»Semanas después, mientras viajaba a bordo de un autobús camino de Nothing Hill Gate, tuvo la convicción de que un hombre que se iba a apear del autobús en aquel momento era Jack el Destripador. Lees saltó del vehículo y siguió al hombre hasta una lujosa casa del West End. Al parecer, era la casa de un famoso médico. Algunas fuentes
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aseguran que la policía arrestó a ese médico y lo internaron en un manicomio, e incluso se aseguró que las autoridades zanjaron el asunto fingiendo el entierro del doctor dando sepultura a un ataúd vacío. Otras versiones proponen algo más inquietante. —Sergio bajó la voz—. Se dijo que existió una conspiración en la que estaba involucrada la casa real británica. Aquel médico, dicen algunos, era sir William Withey Gull, que vivía en Park Lane, y el inspector Abberline, encargado de la investigación de Jack, fue a interrogarlo a su casa en compañía de James Lees. La esposa del médico reaccionó violentamente ante aquella visita y los echó. Otros dicen que el propio médico respondió a sus preguntas y se declaró culpable de los crímenes para exculpar al verdadero asesino, su paciente, el príncipe Albert Víctor, duque de Clarence, el hijo mayor del príncipe de Gales y, por tanto, segundo en la línea sucesoria al trono inglés.
Las dos mujeres se quedaron sin habla.
—Creo que deberíamos hablar otra vez con el inspector Bedia —concluyó Sergio, mirando a Cristina.
El escritor marcó el número del teléfono móvil de Diego, pero estaba apagado o fuera de cobertura en aquellos momentos.
Domingo, 13 de septiembre de 2009
YUMILCA ACOSTA, LA NUEVA ANNIE CHAPMAN.
LOS VECINOS ORGANIZAN PATRULLAS DE VIGILANCIA
E
l domingo 13 de septiembre comenzó con aquel titular a toda página y una escalofriante fotografía en la que se podía ver el enorme tajo que presentaba la garganta de Yumilca Acosta y sus intestinos sobre el hombro izquierdo. Tomás Bullón se había anotado un nuevo y espectacular tanto.
El obeso periodista leía con avidez la primera edición de uno de los periódicos más importantes del país, al que había vendido su gran exclusiva. No solo tenía las fotografías que nadie había conseguido; no solo era el único periodista que había entrevistado a Socorro Sisniega, la anciana que había descubierto el cadáver en aquel patio trasero, sino que además ofrecía el nombre de la muerta, algo que aún la policía no había dado a conocer.
Yumilca Acosta, decía el artículo de Bullón, era una mulata dominicana de veintitrés años de edad que trabajaba en un prostíbulo de las afueras de la ciudad, pero que vivía en el «Nuevo Whitechapel», nombre con el que se identificaba al barrio norte en los artículos de Bullón.
—¿Cómo coño se ha enterado del nombre de esa mujer? —Tomás Herrera estaba lívido.
A media tarde del día anterior, Felisa Campo, la dueña del club en el que trabajaba Yumilca, había identificado el cadáver de la muchacha. La había acompañado durante la identificación una joven delgada, de piel extremadamente blanca, que se llamaba María. María era rumana, y se declaró como la mejor amiga de Yumilca. Las dos mujeres se vinieron abajo al ver el estado en el que se encontraba el cuerpo de la mulata.
—Tenía una hija en su país —informó Felisa entre lágrimas e hipos.
Tomás Herrera volvió a leer el periódico. Era evidente que Bullón tenía un soplón en la comisaría, se dijo. Eso explicaba que hubiera podido llegar tan pronto a la escena del crimen.
Pero si aquello era preocupante, aún podía serlo más el dato que el artículo anticipaba: los vecinos habían decidido organizarse en patrullas ciudadanas para dar caza al asesino de inmigrantes.
Tomás Herrera había telefoneado al presidente de la asociación de vecinos, Jorge Peñas. Le pareció un hombre sincero y cabal. Peñas le juró por la memoria de su madre que la asociación de vecinos jamás se había planteado aquella medida; que aquel periodista le preguntó si pensaban hacer algo así y que, antes de que pudiera decir que no, Bullón apartó la grabadora.
—El problema —explicó Peñas— es que ahora algunos de los miembros de la asociación han leído el artículo y piensan que no sería mala idea hacer algo así.
El reportaje de Bullón mostraba aquella supuesta decisión vecinal como un ejemplo más de cuánto se parecía aquella historia a la sucedida en Londres en 1888, pues allí, ante la ineficacia de la policía metropolitana, un civil llamado George Lusk dirigió el comité de vigilancia de Whitechapel.
—¡Hijo de puta! —bramó Tomás Herrera.
Marcos Olmos había madrugado aquel domingo. A pesar de que ya no era el hombre robusto de antaño, aún seguía conservando las viejas costumbres, como la de levantarse de la cama temprano. Ya en la calle, compró el periódico. Uno de los diarios de mayor tirada a nivel nacional recogía un amplio reportaje firmado por Tomás Bullón. Si los datos que manejaba eran correctos, la mujer que había sido encontrada muerta en el patio trasero del número 11 de Marqueses de Valdecilla se llamaba Yumilca Acosta. Yumilca era dominicana, y Bullón la calificaba como la nueva Annie Chapman. Marcos leyó con atención lo que había escrito su amigo:
Yumilca es la segunda víctima del nuevo Jack el Destripador. En su segundo crimen, el asesino del barrio norte no se ha limitado a imitar a Jack en la selección de su víctima —una prostituta —y en las terribles heridas que le ha infligido, sino que se ha esmerado aún más que la primera vez para recrear el escenario del crimen. A Annie Chapman la hallaron muerta en un patio trasero muy similar al lugar donde fue encontrada Yumilca.
Annie Chapman se llamaba realmente Eliza Annie Smith. Adoptó el apellido Chapman tras su matrimonio. En los ambientes en los que se movía en Whitechapel la apodaban la Morena (Dark Annie). Había nacido en 1841, de modo que tenía cuarenta y siete años cuando fue encontrada muerta. Su padre había sido George Smith, y su madre Ruth Chapman.
Se casó el 1 de mayo de 1869 con John Chapman, un cochero al servicio de un caballero en Clewer, cerca de Windsor, aunque a ella le gustaba presentarlo como veterinario y pensionista del ejército. Vivieron durante un tiempo en el número 29 de Montpellier, Brompton. Tuvieron tres hijos: Emily Ruth, que murió de meningitis a los doce años de edad, Annie Georgina, de la que se sabe que vivió y se educó en Francia, y John, que estaba impedido y fue recluido en una residencia.
Annie y John Chapman se habían separado en 1884 o 1885. Parece ser que ambos bebían. De hecho, él murió el día de Navidad de 1886 de cirrosis. A partir de aquel momento, Annie se quedó sin la pensión de diez chelines que John le pasaba.
Annie vivió a partir de entonces con algunos hombres, y en especial tuvo relación con un albañil llamado Edward Stanley, a quien al parecer había conocido en Windsor y que vivía en Osborn Street. Stanley, a veces, le pagaba la habitación en la casa de inquilinos donde ella se hospedaba en sus últimos días. Los fines de semana solían pasarlos juntos.
Annie no era una belleza. Medía un metro y cincuenta y cinco centímetros, tenía la tez pálida, el cabello marrón oscuro rizado, los ojos azules, era gruesa, le faltaban dos dientes (algunas fuentes dicen que de la mandíbula inferior; otras aseguran que eran los incisivos superiores). Tenía la nariz gruesa y estaba enferma de sífilis y tuberculosis. De hecho, Annie se estaba muriendo cuando Jack acabó con su vida de forma tan terrible…
Marcos Olmos pensó que su amigo Bullón seguía jugando con fuego escribiendo aquellos artículos provocadores e incendiarios. Pero lo que resultaba indudable era el éxito que estaban teniendo sus crónicas. Los periódicos desaparecían de los quioscos de prensa. Las ediciones se agotaban y la ciudad se había convertido en un filón para los medios de comunicación de todo el país. Pero Bullón parecía llevar la delantera a todos sus colegas. A pesar de su aspecto torpe y desaliñado, Marcos tenía que reconocer que su amigo había demostrado tener buen olfato periodístico. Sin embargo, se preguntaba cómo era posible que Bullón fuera el único periodista que conocía el nombre de la segunda mujer asesinada. La policía aún no lo había hecho público.
En ese momento, sonó su teléfono móvil. La pantalla luminosa le dijo que era su hermano Sergio quien llamaba.
Annie no era una prostituta al uso. Hacía labores de ganchillo y también flores de papel, que solía vender en el mercado de Stratford. Quienes la conocían dijeron de ella que era trabajadora e inteligente, pero su dependencia del alcohol ahogaba todas sus virtudes.
Había vivido en casas de mala muerte donde se alquilaban habitaciones, pero los últimos días los había pasado en uno de esos establecimientos llamado Crossingham's, situado en el número 35 de Dorset Street. Desde esa misma calle se accedía a Miller's Court, donde murió Mary Jane Kelly, la que se considera última víctima de Jack el Destripador. Autoras como Patricia Cornwell aseguran que había unas cinco mil camas en antros como aquel en el Londres que asistía impactado a la puesta en escena de
Doctor Jekyll y míster Hyde
en el Lyceum.
La calle Dorset iba de oeste a este entre Commercial y Chrispin Street, a un paso de Christ Church, la iglesia de Spitalfields. A pesar de que era una calle pequeña, tenía tres bares: el Britannia, que hacía esquina con Commercial Street, The Horn of Plenty (El Cuerno de la Abundancia), en la esquina con Chrispin Street, y el Blue Coat Boy, en el centro de la calle. Se podría definir a la calle Dorset como un gigantesco prostíbulo. Aquella minúscula calle era un enjambre de sótanos, madrigueras donde se ocultaban todo tipo de maleantes, y el hogar de rateros y confidentes policiales.
Cuatro días antes de ser encontrada muerta, Annie la Morena había tenido un altercado con Eliza Cooper en la cocina de la pensión. Eliza le pidió que le devolviera un trozo de jabón que le había prestado, y Annie, enfadada, le arrojó medio penique para que comprara otro. Entonces comenzó una pelea en la que Annie dio una bofetada a Eliza y esta le propinó un puñetazo en el ojo y otro en el pecho. El moratón del ojo era visible aún en la víspera de su muerte.
El día de su muerte estuvo en Crossingham's. El encargado del establecimiento se llamaba Timothy Donovan, y le pidió si podía quedarse en la cocina, a lo que él respondió afirmativamente. Annie dijo que pasaría la tarde en el mercado, pero luego fue vista por Amelia Palmer y esta declaró que Annie le había dicho que se encontraba mal para estar en el mercado. Palmer supuso que tal vez iría a visitar a unos parientes en Vauxhall…
Don Luis leía con avidez el periódico. Sus dedos todavía temblaban al pasar las páginas en las que Tomás Bullón narraba las últimas horas de vida de aquella prostituta, Annie Chapman. El sacerdote aún estaba bajo la impresión que le había causado el haber sido conducido la tarde anterior a la comisaría. El inspector jefe Tomás Herrera había sido escrupulosamente educado, pero también firme.
Tomás Herrera sorprendió a don Luis en la sacristía de la iglesia de la Anunciación la tarde anterior. Se había reservado para sí la tarea de interrogar al párroco después de haber enviado a los demás en busca de Toño Velarde y de aquel ruso, Serguei, del que les había hablado Ilusión, la prostituta uruguaya.
Don Luis tuvo un mal presentimiento al ver a Tomás Herrera. El policía lo saludó con cortesía, pero no se anduvo por las ramas. Le dijo a don Luis que tenían la declaración de una testigo que afirmaba que había estado cerca del lugar donde apareció muerta Yumilca Acosta. Le preguntó qué hacía él a horas tan tardías por el barrio. Don Luis tomó asiento en una vieja silla de madera. El policía insistió: también había sido visto la noche en la que desapareció Daniela Obando, aunque él lo había negado cuando fue interrogado por vez primera. Herrera estaba visiblemente irritado y exigía una respuesta. Don Luis, sin embargo, guardó silencio.
Tras unos tensos minutos, Tomás Herrera pidió amablemente a don Luis que lo acompañara a la comisaría. Le querían hacer unas preguntas, le dijo. Allí, Ilusión lo volvió a reconocer, pero don Luis no lo supo, porque los separaba un cristal que impedía que el cura viera a la uruguaya.
El comisario Barredo en persona se sentó junto al párroco y exigió una respuesta clara y contundente. Finalmente, don Luis tuvo que explicarles lo que hacía por el barrio a esas horas.
—Visitaba a algunos enfermos y llevaba limosnas a algunas familias necesitadas —explicó.
¿Por qué a esas horas? ¿Por qué a escondidas?, quisieron saber los policías.
—Porque muchos de mis parroquianos odian a los inmigrantes —confesó—, y aunque creo que ese comedor social que ha puesto en marcha Baldomero es un error, porque no hace más que echar leña al fuego, procuro ayudar a esos desgraciados sin que aquellos que van a misa cuando yo oficio me vean. Temo que todo el mundo deje de ir a la iglesia si ven que yo también me ocupo de los inmigrantes.
Don Luis dio las direcciones de las casas que había visitado la noche del crimen. La policía comprobó que no mentía, y lo dejaron marchar.
Horas antes de su muerte, a la una y media, Annie Chapman fue vista en la cocina de Crossingham's comiendo una patata cocida y bebiendo cerveza. Donovan, el encargado, le reprochó que tuviera dinero para beber y no para pagarse una cama. Ella le pidió que le fiase, y él se negó. Annie dijo que regresaría con dinero y que le reservase una cama para aquella noche.
A continuación, Annie salió a la calle borracha y, según parece, giró por la primera a la derecha, Little Paternoster Row, para entrar en Brushfield Street, una calle que desemboca en Commercial Street. Cruzó la calle y dobló la esquina junto a la iglesia de Spitalfields. En aquella madrugada terrible, en la que el termómetro marcaba 10° C, Annie vestía todas sus pertenencias: una falda negra, un chaquetón o abrigo negro, dos enaguas, un delantal, medias de lana, botas, una bufanda negra y debajo un pañuelo, tres anillos de latón, un pequeño peine, un trozo de muselina gruesa y un sobre con dos píldoras. En el sobre se leía Sussex Regiment, en tinta azul, y en rojo: London Aug. 23, 1888. Por la parte de atrás, había escrita una «M», debajo un «2» y las letras «Sp». Como si fuera una dirección postal de Spitalfields. Un testigo afirmó que Annie Chapman, mientras estaba sentada junto al fuego en el albergue de Donovan, había cogido aquel pedazo de sobre de la chimenea, envolviendo en él unas píldoras, las mismas que le habían entregado en la enfermería para aliviar el dolor de su vientre vacío…