La detención del músico ruso no le había hecho bajar la guardia, al contrario que a la policía. Aquel hombre no podía ser el asesino que buscaban. Sergio no lo conocía de nada, de modo que dedujo que no podía ser el autor de los enigmáticos mensajes que él había recibido. Había algo personal en aquellas notas anónimas, y eso no podía olvidarlo. Por otra parte, ¿acaso Serguei Vorobiov era un especialista en Sherlock Holmes?
No. Para Sergio era evidente que aquel hombre no era el criminal. El auténtico Jack estaba en la calle, y había anunciado su próximo movimiento, exactamente igual que lo hizo el primer Destripador en 1888. La carta que Tomás Bullón había reproducido no dejaba lugar a dudas: «En el siguiente trabajo voy a cortar las orejas de la dama y las enviaré a los oficiales de policía solo por diversión».
Pero ¿cuándo tendría lugar el siguiente movimiento de Jack? Por primera vez, Sergio creía que era posible anticiparse al asesino. Por primera vez, Sherlock Holmes parecía intuir por dónde discurría la mente de aquel criminal.
Sergio se reunió con el inspector Diego Bedia una hora más tarde. La cafetería del hotel donde Sergio seguía residiendo, a pesar de las invitaciones que su hermano le había hecho para que fuera a vivir con él mientras permaneciera en la ciudad, estaba muy animada. Aquella misma mañana había llegado un autobús cargado de turistas franceses, los cuales parecían haber sido seducidos de inmediato por el inquietante ambiente que se respiraba en la ciudad. Muchos de ellos comentaban los recientes acontecimientos, sobre los cuales su guía e intérprete les había facilitado información suficiente como para fantasear y jugar, tal vez, a detectives.
Diego se abrió paso entre el grupo de turistas y buscó con la mirada a Sergio, que había tenido la precaución de acomodarse en el rincón más alejado de todo aquel bullicio. Sergio observó a Diego. Parecía cansado, la perilla que se había dejado crecer le daba un aspecto aún más italiano, aunque Sergio no sabía qué era lo que le hacía pensar eso.
Los dos hombres se saludaron. Diego se quitó un gabán verde oscuro. Estaba empapado. En la calle llovía con fuerza.
—Supongo que has leído el artículo de Bullón —dijo Sergio.
Diego dijo que sí. Luego se frotó las manos con fuerza. Tenía frío.
—¿Leíste en el informe que te dimos lo que sucedió después de que Jack enviara la carta conocida como «Querido Jefe»? —preguntó Sergio.
—Cuando leí el artículo de Bullón releí esa parte del informe —respondió Diego—. Jack envió esa carta el día antes del doble asesinato.
Sergio había tenido la precaución de bajar de su habitación la copia del documento sobre los crímenes de Jack que le habían entregado a Diego Bedia.
—Fíjate —dijo, señalando una de aquellas páginas—, el día 1 de octubre de 1888 la Agencia Central de Noticias recibió una postal manchada con lo que parecía sangre y firmada de nuevo por Jack the Ripper. La ortografía de esa postal se parecía mucho a la empleada en la carta «Querido Jefe». Y no solo eso, sino que decía algunas cosas que llevan a pensar que los dos textos eran obra de la misma persona.
Sergio dio la vuelta a la página para que Diego leyera con más comodidad el texto de aquella postal:
No estaba bromeando, querido viejo Jefe, cuando le di el pronóstico, oirás sobre la obra de Saucy Jack mañana doble evento esta vez número uno gritó un poco no pude acabarlo del tirón. No tuve tiempo de conseguir las orejas para la policía. Gracias por mantener la última carta retenida mientras vuelvo al trabajo de nuevo.
—El tipo, que firma de nuevo como Jack the Ripper, aunque en el texto bromea denominándose Jack el Fresco, sabía algunas cosas que la policía no había divulgado —comentó Sergio—. Por un lado, habla de la amenaza de cortar las orejas a la siguiente víctima; en segundo lugar, comenta que se ha producido un «doble evento» y que no pudo terminar su trabajo con la primera de las víctimas. Además, el estilo de la redacción, que deja mucho que desear, emparienta los dos textos.
—Esos detalles solo los podía saber quien hubiera cometido el doble asesinato que ocurrió en la noche del día 30 de septiembre —añadió Diego—. Si la postal se recibió el día 1 de octubre, era evidente que la prensa aún no había dado a conocer los pormenores de lo ocurrido esa noche.
—Exacto. Y mucho menos que a la primera de las dos mujeres que fueron asesinadas, Elisabeth Stride, solo le cortaron la garganta, pero no la degollaron, porque, parece ser, el asesino estuvo a punto de ser sorprendido y tuvo que huir.
—Pero unos minutos más tarde asesinó a una segunda prostituta.
—Catherine Eddowes —añadió Sergio—. Y a ella, entre otras muchas atrocidades, le cortó parte de la oreja derecha.
—¿Qué es lo que estás pensando? —preguntó Diego.
—El Jack Victoriano envió la primera carta antes de cometer el doble asesinato —razonó Sergio—. Y el hombre al que ahora buscáis acaba de enviar una carta que es copia casi literal de aquella misiva. Y también anuncia el siguiente crimen.
—Hasta ahí estoy de acuerdo contigo —concedió Diego—. No creo que el músico ruso tenga nada que ver en todo este asunto, aunque todavía no sé por qué razón se ha declarado culpable, pero, si tú estás en lo cierto y el asesino pretende cometer un nuevo asesinato tras enviar esa carta, seguimos tan a ciegas como antes. ¿Qué podemos hacer?
Sergio entornó los ojos, miró a su alrededor y bajó la voz.
—Tal vez no estamos tan a ciegas. He estado dándole vueltas al modo en que se han producido esos crímenes. —Sergio tosió y se aclaró la voz con un trago de agua—. Daniela Obando fue asesinada el día 31 de agosto, exactamente la misma fecha en que Mary Ann Nichols encontró la muerte. De modo que nuestro Jack cometió el primer crimen el mismo día del mes que su admirado Destripador. Pero el 31 de agosto cayó en lunes, no en viernes, como sucedió en 1888. Es decir, que en esa ocasión nuestro hombre se guió por el día del mes, no por el día de la semana. Y, sin embargo, la última vez que a Daniela se la vio con vida fue el jueves 27 de agosto.
Diego escuchaba con atención a Sergio y anotaba en un cuaderno las conclusiones a las que había llegado el escritor. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y animó a Sergio a continuar.
—El asesinato de Yumilca, en cambio, no ocurrió el día 8 de septiembre, que fue cuando Annie Chapman encontró la muerte, sino el día 12. Eso, naturalmente, arruinaba nuestros cálculos. Nuestro Jack, aparentemente, había roto la pauta que había seguido en su primera actuación. —Sergio tomó otro sorbo de agua—. Pero es posible que mirásemos sin ver. Holmes dijo en una ocasión que él no veía más que lo que veían otros, pero que se había adiestrado para fijarse en lo que veía
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. He tratado de poner en práctica su técnica. —Sergio sonrió—. Como ya te dije, en el segundo crimen el nuevo Jack no se guió por el día del mes, sino por el día de la semana. El asesinato de Chapman ocurrió, en efecto, el día 8 de septiembre, que era el segundo sábado de aquel mes. Y la muerte de Yumilca ocurrió el día 12, porque era el segundo sábado del mes.
—Eso nos lleva… —Diego imaginó las consecuencias que podía tener aquella deducción, si era correcta.
—Nos lleva a tratar de predecir el siguiente movimiento de nuestro Jack —afirmó Sergio—. Aunque tenemos un problema —reconoció—. La noche del doble asesinato de 1888 ocurrió, como sabemos, el día 30 de septiembre. Fue el último domingo de aquel mes. Nuestro problema reside en que no sabemos si ahora nuestro hombre seguirá la pauta del día del mes o del día de la semana.
Y eso nos sitúa ante dos fechas claves: la madrugada del día 27…
—¡El día de las elecciones municipales! —exclamó Diego, consciente del terremoto que se avecinaba.
—Eso es —confirmó Sergio—. Puede ser el día 27, que es el último domingo del mes, como sucedió en 1888. O bien puede ocurrir el día 30, que es miércoles.
—De todos modos —comentó Diego—, es un problema menor. Deberíamos estar alerta en la noche del día 26 al 27 y, si luego no pasa nada, nos centraríamos en el día 30. Pero…
—Pero…
La mirada de los dos amigos se encontró. Ambos habían llegado a la misma conclusión.
—Pero si elige el día 27, la repercusión de los crímenes será mucho mayor y, además —Diego empezaba a vislumbrar algo que le producía escalofríos—, es posible que la noticia de dos nuevos crímenes sirva para dar un vuelco al resultado electoral.
—Hay algún candidato al que es posible que le venga muy bien que se agiten los ánimos en el barrio precisamente ese día —añadió Sergio.
—Alguien que te conoce perfectamente; alguien para quien las aventuras de Sherlock Holmes no tienen secretos.
—¡Jaime Morante! —dijo Sergio.
19 de septiembre de 2009
D
iego comió aquel día en compañía de Marja y de Jasmina en el piso que ambas compartían. Sentirse en el corazón de aquel barrio, sabiendo que en alguna parte un loco peligroso posiblemente estuviera perfilando los detalles de un doble asesinato en aquellas calles, hizo que el inspector apenas probara la comida.
—No puedes estar pensando continuamente en eso —dijo Jasmina, tratando de animar al novio de su hermana.
Diego levantó la vista del plato y miró a la joven. Le dedicó una sonrisa triste y admiró una vez más la belleza de Jasmina. Parecía imposible que ella y Marja tuvieran tan extraordinario parecido a pesar de no ser hermanas de leche.
—¡Cómo no voy a estar dándole vueltas a esos crímenes! —se lamentó Diego—. Estoy seguro de que dos mujeres van a ser asesinadas en breve, y en la comisaría nadie me escucha.
Marja puso sus manos sobre las de Diego.
Aquella misma mañana Diego había explicado al inspector jefe Tomás Herrera el contenido de la conversación que había mantenido con Sergio Olmos y las conclusiones a las que ambos habían llegado. Herrera guardó silencio durante varios minutos. Estuvo sopesando aquella teoría con calma y seguramente evaluando los costes que podía tener el plantearla ante el comisario Gonzalo Barredo. Herrera sabía que Barredo se había dejado seducir por el inspector Estrada.
En la carta que Bullón había entregado en la comisaría no se había encontrado la más mínima prueba que condujera hasta su autor —solo habían aparecido las huellas del propio periodista, y eso era lógico, dado que cuando abrió el sobre desconocía su contenido y tocó la carta sin la menor precaución—. A pesar de todo, el texto de aquel inesperado mensaje no había desbaratado la teoría de Estrada, según la cual el arresto de Serguei Vorobiov era el primer paso para esclarecer el misterio de los crímenes del barrio norte.
Estrada había convencido al comisario de que Serguei estaba implicado en los asesinatos, pero que la mano que había escrito la carta era la misma que había empuñado el cuchillo con el que habían destripado a aquellas mujeres. Serguei colaboró en los crímenes, aseguró Estrada, y ahora encubría la verdadera identidad de su cómplice. Ese era el camino a seguir, según su criterio. Y esa era la línea de trabajo que había aceptado el comisario Gonzalo Barredo.
De modo que Tomás Herrera, después de analizar la información que Diego le había proporcionado, dudó sobre lo que debía hacer. Herrera, como Diego, estaba convencido de que el ruso no tenía nada que ver con los asesinatos, pero tampoco sabía el motivo por el cual se había declarado culpable de algo que no había hecho. En cuanto a la hipótesis de Diego, le parecía perfectamente posible. El hombre al que perseguían conocía a Sergio Olmos, y lo conocía bastante bien. Se había tomado la molestia de entregarle una carta en Baker Street, poniendo en marcha un juego siniestro en el que las piezas se movían siguiendo unas complicadas reglas que guardaban relación con las aventuras de Sherlock Holmes y con los crímenes de Jack el Destripador. Serguei Vorobiov no había oído hablar de Sergio Olmos en su vida. No podía ser el cerebro que hubiera urdido aquella pesadilla.
Sin embargo, Herrera estaba seguro de que el comisario no iba a estar dispuesto a escuchar ni una sola palabra más sobre Holmes, Watson y Jack el Destripador. Durante semanas, aquella línea de investigación había resultado estéril.
Herrera miró a Diego, y volvió a ver en él a un policía honesto e inteligente. Estaba seguro de que en esta ocasión el inspector Bedia llevaba razón, de modo que, a pesar de que sabía que iban a ser derrotados, decidió pedir una reunión con Gonzalo Barredo.
En la reunión, aparte del propio comisario, Tomás Herrera y Diego Bedia, estuvieron presentes los grandes héroes del momento: los inspectores Gustavo Estrada e Higinio Palacios.
El comisario estaba visiblemente a disgusto. No tenía ninguna gana de escuchar teorías fantasiosas, propias de una novela negra, pero por respeto a sus hombres permitió que Diego expusiera su teoría.
—¿Solo hablasteis de eso ayer tú y ese escritor? —dijo Estrada cuando Diego terminó su exposición.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Diego asombrado.
—Estuvisteis reunidos durante casi dos horas, ¿no es cierto? —repuso Estrada, mirando con malicia a Diego. Después, se volvió hacia el comisario—: Dos horas de charla es mucho tiempo, ¿no cree, comisario? Se puede hablar incluso de lo que no se debe.
—Pero ¿qué coño dices? —Diego dio rienda suelta a su enfado—. ¿Me has estado siguiendo?
—Lo que digo —contestó Estrada imperturbable— es que durante esta investigación el periodista Tomás Bullón ha escrito en sus artículos datos que solo podían salir de esta comisaría. Y todos sabemos que ese escritor amigo suyo, Olmos, conoce a Bullón desde hace años.
—¿Crees que soy yo quien le ha pasado la información a Bullón? —Diego estaba fuera de sí—. Eres un hijo de puta.
El comisario Gonzalo Barredo tuvo que intervenir y ordenó silencio a gritos. El inspector jefe Tomás Herrera supo en ese mismo instante que habían perdido la batalla.
El comisario sentenció el asunto. Todos los esfuerzos de la comisaría debían dedicarse a esclarecer el misterio que rodeaba a la declaración de culpabilidad del músico Serguei Vorobiov. ¿Por qué se había declarado culpable? ¿A quién amparaba con su declaración?
En cuanto a la teoría de Diego, no quería oír hablar de aquellas fantasías de detectives de novela nunca más. Herrera seguiría al frente del caso, pero la línea de investigación era la que allí se había decidido.
Diego recordó que la carta que se había recibido era una copia de una de las misivas que supuestamente escribió Jack el Destripador en 1888. Y las heridas de aquellas mujeres eran prácticamente las mismas que Jack infligió a sus víctimas. ¿Tampoco eso se iba a tener en cuenta?