Las violetas del Círculo Sherlock (18 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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En aquella misma habitación, cuando los dos eran pequeños, Marcos comenzó a leerle algunas de las aventuras de Sherlock Holmes. Sin poder evitarlo, Sergio curioseó entre los libros de su hermano, y no le sorprendió encontrar una lujosa edición de los sesenta relatos del canon holmesiano. Abrió al azar el tomo y se encontró con las primeras líneas de
Estudio en escarlata
, la primera aventura que Watson compartió con Holmes.

Al releer aquellas familiares páginas y al pensar que dentro de unos minutos volvería a encontrarse con José Guazo, recuerdos recientes atravesaron la mente del escritor. Tan solo unos días antes la figura de John Watson se había cruzado en su camino en Londres.

«
Next station: High Street Kensington
».

Sergio Olmos se apeó. Había llegado a su primer destino aquella nueva mañana limpia y clara de verano, y cuando emergió al tumulto urbano no pudo reprimir una sonrisa. Resultaba inevitable mezclar en su mente el objeto de su búsqueda por uno de los barrios más selectos de Londres con el rostro de alguien a quien había conocido muchos años antes.

A pesar de lo temprano de la hora, las calles mostraban una enorme actividad. Muchos turistas visitaban el distrito para curiosear por los alrededores de Kensington Palace y husmear en algunas de las salas que se muestran al público con el pueril propósito de formarse una idea de cómo pudo ser la vida de lady Diana, que vivió en ese palacio. Después, presurosos, irían a los populosos almacenes Harrods para completar la trágica vida de la princesa, muerta en circunstancias extrañas junto al hombre al que amaba entonces, Dodi al Fayed, hijo del dueño de aquel emporio comercial.

Sin embargo, mientras todo eso sucedía a su alrededor, Sergio buscaba pistas sobre la vida de un hombre que había muerto el día 24 de julio de 1929, cuando contaba con ochenta y dos años de edad. No era un hombre a quien él hubiera conocido personalmente, por supuesto, pero, al pensar en aquel caballero Victoriano, de nuevo se cruzó en su mente el rostro de la persona a la que ya había llegado a identificar con el fallecido. Y de nuevo sonrió.

Con esos recuerdos como compañía caminó desde el Royal Albert Hall a través de Kensington Gardens tratando de imaginar dónde habría podido tener su consulta el bueno de John Watson. Solo por un instante, le pareció que hubiera sido divertido tener junto a él a Guazo, con quien tantas veces había discutido a propósito de la importancia que tenía el doctor en los casos resueltos por Holmes.

Sergio había llegado a pensar que a Guazo, en realidad, no le gustaba la medicina, y que si había emprendido aquel camino universitario era para emular de alguna manera a su admirado personaje. Watson, que había nacido en Hampshire el 7 de agosto de 1847, había cursado estudios médicos en la Universidad de Wellington, y luego se especializó en cirugía militar, al tiempo que acudía a clases prácticas en el Hospital de San Bartholomew de Londres.

¿Qué especialidad había cursado Guazo? Al pensar en ello, tantos años después, Sergio advirtió el poco caso que realmente había hecho a aquel joven que, no obstante, manifestaba por él una extraña simpatía. Y eso a pesar de las continuas disputas que ambos tenían a propósito de Watson.

Era cierto que el doctor había sido un patriota, como decía Guazo. Todo el mundo sabía que se había alistado en el Quinto de Fusileros de Northumberland y que marchó a la guerra a Afganistán. Allí, el martes 27 de julio de 1880, el ejército inglés conoció una de sus más terribles derrotas. Aquella batalla, Maiwand, se saldó catastróficamente también para Watson, quien resultó herido y se vio obligado a ir de hospital en hospital hasta que un tribunal militar lo facturó hacia Inglaterra con una modestísima pensión en la billetera.

Al recordar ahora, en pleno corazón londinense, algunos avatares de la vida de Watson, Sergio evocó los rigurosos interrogatorios a los que solía someter a Guazo en los lejanos años universitarios.

—¿Cómo se llamaba el ordenanza que salvó la vida a Watson?

—Murray —respondió el estudiante de medicina sin el menor titubeo.

—¿Qué nombre recibía el transporte militar que llevó al convaleciente Watson hasta Portsmouth?

—Orontes, naturalmente.

—¿En qué bar de Londres se encuentra Watson poco después de regresar a su patria con un antiguo practicante que había estado a sus órdenes?

—Se encuentra con Stamford, que así se llamaba ese practicante, en el bar Criterion.

¡El Criterion! Sergio sonrió con agrado al recordar
Estudio en escarlata
, donde se narra el encuentro de Watson y Holmes, propiciado, precisamente, por el tal Stamford.

Había sucedido que los ahorros de Watson menguaban a enorme velocidad, dado que jamás fue previsor en lo que a sus ingresos concernía. Y en el transcurso de la comida con su viejo conocido planteó su deseo de encontrar a alguien con quien pudiera compartir los gastos de un alquiler. Sergio jugó a recordar el diálogo entre ambos:

—Es usted el segundo hombre que hoy me habla en esos mismos términos —dijo entonces Stamford.

—¿Quién fue el primero? —preguntó Watson.

—Un señor que trabaja en el laboratorio de química del hospital —respondió el practicante.

En pleno invierno de 1881 Watson conoció al más extraordinario sujeto con el que jamás toparía. Holmes y él alquilaron unas habitaciones en el 221B de Baker Street y en ellas vivirían hasta 1903, si bien el doctor contrajo matrimonio durante ese periodo en tres ocasiones, y por supuesto durante esas épocas dejaba solo al detective.

Precisamente por ese afán de Watson de bucear en el proceloso mar del amor era por lo que Sergio Olmos había ido a parar al exquisito distrito de Kensington, pues allí había tenido casa y consulta Watson tras su primer matrimonio. A Sergio le resultaba imperioso para su proyecto literario ver con sus propios ojos al mismísimo espíritu del médico caminando por aquellas calles, yendo del brazo de Constance Adams, su primera esposa, a la que conoció durante un periodo de formación académica que pasó en San Francisco. La pareja contrajo matrimonio el 1 de noviembre de 1886, pero ella falleció a finales de diciembre del año siguiente.

Las tempranas muertes de las dos primeras esposas de Watson eran uno de los temas tabú en las conversaciones que mantenía con su amigo Guazo. Solo pasado cierto tiempo, cuando supo que la propia madre del estudiante de medicina había fallecido prematuramente, Sergio comprendió el motivo de esa reticencia.

Precisamente la primera gran disputa que mantuvo con José Guazo nació como consecuencia del modo antagónico en que ambos veían la figura del doctor. Todo se desencadenó una tarde durante la cual había salido a colación el primer matrimonio de Watson y un caso en el que ambos participan tras tan magno acontecimiento.

—«Escándalo en Bohemia» se desarrolla entre el viernes 20 y el domingo 22 de mayo de 1887 —recordó a los demás Sergio, pavoneándose de su fabulosa memoria—. Watson demuestra una vez más que es todo corazón, pero con solo una pizca de cerebro. —Olmos observó que Guazo se movía inquieto en su asiento y que apagaba violentamente el habano del que hasta ese instante disfrutaba. Sin embargo, continuó imperturbable—: Nunca he estado más de acuerdo con Holmes como cuando le dice en «La aventura del detective moribundo» que no es más que un médico general y con un historial académico mediocre.

—No le tolero esas palabras, caballero. —A pesar de su ira, José se las arregló para mantener la compostura victoriana que remaba en aquellos cónclaves—. ¿En qué se basa para decir semejante disparate?

Los demás miembros del círculo aguardaron expectantes la respuesta de Sergio. Su amigo Víctor Trejo abrigaba la esperanza de que, dado que Guazo le había mostrado cierta simpatía y lo había defendido en numerosas ocasiones, Sergio tuviera la delicadeza de cambiar de tema. Por su parte, sus enemigos más feroces, Bullón y Bada, se mostraban encantados por el giro que habían dado los acontecimientos, puesto que tal vez el engreído Olmos podía perder aquella tarde a su mejor aliado.

—¿Voy a tener que demostrarle su propia ignorancia? —Sergio arruinó con aquellas palabras, las mismas que Holmes dedicó a Watson en «La aventura del detective moribundo», las esperanzas de Trejo.

José Guazo estuvo a punto de perder la compostura y saltar desde su sillón contra el insoportable y flemático Olmos. La mano de Sigler sobre su hombro derecho fue un bálsamo que lo tranquilizó en el momento exacto. Mientras tanto, desde el fondo de la sala, Morante observaba todo cuanto ocurría con aquellos ojos de reptil que le caracterizaban.

—¡Explíquese! —gritó Guazo.

—¿Ninguno de ustedes lo recuerda? —Sergio dedicó una mirada retadora y llena de suficiencia a todos los demás—. Seguro que si mi hermano estuviera aquí les daría a todos ustedes una inolvidable lección. —Hizo una pausa teatral antes de volverse hacia Guazo—. ¿Tampoco usted recuerda el primer encuentro entre su admirado Watson y Holmes tras el matrimonio del doctor?

Sí, claro que lo recordaba, aseguró el estudiante de medicina.

—Y el primer error que usted comete, señor —dijo, tratando de dominar sus nervios—, está en la datación de los acontecimientos, puesto que Watson asegura que visitó a Holmes en Baker Street el 20 de marzo de 1888.

—¡Bobadas! —exclamó Sergio—. ¡Watson miente! Lo hace con frecuencia —añadió, haciendo una mueca despectiva que tuvo como consecuencia la cólera de Guazo.

—¡No le consiento en modo alguno esas palabras! —gritó, fuera de sí.

—Estimado amigo, a usted le pasa lo mismo que a su doctor, que no observa, solo ve. ¿Recuerda que Holmes, tras advertir de inmediato que Watson ha engordado durante sus meses de vida conyugal siete libras y media, le pregunta si sabe cuántos escalones hay desde la entrada de la casa de Baker Street hasta sus habitaciones?

—Sí, claro que sí —rezongó Guazo, porque sabía lo que venía a continuación.

—A pesar de haber subido por ellos cientos de veces, Watson no sabía que había diecisiete escalones. ¿Qué se puede esperar de un hombre así?

—Se puede esperar honradez —replicó de inmediato Guazo—. Y capacidad de sacrificio, pues no olvide que en más de una ocasión se jugó la vida por Holmes, como sucedió en «La aventura del pie del diablo».

—Por supuesto, caballero. No le negaré a Sancho Panza que fue capaz incluso de recibir un balazo que iba dirigido al verdadero protagonista de aquellas aventuras, y bien que le dolió a Holmes tal sacrificio
[53]
.

—Holmes jamás era efusivo —repuso Guazo—. Era un cerebro con piernas, pero olvida usted quién es el redactor de aquel relato. ¿Acaso no es Watson quien lo escribe? ¿No será que, debido a su humildad, se rebaja a sí mismo para acentuar las dotes de observación de su criatura literaria?

Al escuchar esas palabras, el resto de los miembros del círculo irrumpieron en el duelo dialéctico de los dos titanes. Nadie estaba de acuerdo con la tesis de Guazo de que, en realidad, al maldito Sherlock Holmes lo había creado Watson, pues era él quien había escrito casi la totalidad de las aventuras del detective.

—Además —se escuchó decir al estudiante de medicina por encima del griterío que se había adueñado del local—, también olvida usted que Holmes erró en su apreciación sobre el peso que había ganado Watson. ¡No eran siete libras y media, sino solo siete!

—Siento haber cambiado tu habitación de ese modo.

Marcos sorprendió a Sergio, quien dio un respingo. No había escuchado a su hermano aproximarse. Los recuerdos de sus disputas con Guazo se quebraron bruscamente.

—No pasa nada. —Sacudió la cabeza—. Es lógico. Aquel niño ya no va a volver.

Los dos hermanos se miraron con tristeza.

—¿Nos vamos? —preguntó Marcos—. He llamado a José por teléfono y me ha dicho que nos acompañará a la comisaría de policía.

Resultó que Guazo vivía en la avenida de España, una de las zonas más caras de la ciudad y con hermosas vistas a un parque próximo. Marcos le informó de que Guazo había enviudado, como el mismísimo Watson, hacía ya unos años. Al parecer, tuvieron un accidente de circulación y ella se llevó la peor parte. El matrimonio no había tenido hijos.

—Desde que murió Lola, su esposa, el pobre ha ido de mal en peor —dijo Marcos—, y últimamente ha estado bastante enfermo.

Sergio miró de reojo a su hermano. También él, se dijo, estaba desmejorado. Su perfil era mucho más afilado que años antes, aunque su imponente estatura seguía haciendo de él un sujeto espectacular.

—¿Y tú qué tal estás? ¿Cómo te encuentras?

—Con achaques, Sergio, ¿qué quieres que te diga? Vamos teniendo una edad.

Llamaron a la puerta del doctor. Pero el hombre que salió a su encuentro parecía un impostor. Al menos eso fue lo que pensó Sergio al verlo. Nada quedaba del corpachón de Guazo en aquel hombrecillo que los saludó encantado de la vida. Quienquiera que fuera aquel tipo, no se parecía al Guazo que él recordaba. Sin embargo, al mirarlo con detenimiento, el escritor fue capaz de descubrir el mismo color azul en los ojos del médico que recordaba de los años universitarios. Las gafitas de montura de oro también le resultaron familiares, lo mismo que aquel tono de clara admiración hacia él.

—Sergio, Sergio —Guazo repetía el nombre de su antiguo amigo con devoción—, he leído todos tus libros. ¡Esta sí que es buena! ¡Nada menos que el famoso Sergio Olmos!

Los dos hermanos fueron invitados a entrar a un lujoso salón que nada tenía que ver con la vieja casa familiar de Marcos. Era evidente que al bueno de Guazo le habían ido bien las cosas.

—Tu hermano me ha contado algo por teléfono sobre una carta misteriosa, ¿no es así?

Sergio asintió y dejó que Marcos pusiera al día al médico sobre el motivo de su visita a la ciudad. Mientras escuchaba el increíble relato, Guazo tomaba notitas visiblemente entusiasmado.

—Es lo más extraordinario que he oído en mi vida —dijo cuando Marcos terminó de ponerlo al día—. ¡«El Gloria Scott»! ¡«Las cinco semillas de naranja»! —murmuró para sí—. ¡Y Wiggins! ¡Eso sí que tiene gracia!

—¿Sabes? Hace unos días me acordé de ti. —Sergio miró al médico, tratando de averiguar qué había de raro en él y que no acababa de descubrir. Desde luego que era Guazo, aunque más mayor y mucho más delgado, pero había algo más, algo extraño en su aspecto.

—¿No me digas? —Guazo parecía encantado de volver a encontrarse con Sergio.

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