—Paseaba por Kensington Gardens tratando de imaginar dónde pudo estar el domicilio de Watson.
—Después de su primera boda, cuando se casó con Constance Adams, ¿no?
—Sí, por supuesto.
—¿Y lo encontraste? —Guazo lo miró divertido.
—Me temo que no. —Sergio decidió pasar al ataque—. Y tú ¿ya resolviste el enigma de quién fue la tercera esposa de Watson?
Los tres amigos rompieron a reír de buena gana, aunque Sergio creyó advertir cierto resquemor en la mirada del médico. Al parecer, casi nada había cambiado en lo que tocaba a su relación con Watson.
Como todos los holmesianos saben, tras la muerte de Constance Adams en diciembre de 1887, el doctor regresó a Baker Street y reanudó su vida en común con Holmes. Pero el amor volvió a llamar a su puerta dos años después, cuando conoció a Mary Morstan durante la aventura titulada
El signo de los cuatro
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. Con ella contrajo matrimonio el miércoles 1 de mayo de 1889 en la iglesia de St. Mark, en Camberwell
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. No obstante, las desgracias familiares persiguieron al doctor una vez más y a finales de 1891 Mary falleció. Algunos autores han llegado a especular que se debió a un problema cardíaco heredado de su padre, y se recuerda que ya durante
El signo de los cuatro
Mary sufrió unos desmayos que podían ser síntomas de su grave afección. De ese modo, Watson perdió durante aquel año maldito a su esposa y a su mejor amigo, puesto que se creía que Holmes había muerto en las cataratas de Reichenbach.
El maltrecho corazón de Watson encontró, a pesar de todo, la felicidad una vez más. Sucedió en 1902. Durante el verano de aquel año abandonó Baker Street y se instaló en Queen Ann Street
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, y el sábado 4 de octubre contrajo matrimonio por tercera y última vez. Ahora bien, mientras que todos los especialistas estaban de acuerdo sobre la identidad de las dos primeras señoras Watson, no ocurría lo mismo a propósito de la última esposa del doctor. Las disputas habían sido encendidas también en el propio Círculo Sherlock.
En aquellos días lejanos, Guazo había mantenido agrias discusiones con algunos miembros del círculo que se decantaban por lady Frances Carfax
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como la enigmática tercera esposa de Watson. Aquello le parecía inaceptable a Guazo, quien no obstante debía reconocer que, aunque apostaba por Violet de Merville
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como esposa de su admirado doctor, no podía probarlo más allá de cualquier duda.
—Pues creo que sí, Sergio —sonrió el médico—. Ya lo creo. Al final me he decantado por Grace Dunbar
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—dijo muy ufano—. Tuvo que ser ella, porque a Violet de Merville la había conocido hacía poco tiempo. Watson se casa por tercera vez el 4 de octubre de 1902, y a Violet la había conocido un mes antes. En cambio a Grace la conoció dos años antes, y es más lógico que pudiera haberle hecho la corte. Si recordáis, Watson escribió maravillas de ella.
—Sea quien fuera la última mujer de Watson, lo separó definitivamente de Holmes —dijo Sergio.
—Yo no diría tanto, pero reconozco que ya no se vieron con tanta frecuencia.
—Recuerda que Holmes se ve obligado a escribir él mismo «La aventura del soldado de la piel descolorida», lo que demuestra que su amigo no tenía ni un solo dato sobre aquel caso.
—Pero Watson aún escribió otros casos.
—Solo dos más, si tenemos en cuenta que «La aventura de la piedra de Mazarino» la escribió Doyle y «La aventura de la melena del león» fue redactada por Holmes
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.
—Y «El último saludo» fue cosa de Mycroft —intervino Marcos—. Pero ahora, debemos darnos prisa. Tenemos una cita en comisaría y no creo que sea prudente llegar tarde.
4 de septiembre de 2009
E
stamos solos, joder, podemos decir lo que pensamos sin miedo a la prensa. —Morante se echó al coleto un generoso trago de coñac.
Una vez por semana los miembros de la Cofradía de la Historia acostumbraban a comer juntos, y después hacían una larga sobremesa en la que se hablaba de todo.
Aunque aquel día la hermandad no estaba al completo, la tertulia había ganado en animación en los últimos minutos. A pesar de que no había un orden del día previamente fijado, sí era costumbre que al comienzo de la reunión se propusieran algunos temas que se consideraba que podrían ser de interés. Aquella tarde, por ejemplo, los presentes habían dedicado algunos minutos a valorar una nueva colección de fotografías decimonónicas que don Luis había conseguido recuperar tras el fallecimiento de uno de sus feligreses. Su viuda, que sabía que el cura era un apasionado de la historia local, las había puesto en las regordetas manos del sacerdote. «Tal vez», le dijo, «se puedan publicar en uno de esos libros que usted escribe». La viuda creía que de ese modo una pequeña parte de su difunto marido sería eternamente recordada si en el libro se hacía constar la cesión de la propiedad de las fotos por parte de la familia.
Los demás temas habían sido de puro trámite, hasta que Morante sacó a relucir el inaudito aspecto que el barrio norte mostraba desde un tiempo a esta parte. Si se quería recuperar la vieja esencia local, la presencia de tanto inmigrante por aquellas calles iba a resultar, como poco, molesta.
El político paseó su mirada fría por todos los presentes. Las bolsas debajo de sus ojos parecían agrandarse cuando se encontraba especialmente fatigado. Los dientes se le habían ido separando más de lo debido en los últimos años, a pesar de que en la fotografía del cartel de campaña la informática hubiera obrado el milagro de hacer de él un modelo de pasta dentífrica.
—A vosotros os jode tanto como a mí que una parte histórica de la ciudad esté perdiendo su identidad de ese modo. Y encima a usted, padre —miró directamente a don Luis—, le ha salido ese cura jovencito metiendo a todos los extranjeros en su casa.
—Es la casa de Dios —respondió el viejo cura, restando importancia al asunto—. Baldomero no es un mal muchacho, pero le sobra fantasía.
—¿Fantasía? ¿Sabe lo que me dice la gente cuando voy por el barrio?
El abogado Santiago Bárcenas interrumpió la chupada que estaba a punto de propinar a su habano, y Manuel Labrador, el constructor, tosió con estrépito. El médico Heriberto Rojas animó al candidato Morante.
—¿Qué es lo que dicen?
—Que están hartos de que cada día haya más gente que no conocen; hartos de los robos y de la delincuencia. Sin ir más lejos —dio un golpe en la mesa para captar aún más la atención de su auditorio—, ahí está el caso de esa chica a la que cortaron el cuello el otro día. Esas cosas no pasaban en el Mortuorio en otros tiempos, joder.
—Espero que usted sea capaz de devolvernos a aquellos años benditos —dijo Pedraja, el dueño de la cafetería. A todos les pareció la típica intervención de un tipo servil y vulgar.
—¿Cree usted que podrá cambiar las cosas? —quiso saber Bárcenas. El abogado había planteado la pregunta en un tono neutro, pero tal vez hubiéramos podido calificar la mirada que la acompañó como levemente irónica.
—Confío en contar con vuestro voto y con vuestro apoyo —sonrió Jaime Morante. Las bolsas oscuras que colgaban bajo sus ojos ocultaron un brillo malicioso en su mirada—. Ya me gustaría contar con más puntales entusiastas como el amigo Labrador.
El constructor se sonrojó. No le hacía ninguna gracia que Morante alardeara en público del dinero que recibía para su campaña electoral procedente de su empresa.
—¿Y usted qué dice, don Luis? —preguntó Pedraja.
—Lo que yo diga, poco importa —refunfuñó el cura—. Lo único que importa es lo que diga Dios.
—Pero la gente del barrio está revuelta contra ese cura joven por el comedor social que ha organizado, ¿no es así? —insistió Pedraja.
—Algo de eso hay. —Don Luis estaba visiblemente incómodo. Una cosa era que él discutiera con Baldomero en el ámbito parroquial y compartiera la idea de que aquel proyecto social podía ser una bomba de relojería dentro del barrio, y otra bien distinta era hablar en público de sus diferencias con el joven sacerdote—. Me temo que debo dejarles. Tengo que ir a la parroquia. Espero que el próximo día hablemos de nuevo de historia y no de política —les reprochó.
—Precisamente lo que quiero es recuperar la historia del barrio, don Luis —repuso Morante—. Ya lo verá.
—Ojalá esté en lo cierto, Morante —respondió el cura mientras se levantaba de la mesa—. Ojalá.
—Por cierto —Morante se dirigió a Heriberto Rojas, el médico—, me han dicho que algunos médicos pasáis consulta gratuita a esos desgraciados.
Rojas se removió inquieto en su asiento. Don Luis se detuvo cuando estaba a punto de abandonar la reunión y se giró para escuchar al médico.
—¿Y qué quieres que hagamos? Nos lo pidió ese cura joven. No son más que unos desdichados. Es nuestra obligación ayudarlos.
—¿Guazo también?
—Guazo también, y otro colega, Pereiro —confesó el médico—. Pasamos consulta los tres de vez en cuando.
Bárcenas apuró su habano y guardó silencio. Jaime Morante miró al médico de un modo tan frío que incluso Labrador, que creía conocerlo bien, se estremeció. Don Luis abandonó la sala sin decir adiós.
Unos segundos después de que el cura abandonara el local, Morante se volvió hacia los demás contertulios y preguntó:
—¿Cómo va ese libro que tenemos entre manos?
—Casi a punto para la imprenta —respondió Heriberto Rojas, el médico—. A falta de unas fotografías.
—¿Lo tendremos a tiempo?
—Lo podrás presentar el día 26 de este mes, como habíamos previsto.
Morante entornó los ojos y esbozó algo parecido a una sonrisa de satisfacción.
Yumilca Acosta había llegado a España hacía un par de años desde la República Dominicana. No diremos que no sabía a lo que venía, pues, desde el mismo momento en que tomó la decisión de dejar atrás su casa —poco más que un cuchitril repleto de hermanos y parientes—, supo muy bien qué se esperaba de ella. Apenas había llegado a la madre patria, comenzó a prostituirse y, aunque le hubiera gustado mucho más ganarse la vida de otro modo, al menos así podía ahorrar lo suficiente como para enviar de vez en cuando dinero a los suyos.
Desde hacía tres meses trabajaba en un prostíbulo en las afueras de la ciudad. Lo regentaba Felisa Campos, una mujer de unos cuarenta años, de cabello largo y rubio, con quien Yumilca tenía una buena relación. Además de con la jefa, la joven dominicana había cultivado una buena amistad con una chica rumana llamada María que chapurreaba el español con un acento del este que a Yumilca le resultaba divertido. Una al lado de la otra eran el café y la leche. Yumilca era una mulata grande y redonda de veintitrés años que reía con más facilidad de la que podría imaginarse dada la vida que llevaba; María, en cambio, era delgada, silenciosa y rubia. Su piel parecía traslúcida, y solo se parecía a su amiga en que ambas eran altas y muy buenas en su trabajo, lo que hasta el momento les había servido para sobrevivir.
Yumilca había dejado atrás una extensa familia y una niña que parió cuando ella no era más que una adolescente. María había abandonado Rumanía hacía más de cinco años con toda su familia. Sus padres mendigaban en la entrada de los supermercados de la ciudad integrados en una sólida estructura de mendicidad que había extendido sus tentáculos por casi todos los sitios, pero era María quien más dinero aportaba a la economía familiar. ¿Se desea saber si sus padres y su hermana menor sabían a qué se dedicaba ella? La respuesta es sencilla: todos sabían de dónde procedía el dinero que les permitía comer cada día.
En alguna ocasión, la chica que estaba al frente de la Oficina de Integración había hablado con su hermana menor y le había conseguido algún trabajo precario sustituyendo a alguien en la cocina de algún restaurante o en un supermercado de la barriada. También a ella le habían propuesto algún empleo así, pero trabajar tanto para ganar tan poco le parecía una pérdida de tiempo.
Por supuesto que Yumilca aspiraba a una vida mejor, y también había hablado en alguna ocasión con Cristina Pardo. Lo que decía aquella muchacha rubia sonaba bien, la música era pegadiza y maravillosa, pero la letra no era tan sencilla. Yumilca sabía que no podía permitirse esos sueños, y mucho menos ahora, cuando las cosas no iban precisamente bien. La clientela había descendido, y en el barrio la situación comenzaba a ser tensa. Las bandas de algunos países estaban enfrentadas entre sí y algunas pugnaban por controlar el negocio de la prostitución. A veces se había planteado si no le resultaría imprescindible buscarse la protección de alguno de los cabecillas que controlaban las calles, pero de momento se había resistido a esa tentación. Aún tenía dinero suficiente para pagar el alquiler, y cuando venían mal dadas solía ir a cenar a la Casa del Pan antes de ir al trabajo.
Naturalmente que había oído lo de aquella chica a la que habían asesinado, pero si se ponía a pensar en los peligros que podía encontrar tras cada esquina, no podría salir de casa. Y Yumilca tenía que salir para poder comer.
Tomás Bullón había recorrido el callejón donde se ubicaban los números 42 y 44 de la calle José María Pereda innumerables veces en la última media hora. Había llegado a la ciudad hacía tan solo hora y media, después de que hubiera cogido el primer vuelo desde Barcelona. No había necesitado más que una buena ducha y un afeitado para espabilarse. Su olfato de periodista discernía de inmediato dónde había una buena historia, y no tenía la menor duda de que aquella lo era.
Había leído todo cuanto se había publicado sobre el crimen consultando las ediciones digitales de la prensa regional. Los periódicos nacionales apenas se habían hecho eco del suceso, y eso le pareció algo excelente. Si nadie había visto lo que él empezaba a olfatear, eso le dejaba en una posición magnífica. Cuando quisieran reaccionar, irían todos siguiendo su estela.
Consultó una vez más la información. La chica había aparecido en aquel portal a una hora tan temprana que nadie había visto nada. Entrevistó a todos los vecinos que pudo y nadie le aportó ni un solo dato de interés. Parecía evidente, por lo que la policía había declarado, que no fue allí donde la mataron, sino que la habían dejado junto a aquel portal de un modo nada caprichoso. La cabeza mirando al este, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, las piernas ligeramente separadas, la garganta surcada por dos profundos tajos de unas medidas casi exactas a las que Bullón había estudiado tiempo atrás, y luego estaba lo de aquel sombrero de paja forrado de terciopelo negro que había estimulado su olfato periodístico.