Las violetas del Círculo Sherlock (34 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Puesto que tanto cree saber, señor Bullón, sobre los personajes secundarios, ¿recuerda qué tipo de adorno tenía en su exterior el libro en el que ese chantajista guardaba sus comprometedores informes?

—Era un libro marrón —intervino Morante.

Sergio movió afirmativamente la cabeza.

—Pero ¿y el adorno?

Después de unos instantes en los que la tensión fue creciendo y las miradas de Bullón y Sergio se cruzaban como espadas en un campeonato de esgrima, el futuro periodista reconoció su derrota. No lo sabía, confesó.

—Un escudo de armas grabado en oro —dijo Sergio—. Ese era el adorno de aquel libro.

Guazo y Trejo aplaudieron a Sergio. En los ojos de Bullón, en cambio, había tanto odio que incluso Sergio se asustó.

—Hace tanto tiempo de eso que no recordaba la rabia con la que Tomás me miró aquella noche —confesó Sergio a Diego Bedia.

—Ya veo —respondió lacónico el policía.

Diego comenzaba a pensar que aquella extravagante reunión de estudiantes vestidos de época debió de ser una olla a presión cuyo fuego alimentaba generosamente Sergio. No sabía si era orgullo o estupidez lo que había llevado al entonces presuntuoso Olmos a comportarse de ese modo. Mirándolo ahora, no le parecía tan insultante. Aunque había altivez en su porte, no advertía en él la prepotencia y la petulancia con la que el propio Sergio se estaba describiendo al evocar aquellas disputas.

—En cambio, Guazo parece que siempre estaba de su lado, ¿no? —quiso saber Diego.

—Menos cuando le pisaba el juanete de su querido Watson. —Sergio rio—. Pero sí, la verdad es que me tomó un cariño que yo creo que no merecía. Apenas le hacía caso, y eso que venía casi todos los días al piso que mi hermano y yo compartíamos. Era generoso, nos invitaba a copas las pocas veces que Marcos y yo salíamos. Además, con Marcos hizo una buena amistad. Ya los ve hoy, ¿no? A los dos les apasiona esta ciudad.

—¿A ti no?

—No —respondió Sergio sin dudar—. En absoluto. Cuando era joven, sí. Pero poco a poco me fui distanciando de todo lo que había aquí. No me gusta ese provincianismo decadente que, como decía Antonio Machado, desprecia cuanto ignora.

—¿De modo que con Guazo discutiste sobre Watson?

—¡Ya lo creo! Pero jamás llegamos a las manos. Guazo me apreciaba mucho, y yo a él también, aunque a mí siempre me cuesta expresar esas cosas. Es un tipo entrañable. Yo solía bromear con él como Holmes con su amigo médico. Le provocaba diciéndole que se explicaba tan mal como escribía Watson. Sherlock siempre reprochaba a su amigo su estilo literario y lo calificaba de sensacionalista. Yo lo hacía aposta.

—¿Pero no peleaste con él?

—¿Con Guazo? —Sergio jamás había pensado ni siquiera en enfadarse con una de las pocas personas que lo había soportado en aquellos años—. Naturalmente que no. Guazo es un buen hombre, de veras.

—¿Y los demás?

—Bueno, nos quedan Víctor Trejo y Enrique Sigler.

Diego aguardaba expectante. ¿Cómo torearía Sergio la papeleta de hablar de los dos hombres con los que su expareja había tenido relaciones antes que con él? Además, parecía ser que Clara Estévez había vuelto a caer en manos del primero de esos novios, Sigler.

—Eran muy diferentes. —Sergio miró a la oscuridad a través de la ventana de la cafetería, como si alguien proyectara sobre aquel fondo negro la película de sus recuerdos—. Víctor y Sigler procedían de familias acomodadas, como ya te dije el otro día en la comisaría. Trejo era quien pagaba todo aquello: el local, los trajes y todo lo demás. Casi todos los objetos de la colección sobre Sherlock eran suyos, salvo algunas fotografías que había hecho Clara.

—Que entonces era su novia, ¿no es así? —Diego contempló con atención el rostro de Sergio y le vio encajar el golpe con elegancia.

—Supongo que quieres saber cómo reaccionó Víctor cuando ella lo dejó para estar conmigo. —No aguardó la respuesta del policía—. Víctor se lo tomó mucho mejor de lo que lo había hecho Sigler cuando él se interpuso entre Enrique y Clara. Seguimos siendo amigos después de que ella lo dejara por mí. En cambio, Sigler huía literalmente cada vez que Clara se dejaba caer por el círculo después de una de nuestras reuniones. Pero, ahora, ya ves…

—Han vuelto.

—Eso parece. —Sergio recordó la fotografía que tenía en el corcho de su casita de Sussex, en la que se veía a Sigler cogiendo por la cintura a Clara.

—¿Te dije que vienen mañana?

—Mañana, ¿quiénes?

—Clara Estévez y Enrique Sigler.

Sergio guardó silencio durante unos segundos. Diego lo respetó.

—¿Les habéis citado? —preguntó Sergio cuando se repuso de la noticia.

—A él, no —precisó Diego—. Solo a ella. Tú nos dijiste que era la única persona, al menos que tú supieras, que conocía la clave de acceso a tu ordenador.

Sergio asintió. Era lógico. Pero ¿y él? ¿Por qué venía?

—En cuanto a él —añadió Diego, como si leyera el pensamiento del escritor—, nos dijo si era posible acompañarla. No vimos inconveniente alguno.

—Al final, el Círculo Sherlock estará casi al completo.

—Eso parece. Nos faltaría Trejo, solamente. ¿Sabes algo de él?

—No, desde hace unos años no sé nada —reconoció Sergio—. Sé que dirigía los negocios familiares: ganado caballar y de lidia, aparte de olivares y cosas así. Ya sabes, gente de dinero. Por lo que pude averiguar, el golpe de fortuna para los Trejo se produjo, irónicamente, durante la desamortización del siglo
XIX
. La desamortización de los bienes del clero en 1836, y especialmente la desamortización civil, la de la ley Madoz de 1855. Esa ley fue agua bendita para ellos. El gobierno se quedó con los bienes de los curas y con los de los grandes latifundistas, pero no se preocupó de redistribuirlos entre quienes estaban en peor situación económica. En lugar de eso, los vendieron en subasta pública al mejor postor. De modo que lo que al final lograron fue fortalecer aún más la estructura latifundista, porque solo quienes tenían dinero podían acceder a aquellos lotes de tierra. Y la familia de Víctor Trejo consolidó así una posición que, aun hoy en gran medida y a pesar de que la tierra ya no es de su prioridad, todavía mantienen.

—¿Y Sigler? ¿También a él lo humillaste en tus años de chulería erudita?

—Creo que a Víctor y Sigler no —respondió Sergio—. Supongo que debatiríamos mil veces sobre los aspectos más retorcidos de las historias de Holmes, pero ellos jamás se tomaban aquello tan en serio como los demás. A Enrique lo que le seducía de aquellas aventuras era la estética, la atmósfera victoriana. Le hubiera gustado estudiar en el Trinity College de Cambridge, vestir siempre como lo hacíamos en el círculo o coger un coche de punto para ir hasta Charing Cross, ¿comprendes? No conocía con tanto detalle como los demás los relatos que nosotros teníamos por sagrados.

—Comprendo.

—¿Has oído hablar alguna vez de las
selfactinas
?

La pregunta descolocó a Diego. Naturalmente que no había escuchado esa palabra en su vida.

—Pues ahí estaba la clave del comienzo de la fortuna de la familia de Sigler, por parte de su padre —explicó Sergio—. Un día me contó esa historia, y nunca olvidé la palabra de marras, que en realidad fue una especie de versión catalana de las inglesas
self-acting machines
, que se empleaban en el siglo
XIX
en la industria del algodón. Al parecer, un tatarabuelo, o algo así, de Sigler, fue uno de los primeros en introducir ese tipo de máquinas en Cataluña.

—Pero ese apellido, Sigler, no parece catalán.

—Y no lo es. Sigler es su segundo apellido, el de su madre, una mujer judía que se casó con Antoni Rosell, el padre de Enrique. Sigler sentía devoción por ella. A su padre, en cambio, apenas lo mencionaba. El matrimonio estaba divorciado, pero Enrique era hijo único, de modo que habrá heredado la fortuna paterna y materna.

—¿La madre también era rica?

—Según me contó, lo era bastante más que su padre. —Sergio miró a Diego antes de preguntar—: ¿De verdad no estás cansado?

—No tanto como para que me vaya sin saber el resto. Cuéntame.

—De acuerdo. —Sergio mojó los labios en el café con hielo—. En Cataluña fue tomando forma una industria textil poderosa desde el siglo
XIX
, y eso a pesar de que le pasaba como a Inglaterra, que ninguna de las dos tenían, en principio, especiales ventajas para ese tipo de industria. Inglaterra, al menos, tenía carbón abundante para las máquinas de vapor y una tremenda demanda que procedía de todo su imperio; Cataluña no. El caso catalán se produjo en gran medida por el proteccionismo del Estado, que hizo que productos extranjeros no pudieran competir con los catalanes, y la especial habilidad de Cataluña para negociar desde tiempos antiguos con Europa y con América. Pero, a pesar de todo, la tecnología de aquella industria siempre iba por detrás de la inglesa, y ahí fue donde aquel lejano tatarabuelo o lo que fuera de Enrique Rosell Sigler demostró ser un lince.

»En Cataluña existía la máquina
bergadana
de hilar, pero Rosell se atrevió a importar de Inglaterra enormes cantidades de unas máquinas de hilar casi totalmente automatizadas,
self-acting machines
, que pronto fueron rebautizadas como
selfactinas
. Naturalmente, los obreros las recibieron de uñas, porque suponían el despido de gran número de ellos. Pero desde mediados del siglo
XIX
el proceso de automatización de la industria del algodón catalán fue imparable, y los Rosell amasaron una enorme fortuna. A partir de entonces, supieron diversificar las inversiones de forma inteligente y, cuando a la industria textil catalana le llegó la época de las vacas flacas, la familia tenía una sólida posición accionarial en el sector de la banca y en el de la energía eléctrica.

—¿Y la madre de Sigler?

—La familia de Elina Sigler procedía de Estados Unidos, según me explicó Enrique. Judíos askenazis, emigrados de Alemania antes de que Hitler llegara al poder. Controlaban una buena porción de la tarta en el mundo de la banca, y el padre de Enrique la conoció en Nueva York durante un viaje de negocios. Se casaron y él la convenció para venir a vivir a Barcelona. Tuvieron dos hijos, pero la niña que nació antes que Enrique murió ahogada durante un verano en Mallorca. Enrique nunca me explicó los detalles. Ella tenía diecisiete años y Enrique, quince. A partir de entonces, el matrimonio comenzó a distanciarse hasta que, al final, se separaron. Enrique había ido a estudiar a Madrid para huir del ambiente familiar.

—De modo que Trejo y Sigler eran los dos millonarios del grupo.

Diego habló más para sí que para Sergio. Dos gallos en el mismo corral peleando por la misma chica, y resulta que llega un arrogante provinciano cuya familia no tenía más que una zapatería y les birla a la moza. Le costaba admitir que Trejo y Sigler no odiaran a Sergio, aunque no precisamente por humillarlos en los juegos florales sobre Sherlock Holmes.

—En realidad, había un millonario más —le corrigió Sergio—. Bueno, una millonaria: Clara Estévez.

—¿Quieres hablar de ella? Si no te apetece, no importa.

—No, tranquilo. No pasa nada. —Sergio agradeció el buen tacto del policía. Cada vez le caía mejor aquel tipo serio, duro y con pinta de italiano—. A Clara la conocí una noche, después de una de las reuniones del círculo. Cuando Trejo puso en marcha aquella tertulia, concibió el círculo como uno de aquellos clubes ingleses decimonónicos en los que las mujeres no tenían cabida. Se aprobaron unos estatutos que fijaron un número máximo de miembros: siete. Y, por esas razones, Clara no formaba parte del Círculo Sherlock. Pero, en realidad, junto con mi hermano, era la persona que mejor conocía las historias del detective.

—¿No me digas?

Sergio asintió con un movimiento de cabeza.

—Clara es gallega. En aquel tiempo estudiaba bellas artes, además de música y canto, y vivía con su madre, una norteamericana que regentaba una agencia literaria de gran prestigio. Sus padres se habían divorciado, según supe después. Él representaba a una multinacional financiera en Madrid. —Sergio hizo un alto y apuró la última gota del café con hielo—. No te voy a ocultar que gracias a la madre de Clara conseguí abrirme camino en el mundo de la literatura. Es una mujer terrible, te lo aseguro. —Sergio rio—. Todo genio. Parece que hubiera nacido en Sicilia en lugar de Nueva Jersey.

—¿Qué posición tenía Clara en todo ese asunto de Holmes?

—No has leído «Escándalo en Bohemia», ¿verdad?

—No —admitió Diego.

—Sería largo de contar, pero te puede bastar con que te diga que en esa historia se cruza en la vida de Sherlock la única mujer a la que él admiró, y tal vez incluso amó. —Sin poder evitarlo, Sergio sintió como su mirada se empañaba. Trató de controlarse, pero le pareció que Diego había advertido su debilidad—. Aquella mujer, Irene Adler, había nacido en Trenton, la misma ciudad de donde procedía la madre de Clara. Eso había hecho que, desde pequeña, se sintiera atraída por el personaje y también por todo lo que tenía que ver con Holmes. Había ido a Inglaterra varias veces, e incluso algunas fotografías que adornaban el Círculo Sherlock eran suyas. Lo demás, como te dije, era de Víctor. Una colección magnífica, te lo aseguro.

—¿Qué fue lo que pasó en ese relato? —Diego comenzaba a sentirse atrapado por aquellas historias.

—Holmes tenía treinta y tres años cuando conoció a Irene —dijo Sergio, que había vuelto a mirar a la oscuridad de la noche, como si hablara consigo mismo—. Era el mes de mayo de 1887. Ella tenía seis años menos que Holmes, Watson la describe como una mujer de gran belleza, pero al mismo tiempo parece tener celos de ella
[76]
. Se esfuerza, desde el principio de la narración, en negar cualquier posible enamoramiento de Holmes con Irene, a la que llamará desde ese momento «la mujer». Decía que Sherlock era incapaz de enamorarse porque todas las emociones eran despreciadas por su inteligencia, pero…

Sergio dejó el final de la frase en el aire y cayó en una especie de ensimismamiento que pareció alejarlo por completo del hotel y de la compañía del inspector Bedia.

—¿Pero? —preguntó Diego.

—Disculpa —Sergio pareció despertar de un estado hipnótico—, creo que se me ha ido el santo al cielo. ¿Qué me has preguntado?

—Decías que Watson creía que Holmes era incapaz de enamorarse, pero…

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