algunos detalles sobre el asesinato de Mary Ann Nichols. Pero ¿dónde diablos estaba Holmes el 31 de agosto de 1888, cuando se cometió ese crimen?
Lo cierto es que no consta que el detective hiciera ninguna investigación en el momento en que Jack atacó por vez primera, y eso siempre le había parecido a Sergio inquietante, además de molesto, puesto que él siempre había defendido a Holmes en aquellos debates del círculo. A pesar de su benevolencia con Sherlock, los datos fríos eran devastadores: desde el 7 de abril
[77]
hasta el 12 de septiembre
[78]
, no conocemos con certeza las fechas de las investigaciones de Holmes.
Sergio había tomado notas refrescando su memoria. Entre esas dos fechas, el famoso detective consultor había trabajado en asuntos que luego Watson no publicó. Se tienen referencias indirectas de esas investigaciones a través de los relatos que sí vieron la luz, pero no sabemos con seguridad la fecha en la que Holmes estuvo trabajando en ellos, de manera que tal vez sí podía haberse ocupado de la muerte de Mary Ann Nichols.
En
El sabueso de los Baskerville
se mencionan dos casos que investigó antes de septiembre: «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano» y «El pequeño caso de Wilson». De igual modo, en
El signo de los cuatro
se asegura que por esas fechas Sherlock esclareció «La pequeña complicación doméstica de la señora de Cecil Forrester», «El caso de la mujer más atractiva que Holmes había conocido» y «El caso de la joya de Bishopgate». Pero ¿en qué fechas exactamente ocurrieron esos incidentes?
Más tarde llegaron los demás crímenes de Jack, y Holmes tampoco intervino. Tres de aquellos asesinatos sucedieron en el mes de septiembre. El día 8 de ese mes, Annie Chapman fue asesinada en el número 29 de Hanbury Street. Y en la noche del 30 de septiembre encontraron la muerte Elisabeth Stride y Catherine Eddows. ¿Dónde se había metido Holmes?
Desde el martes 18 hasta el viernes 21 de septiembre, Holmes y Watson se habían visto involucrados en una de sus aventuras más notables:
El signo de los cuatro
. Por aquel entonces, Holmes consumía con frecuencia cocaína disuelta al siete por ciento, y Watson lo presenta al lector como un personaje siniestro, que odia la vida cotidiana si esta no le ofrece un enigma singular en el que sumergirse. De modo que ¿por qué no investigó a Jack el Destripador, sin duda el criminal más sanguinario de la era victoriana? Un hombre como Holmes, que ya por entonces había publicado monografías sobre los diferentes tipos de ceniza de los cigarros, así como sobre las influencias que los diversos trabajos tenían en la forma de las manos de las personas, e incluso una obra sobre las huellas de las pisadas; un hombre como él, pensó Sergio, debía haber sido más hábil que la policía metropolitana.
Además, durante aquel mes de septiembre, Holmes había presentado a Watson a su extraordinario hermano Mycroft, de modo que el detective hubiera contado con la sagacidad de su hermano mayor para resolver aquel crimen. Pero en lugar de ir hasta Whitechapel, se dejó seducir por las brumas de los pantanos de Dartmoor, al oeste de Inglaterra, y aceptó el mítico caso de
El sabueso de los Baskerville
. Sin embargo, Sergio había tratado de defender a su héroe en alguna ocasión recordando que en un primer momento Sherlock no acepta acompañar a sir Henry Baskerville hasta su casa de Devonshire. La excusa que el detective esgrimió, según había anotado Sergio, era la siguiente: «Me es imposible estar ausente de Londres por tiempo indefinido, debido al número de consultas que recibo y las constantes llamadas que me llegan de los distintos distritos».
Tal vez Holmes sí estaba colaborando con Scotland Yard en esas fechas para tratar de arrestar a Jack, solía argumentar Sergio ante los demás contertulios del círculo. Pero incluso a él sus palabras le resultaban poco convincentes, puesto que inmediatamente después de esas líneas, Holmes mencionaba un único caso en el que, teóricamente, estaba trabajando: el de un hombre notable de Londres que estaba siendo chantajeado. Y eso mismo era lo que argumentaban los más críticos con Holmes dentro del círculo, como Morante, Bullón o Bada. Para ellos, Sherlock, simplemente, se inhibió porque no podía hacer otra cosa, dado que jamás existió.
En el fragor de la batalla, Víctor Trejo, que se alineaba junto a Sergio, aún tenía arrestos para decir que era lógico que Holmes no confesara públicamente que estaba trabajando en el caso de Jack. Era un secreto, sostenía. Pero Bada, Bullón y Morante recordaban que Holmes sí que estuvo en los pantanos mientras Watson pensaba que se hallaba en Londres, de modo que no pudo investigar nada en Whitechapel.
Watson y Holmes estuvieron en Dartmoor hasta el sábado 30 de octubre de 1888. Desde esa fecha hasta «El misterio de Copper Beeches», cuyos hechos tienen lugar en abril de 1889, hay un nuevo e irritante vacío que Sergio no podía llenar como quisiera. El 9 de noviembre de 1888, Jack había llevado a cabo su último y más terrible crimen: el brutal asesinato de Mary Jane Kelly. ¿Dónde estuvo Holmes en esa época?
Los casos que resolvió entre una y otra fecha —desde el 30 de octubre de 1888 en que regresan de Dartmoor hasta abril de 1889 —no debían de ser demasiado notables cuando Watson no los relató y se limitó a citarlos de pasada: «La atroz conducta del Coronel Upwood», a propósito del escándalo de naipes que tuvo lugar en el Club Incomparable, y «La desdichada madame Montpensier», historia en la que el detective defendió a esa dama de la acusación de asesinato que pendía sobre ella por la muerte de su hijastra. También a finales de aquel año investigó «La tragedia de Abbas Parva». Sin duda, ninguno de esos asuntos llegaba a hacer sombra al enigma de Jack el Destripador.
¿Qué sucedería ahora si alguien pretendiera revivir aquellos momentos retando a Holmes en la persona de Sergio para detenerlo? Era una idea delirante, pensó el escritor. Pero tal vez podía tener mucho sentido para alguien como el asesino que rondaba por la ciudad. En todo caso, como el inspector Bedia había dicho, el criminal era alguien que conocía muy bien a Sergio y que se manejaba con soltura en las aventuras de Sherlock Holmes.
Al salir del hotel se sintió en un mundo irreal. Llevaba veinticuatro horas respirando el ambiente Victoriano de la Inglaterra de Holmes, y su ciudad, que tan pocas simpatías despertaba en él, le pareció aún más decadente y desagradable. Todo el encanto de los coches de punto, la almidonada educación con la que un caballero se dirigía a una dama o el falso recato de ella mirando de soslayo al hombre que hacía latir su corazón se desvanecieron de pronto. Al respirar profundamente, Sergio percibió el extraño aroma que impregnaba la ciudad exhalado por las fábricas. Tan solo el cielo, plomizo y amenazando lluvia, le devolvió transitoriamente a su adorado Londres.