Si sus sospechas eran ciertas, la policía había ocultado información. Y, si es que estaba en lo cierto, no le parecía extraño que hubieran actuado así. Pero los datos que conocía eran un faro en medio de la oscuridad para alguien acostumbrado a orientarse en el tenebroso mundo del crimen. De modo que faltaban detalles, los detalles más reveladores, y se prometió que encontraría al único hombre capaz de rellenar las lagunas que había creído advertir en la versión oficial. Encontraría a Gregorio Salcedo, el obrero que se había topado con el cadáver de aquella desgraciada, y lograría la entrevista que nadie había sospechado que aquel hombre podía proporcionar.
La plaza donde Serguei vendía sus figuras talladas a mano no era demasiado grande, pero tenía indudables ventajas. Para empezar, siempre había gente en ella. Las cafeterías tenían mesas y sillas ocupando buena parte del suelo público en los días en que no llovía, que eran los menos en aquel final del verano. Además, era un lugar de juego para los niños, y tras los niños estaban sus madres. Y, por último, era un sitio de paso. Todo el mundo pasaba en algún momento por el suelo bermejo de la plaza. Iban y venían. Entraban y salían de la iglesia vecina. Cruzaban hacia la zona comercial. Siempre había gente en la plaza, y las arcadas que la flanqueaban proporcionaban a Serguei cobijo en caso de lluvia y una bondadosa sombra en los días soleados.
Cada mañana extendía su mercancía: crucifijos, imágenes religiosas, animales pulcramente pulidos, casas milagrosamente extraídas de la madera… Y, después, comenzaba a tocar el violín. Más tarde llegaba Raisa, su esposa, e interpretaban los dúos maravillosos que embelesaban a los viandantes.
La gente se preguntaba cómo era posible que aquella pareja que tocaba el violín como los ángeles hubiera caído en el infierno en el que vivían. Pero eran reflexiones breves y desapasionadas, apenas formuladas con el mismo interés con el que se observa el vuelo anárquico de una hoja arrastrada por el viento. Algunos paseantes dejaban unas monedas a su paso; otros murmuraban sin dejar ningún rastro de caridad tras de sí. A unos y a otros los miraba Serguei desde el fondo de sus ojos teñidos de tristeza aún más que de costumbre.
Como el día era largo, solía llevar consigo un tocón de madera y daba forma a alguna nueva figura. Su habilidad con aquel cuchillo enorme llamaba la atención. Sus dedos de músico, tan hábiles arrancando quejidos bellísimos a las cuerdas del violín, se tornaban en garras firmes cuando sujetaban el cuchillo.
Tres hombres se detuvieron a contemplar su obra durante unos instantes. Serguei levantó la vista unos segundos. Uno de ellos vestía un elegante traje negro y una camisa blanca. Se veía que era un hombre de mundo. Los otros dos eran algo mayores que él. Uno era alto y llevaba el pelo rapado; el otro, más bajo, contemplaba con curiosidad a través de unas gafitas de montura de oro cómo trabajaba la madera.
Antes de alejarse el hombre del traje negro le dejó una generosa cantidad de dinero. Sin querer, prestó atención a la conversación que mantenían. A pesar de que su español no era tan bueno como desearía, entendió lo suficiente como para sorprenderse. Parecía absurdo, pero aquellos desconocidos hablaban sobre Sherlock Holmes.
4 de septiembre de 2009
A
quella era la primera vez que Sergio entraba en una comisaría de policía. Resultó ser un edificio mucho más grande de lo que había sospechado. Tiempo después descubrió que allí trabajaban ciento veinte policías.
Al poco de poner sus pies dentro del edificio, salió a su encuentro un agente uniformado de maneras educadas pero firmes. Sergio explicó que tenían cita con el inspector Diego Bedia, y el policía, alto y de hombros fornidos e incipiente barriga, les pidió amablemente que esperaran en una salita de poco más de ocho metros cuadrados amueblada con dos filas de asientos de plástico unidos entre sí y que, por lo que enseguida advirtieron, era la antesala de una habitación donde se formulaban denuncias y se prestaba declaración. En las paredes no había otra decoración que algún póster sobre los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, y el tiempo pareció ralentizarse de pronto. Sergio se fue encontrando visiblemente más incómodo, mientras que Marcos y José Guazo parecían extrañamente relajados.
Su hermano, de vez en cuando, le ponía la mano sobre la rodilla para tranquilizarlo. Sergio siempre había podido contar con él. Marcos jamás le había fallado, y se reprochó a sí mismo una vez más su incapacidad para mostrar cariño hacia los demás. En su relación con Clara, siempre era ella la que más daba, la que se acercaba a él, la que iniciaba el beso. Por supuesto que Sergio amó a Clara, y también quería profundamente a su hermano, pero la habilidad que demostraba escribiendo no era la misma a la hora de compartir sus sentimientos con los demás. Al menos en eso, se consoló, tenía mucho en común con Holmes.
La sala estaba iluminada violentamente por un fluorescente. Aquella inmisericorde claridad delataba aún más la crueldad con la que el paso del tiempo había tratado a su hermano y a su amigo de la juventud. Aunque era cierto que Sergio era dos años más joven que ambos, le pareció que aquello no justificaba su aspecto. Los había encontrado marchitos, en especial a Guazo. Suponía que era la consecuencia de la enfermedad que, según le había informado su hermano, había padecido recientemente. Lo miró disimuladamente y volvió a percibir algo raro en su amigo, pero no sabía de qué se trataba. En un momento dado, la mirada del médico se cruzó con la suya.
—Aún no me lo puedo creer. —Guazo sacudió la cabeza—. El famoso novelista ha vuelto. —Rio, dándose una palmada en la rodilla—. ¡Maldita sea!
Sergio iba a decir algo cuando el policía que los había hecho esperar allí entró en la sala y les pidió que lo acompañaran. Dóciles, los tres salieron tras el agente, que los condujo hasta un ascensor. Aquí y allá Sergio observó algunas puertas que en su imaginación se tornaron la entrada a calabozos y lugares de interrogatorio.
Subieron tres pisos y la puerta se abrió frente a unos despachos. En una mesa estaba sentado un policía de unos treinta años de aspecto atlético, brazos hercúleos y pelo corto de color rubio. Desde la mesa de al lado los contempló un hombre de cabello ensortijado y barba de varios días. Tras esas mesas había una puerta, a la que se dirigió el agente que los escoltaba. El policía golpeó la puerta con los nudillos.
—¿Inspector Bedia? —dijo después de llamar.
De inmediato salió a saludarlos un hombre alto, de ojos negros y una mirada profunda tan atractiva como inquietante. Tenía una espalda ancha, la nariz recta y el rostro pulcramente rasurado, salvo en la zona de la perilla. Sergio, que tenía la costumbre de sacar parecidos a todo el mundo, creyó ver en el inspector a un futbolista italiano cuyo nombre no recordaba.
—Diego Bedia. —El inspector los saludó uno por uno con un apretón de manos firme, al tiempo que parecía analizarlos de arriba abajo—. Pueden pasar, por favor.
Mientras entraban en el despacho del inspector, Sergio sintió clavados en su espalda los ojos de los otros dos policías, el de los brazos de hierro y su silencioso vecino barbado.
—El comisario Barredo me ha dicho que tienen ustedes información sobre el crimen de Daniela Obando —dijo Diego, tras ofrecerles un café que todos rechazaron—. ¿Quién de ustedes es Marcos Olmos?
—Soy yo —dijo Marcos.
—¿Usted es el que trabaja en el ayuntamiento? ¿El que llamó al comisario?
Marcos asintió. Explicó que conocía al comisario Gonzalo Barredo de algunos actos institucionales en el ayuntamiento, que habían tenido la ocasión de hablar un par de veces y que, por esa razón, lo telefoneó.
—Él me dijo que era usted quien estaba llevando la investigación.
Diego asintió en silencio.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que saben?
—¿Qué sabe usted sobre Sherlock Holmes? —Sergio había necesitado toda su valentía para poder hacer aquella pregunta, y cuando se escuchó a sí mismo pronunciándola ante un inspector de policía auténtico y en una comisaría donde se trataba de aclarar un crimen tan horrendo como real, comprendió que acababa de decir una verdadera estupidez.
—¿Cómo dice? —Los ojos negros de Diego cayeron sobre Sergio provocando aún mayor desconcierto en el escritor.
—Holmes. —Marcos salió en ayuda de su hermano—. Ya sabe, el detective de las novelas.
—Me temo que no estoy para perder el tiempo, señores. —La masculina voz de Bedia delató su impaciencia—. Si tienen realmente algo que decir, háganlo ahora o váyanse antes de que todo esto empeore.
Sergio guardó silencio y dejó sobre la mesa del policía el sobre que lo había conducido hasta allí.
—¿Qué es esto? —preguntó Diego.
—La información que habíamos prometido —respondió Marcos.
Las fuertes manos de Diego abrieron el sobre sin vacilar y se encontró con los cinco pétalos de violeta y con la carta, cuyo contenido leyó en voz alta:
En soledad, en el más sombrío Mortuorio, el silencio aparecerá por sorpresa. La única y primera vida está degollada. Mientras tanto, hasta se pudrirá la alegre y más frágil. La pequeña y humilde violeta cae y se desangra y marchita, lánguida, muerta, entre ellos y tus otras dos manos, mi querido Holmes.
—¿Qué coño significa esto? —Levantó la mirada del papel y pareció haber tomado la decisión de ordenar el inmediato ingreso en el calabozo de aquellos tres chiflados.
—Por eso le pregunté primero si sabía algo sobre Sherlock Holmes —se apresuró a responder Sergio—. Esa carta solo tiene sentido si se lee según una clave que aparece en uno de sus relatos.
—«El Gloria Scott» —apuntó Guazo, que hasta ese instante se había mantenido al margen de la conversación—. El mensaje está cifrado.
—Me parece que ustedes no son conscientes de dónde están ni de con quién están hablando. —Era evidente que la irritación de Bedia crecía por momentos—. Tienen treinta segundos para explicarse.
—Está bien. —Sergio respiró hondo y cerró los ojos durante cinco segundos buscando las palabras adecuadas—. Soy escritor. Acabo de llegar de Inglaterra, donde me encontraba escribiendo, o más bien intentándolo, una novela que gira sobre la figura de Sherlock Holmes, pero eso no viene ahora al caso. Lo que a usted le interesa saber es que hace unos días, estando en el museo dedicado al detective que se encuentra en Baker Street, un chico que dijo llamarse Wiggins…
—¡Wiggins! ¿Se da cuenta? —dijo de pronto Guazo, como si aquel detalle fuera de lo más revelador para Bedia, quien lo fulminó con la mirada. Guazo se escondió aún más en el fondo de la silla que le habían asignado.
—Bien —prosiguió Sergio—, aquel chico me entregó esa carta. En el sobre había asimismo esos cinco pétalos de violeta.
—¿Y qué diablos tiene que ver eso conmigo y con mi investigación? —El instinto de Bedia le dijo que tal vez aquella gente no estaba del todo loca, aunque no alcanzaba a ver adónde conducía semejante historia.
—Verá usted —tomó la palabra Marcos—. En abril de 1893, sir Arthur Conan Doyle publicó un relato titulado «El Gloria Scott». —Los datos fluían de la boca de Marcos como si tal cosa, como si los hubiera leído instantes antes o tuviera la información delante de sus ojos—. El caso es que, en ese relato, Sherlock Holmes descifra una nota tan extravagante como la que usted ha leído. Aquella nota decía así:
La negociación de caza con Londres terminó. El guardabosques Hudson ha recibido lo necesario y ha pagado al contado moscas y todo lo que vuela. Es importante para que podamos salvar con cotos la tan codiciada vida de faisanes.
Al escuchar aquello, Diego ni siquiera acertó a decir nada. Sus dudas sobre la cordura de aquellos tres personajes, sin embargo, se habían disipado por completo. Pero antes de que pudiera echarlos a patadas, escuchó algo realmente sorprendente.
—Holmes resolvió aquel mensaje —dijo Sergio, recogiendo el testigo de su hermano— leyendo la primera y la tercera palabras siguientes del texto, y así sucesivamente, de manera que la cosa quedaba de este modo. —Miró a su hermano y este comprendió el juego.
—«La caza terminó. Hudson lo ha contado todo. Vuela para salvar la vida» —recitó Marcos, visiblemente orgulloso de su memoria.
—¿Me están diciendo que esa carta suya sigue el mismo juego de palabras? —preguntó Diego desconcertado.
—Pruebe usted mismo —lo invitó Marcos.
A pesar de su reticencia, Diego comenzó a leer de ese modo (leyendo la primera palabra y luego la tercera siguiente) la, aparentemente, estúpida carta que le habían dejado:
En soledad, en el más sombrío Mortuorio, el silencio aparecerá por sorpresa. La única y primera vida está degollada. Mientras tanto, hasta se pudrirá la alegre y más frágil. La pequeña y humilde violeta cae y se desangra y marchita, lánguida, muerta, entre ellos y tus otras dos manos, mi querido Holmes.
—«En el Mortuorio aparecerá la primera degollada. Hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes» —leyó titubeante Bedia. Aquello era una verdadera locura.
—¿No fue en el Mortuorio donde apareció el cadáver de esa chica? —preguntó Sergio, que de sobra sabía que el número de la calle José María Pereda donde había aparecido Daniela estaba en la zona que popularmente se conocía en la ciudad como el Mortuorio—. Pues si a usted todo esto le sorprende, imagínese a mí cuando leí en Internet la noticia. Hasta ese momento creía que todo era una broma absurda, ¿comprende?
Diego no respondió. Estaba tratando de asimilar aquella información y dio la vuelta al papel. Entonces vio fragmentos de un relato que nada tenía que ver con aquella historia.
—¿Y esto?
—Eso es lo realmente extraordinario —replicó Sergio—. Ese papel es mío; quiero decir que son fragmentos de la novela que estoy escribiendo y que había desechado. Alguien ha escrito esa carta en mi propio ordenador, que yo había dejado apagado, y eso se lo puedo garantizar.
—¿Y quién lo hizo? —Diego citaba abrumado.
—Si usted lo averigua, tendrá a su asesino, ¿no cree?
—Lo que está claro es que alguien ha retado a Sherlock Holmes en la persona de mi hermano —dijo Marcos con absoluta calma—. Si se fija bien, el texto trata de dejar en evidencia a Holmes, puesto que asegura que «hasta la más pequeña violeta se marchita entre tus manos, Holmes». Y no solo eso, sino que anuncia que en el Mortuorio «aparecerá la primera degollada».