Las violetas del Círculo Sherlock (39 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Tenía que comprar un paraguas, se dijo. Y un abrigo. Y algunas camisas y un par de trajes. Desde luego, también dos pares de zapatos. Había traído muy poca ropa para una estancia que amenazaba con alargarse mucho más de lo que hubiera deseado. No obstante, dudaba si en la ciudad encontraría el tipo de vestuario que él acostumbraba a lucir.

Caminó por el casco antiguo, la zona más comercial, mirando algunos escaparates mientras daba vueltas a la idea que William Stuart Baring-Gould había manejado y según la cual Holmes sí detuvo a Jack el Destripador. Según el célebre autor de
Sherlock Holmes de Baker Street
, Holmes ideó un plan para capturar a Jack, y tuvo éxito.

Después del crimen de Mary Jane Kelly, el detective se disfrazó de prostituta y recorrió las calles de Whitechapel. Desde luego que no era una prostituta muy atractiva: demasiado alta, demasiado flaca, con una nariz demasiado grande…, y padecía una leve cojera que la obligaba a caminar con un bastón. Pero al salir de una taberna no tardó en advertir que era seguido por un hombre fuerte envuelto en una capa negra y tocado con un sombrero de ala ancha. Una bufanda cubría la parte inferior de su cara, de manera que no había modo de saber quién era. Poco después, el hombre embozado habló con la prostituta y fueron juntos hasta un patio frío y sucio. Allí, el desconocido sacó un chuchillo de carnicero provisto de una hoja de veinte centímetros e intentó asesinar a la mujer. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprobó que la mujer era en realidad Holmes, y que el bastón en el que se apoyaba se había convertido en un afilado estoque. Holmes y Jack lucharon cuerpo a cuerpo, pero en un momento del lance el asesino sorprendió al detective y este cayó al suelo golpeándose la cabeza contra una piedra. Sherlock estaba a merced del asesino, pero fue en ese momento cuando Watson surgió de entre las sombras y logró evitar la muerte de su amigo.

Scotland Yard nunca dio a conocer el incidente, según la hipótesis de Baring-Gould, debido a que quien se escondía bajo la identidad de Jack era el inspector Athelney Jones.

Sergio miró un nuevo escaparate. Su mente aún seguía atrapada en las primeras horas de la mañana del domingo 11 de noviembre de 1888, cuando supuestamente Holmes atrapó a Jack, pero su cuerpo sintió que alguien tocaba su brazo.

—¡Hola! ¿Cómo estás? —dijo una voz de mujer.

Sergio se giró y se encontró con un primer plano del rostro bellísimo de Cristina Pardo. La chica estaba visiblemente ruborizada, pero aun así sus pecas destacaban en la piel limpia, y los ojos azules resultaban irresistibles.

—¡Hola! —Sergio trató de recordar el nombre de la muchacha, pero no lo logró.

—Cristina —dijo, al ver que él no recordaba su nombre—. Nos conocimos en…

—En la Oficina de Integración de los Inmigrantes. —Sergio se apresuró a completar la frase. Quería demostrar que, aunque no recordaba su nombre, sabía perfectamente dónde la había visto.

Cristina, que se había sentido levemente decepcionada al ver que él no recordaba cómo se llamaba, se sintió complacida cuando Sergio demostró que no había olvidado dónde se conocieron.

—¿Qué haces por aquí?

—Buscar algo de ropa.

—¿Del estilo de esa que llevas, tan elegante? —Cristina sonrió.

—Me gusta, es mi estilo. —Sergio se sintió un estúpido al decir aquello—. ¿Sabes dónde puedo comprar un par de trajes, unas camisas y un abrigo? También me vendrían bien dos pares de zapatos.

—¡Vaya, cuánto dinero piensas gastar!

Él se encogió de hombros.

—Tengo que estar en una hora en la oficina —dijo Cristina—. Tengo una reunión, pero hasta entonces te puedo acompañar, si tú quieres.

Claro que quería. Sergio se sintió a gusto en su ciudad por primera vez desde su llegada. Ni siquiera el cielo gris, opresivo y siniestro, le importó. Comenzaron a caer unas gotas de lluvia.

—Y un paraguas —dijo Sergio—. Creo que también me vendría bien un paraguas.

Dedicaron la siguiente hora a revisar un par de tiendas exclusivas que había en la ciudad. No eran las boutiques que Sergio solía frecuentar, y los trajes no estaban a la altura de los que compraba habitualmente, pero podrían servir para salir del paso mientras tuviera que estar allí. En cambio, encontró un abrigo negro magnífico. Con solo ponérselo, sintió que era suyo.

—¡Vaya! ¡Pareces salido de una novela de vampiros! —se burló Cristina—. ¿No será demasiada ropa negra? —Sin embargo, ella lo miró con una no disimulada admiración. Le gustaba aquel hombre, aunque debía de ser quince años mayor que ella, según había calculado.

¡Una novela de vampiros! Sergio sonrió. No estaba mal, se dijo mirándose al espejo.

Completó su compra con algunas camisas —blancas, naturalmente—, dos pares de zapatos muy caros, y ropa interior, que eligió con cierto pudor.

También compraron un paraguas.

Sergio dejó una propina generosa para que todas aquellas prendas le fueran enviadas a la habitación de su hotel. Solo se llevaron el paraguas, bajo el cual se cobijaron los dos y emprendieron el camino hacia la oficina de Cristina.

—¿Tienes que trabajar por la tarde? —preguntó Sergio.

—A veces sí —explicó Cristina—, pero la reunión no es exactamente de trabajo, auque también. He quedado con uno de los curas del barrio.

—Será mejor que no te moleste.

—No, no, te puedes quedar. —Cristina sintió que había sido demasiado impulsiva en su respuesta. Parecía desesperada ante la posibilidad de que él se marchara. Intentó arreglarlo—. Quiero decir que, si quieres, te puedes quedar.

En la puerta de la oficina aguardaba un hombre joven, vestido de un modo informal, con vaqueros azules, un suéter verde y una camisa de cuadros. Llevaba encima un chaquetón oscuro. El pelo era rubio y lucía una sonrisa un poco infantil.

—Sergio —dijo Cristina—, te presento a Baldomero, uno de los párrocos del barrio.

Sergio miró al cura y el sacerdote hizo lo propio. Se estrecharon la mano. Sergio advirtió que Cristina estaba un poco incómoda, y llegó a pensar que tal vez hubiera algo entre ella y el cura, pero desestimó esa idea.

Entraron en la oficina y Cristina explicó a Sergio en qué consistía el proyecto de la Casa del Pan y los problemas que estaban teniendo para mantenerlo a flote.

—Las subvenciones escasean —dijo Baldomero—, pero el número de personas que acuden al comedor es cada vez mayor. En el barrio hay mucha gente que mira con recelo el proyecto y, aunque en la asociación de vecinos la mayoría apoya la iniciativa por solidaridad, algunos de sus miembros comienzan a hacer ruido.

—Y luego están las elecciones —añadió Cristina.

—¿Qué pasa con las elecciones? —preguntó Sergio.

—Falta poco más de un mes para las elecciones municipales, y tiene muchas posibilidades de ganar un candidato que está usando el tema de los inmigrantes como arma electoral, y ha conseguido meter baza en la asociación de vecinos gracias a uno de sus hombres de confianza, que vive en el barrio y todo el mundo le conoce porque fue un popular jugador de fútbol en la ciudad.

—Se llama Toño Velarde. Es un bruto —completó la descripción Cristina—, un ignorante que anda por ahí metiendo miedo a los inmigrantes y haciéndole la campaña a Morante.

—¿Morante? ¿Jaime Morante? —preguntó Sergio sorprendido.

—¿Le conoces?

Sergio movió la cabeza afirmativamente. Sabía que se iba a presentar a las elecciones, pero desconocía el lado xenófobo del matemático, aunque tampoco le extrañó demasiado.

Sergio se sintió obligado a explicar, al menos de un modo resumido, cómo había conocido a Jaime Morante en la universidad. Luego habló de su hermano Marcos, a quien Baldomero resultó conocer, y de Guazo. Al doctor lo conocían tanto Cristina como el cura, puesto que era uno de los tres médicos que pasaban consulta gratuita a los inmigrantes en la Casa del Pan.

—No lo sabía —reconoció Sergio. Le pareció un bonito detalle, muy propio del generoso Guazo.

Después, la conversación se desvió hacia el crimen del que todo el barrio seguía hablando. Cristina quiso saber por qué había ido en compañía de los inspectores de policía a la oficina días antes, y él trató de resumir el motivo de su estancia en la ciudad. Le pareció que podía confiar en aquella chica y en el sacerdote, y les habló de la nota anónima y del resto. No obstante, prefirió silenciar la noticia de la segunda carta que había recibido para no alarmar a nadie innecesariamente. Aún no sabía si tendría que ver con un nuevo crimen o no.

—Me gustaría pediros discreción —dijo—. Y también que me informéis si averiguáis algo que me pueda ayudar.

—Por cierto —intervino Cristina—, esta mañana pasó por la oficina el inspector Tomás Herrera para recoger la lista de personas que van al comedor social y aquellas que se encuentran en una situación económica extrema. Como Daniela iba a comer allí de vez en cuando, creen que tal vez puedan sacar algo en claro mirando los nombres de los demás.

—¿Te preguntó algo más? —quiso saber Sergio.

—A mí, no —repuso Cristina—. Yo no estaba en la oficina en ese momento. La lista se la dio mi compañera, María.

Cristina sonrió involuntariamente recordando lo que su amiga le había contado. El policía, le dijo, había estado encantadoramente educado. Su pelo corto cano, aquel aspecto cuidado y atlético, su rostro varonil y todo lo demás habían dejado sin palabras a la enamoradiza María. Y el inspector le había insinuado si le acompañaría a cenar un día de estos. Ella, por supuesto, dijo que sí. Él había prometido telefonearla.

Media hora más tarde, Baldomero se disculpó.

—Debo irme, tengo misa en veinte minutos.

Cristina dio un beso en la mejilla al párroco, y Sergio volvió a sentir que había algo especial entre los dos.

Cuando se quedaron solos, se instaló entre ellos un extraño silencio.

—¿De modo que eres escritor? —preguntó Cristina.

—¿Te apetece cenar conmigo esta noche? —La voz de Sergio sonó mucho más segura de lo que él mismo estaba.

Ella dijo que sí.

6

Desde la tarde del día 10 hasta la noche del día 11 de septiembre de 2009

F
elisa Campo encendió un nuevo cigarro. Era el tercero desde que había aparcado cerca de la comisaría sin saber qué hacer. Estaba muy nerviosa, y tenía motivos para ello. Era la primera vez que se veía en una circunstancia así. A un negocio como el suyo no le convenía en absoluto que la mirada de la policía recayera sobre él más de lo necesario. Si a la policía le daba por meter la nariz en sus cosas, posiblemente encontraría algo que seguramente incomodaría a Felisa y además espantaría a los clientes.

Por otro lado, Yumilca Acosta había desaparecido, y ella le tenía un aprecio especial a aquella mulata grande y generosa. Felisa, con cuarenta años a las espaldas, había vivido lo suficiente como para endurecer su corazón tanto como era necesario si pretendía sobrevivir en su oficio, pero aquella dominicana era su debilidad. Sabía que Yumilca ahorraba cuanto podía para enviar dinero a su familia, que seguía cuidando de la niña que Yumilca había traído al mundo cuando apenas era una adolescente.

La mulata le había abierto su corazón en varias ocasiones, y Felisa, que no tenía hijos ni marido ni nada parecido a una familia propia, le había tomado especial cariño. Del mismo modo que no le resultaba en absoluto agradable María, la rumana que, no obstante, era íntima de Yumilca. María era fría y distante, pero había clientes que valoraban mucho aquella piel suya casi traslúcida y su cabello rubio, que le daba un cierto aspecto angelical. A pesar de su escasa simpatía hacia la rumana, Felisa la mantenía en el club porque sabía que era muy buena en su trabajo.

Precisamente, había sido María la que más le había insistido para que acudiera a la policía. Hacía dos días que ninguna de las dos sabía nada de Yumilca, y aquello era impropio de la joven mulata. La última vez que Felisa había hablado con ella fue después de que hiciera un servicio en un hotel de la ciudad. Yumilca la había llamado explicándole que no se encontraba bien y que iba a irse a casa. Desde entonces, no había vuelto a tener noticias suyas.

Felisa exhaló el humo del cigarro rubio por la ventanilla de su coche. Volvió a mirar hacia la comisaría y tomó una decisión. Creía que se lo debía a Yumilca. Salió del coche, cerró la puerta y dio una pequeña carrera hasta la entrada de la comisaría para evitar la lluvia que caía a aquella hora de la tarde. Ya en el umbral, cerró los ojos y contuvo la respiración antes de decidirse a entrar.

Un policía de servicio le salió al paso.

—¿Qué desea?

—Quiero denunciar una desaparición.

Graciela sintió un escalofrío al ver las cartas boca arriba. De nuevo la mirada gélida de la muerte se cruzó en su camino, pero esta vez creía ver algo más en los arcanos. El tarot no le daba nombres ni direcciones, pero Graciela estaba segura de que se iba a cometer otro asesinato, y las cartas le hacían presentir que tenía que ver con la joven rubia que trabajaba en la Oficina de Integración; la amiga de María. Sin embargo, los cartones decían que esa muchacha no iba a ser la víctima.

El crimen de aquella mujer sudamericana, Daniela, había sucedido poco después de que María y su compañera de trabajo fueran a casa de Graciela para consultarle a las cartas qué futuro amoroso las aguardaba. Bueno, recordó Graciela, en realidad, la única que preguntó fue María. La otra chica apenas abrió la boca, y se la veía muy incómoda y nerviosa. Pero sin que Graciela pudiera saber el motivo, las cartas del tarot comenzaron a hacer siniestros anuncios en los que siempre aparecía la muerte relacionada de alguna manera con aquella mujer rubia. ¿Por qué?

Todo aquello era absurdo, se dijo Graciela los primeros días en que le ocurrió eso mientras hacía tiradas de cartas en solitario. ¿Qué tenía que ver aquella muchacha, cuyo nombre no recordaba, con los crímenes? ¿Debía ir a hablar con ella? Pero ¿qué podía decirle sin que pareciera una loca? ¿Y la policía? ¿La escucharía a ella, una tarotista, la policía?

Para colmo, los naipes comenzaban a ofrecer confusas informaciones. Graciela no estaba segura de cómo debía interpretar aquello. Una mujer estaba en peligro, pero no estaba muerta aún. Los cartones, por primera vez en muchos años, confundían a Graciela. Se cruzaban las imágenes de varias personas, de mujeres y de hombres; sobre todo hombres. Pero ¿quiénes eran esos hombres? ¿Qué debía hacer?, se preguntó una vez más.

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