—Supongo que se refieren a «La famosa investigación sobre la muerte repentina del cardenal Tosca»
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y a «El pequeño asunto de los camafeos del Vaticano»
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Aquellas exhibiciones de Marcos terminaban siempre entre cervezas y bromas, festejos a los que su hermano mayor se sumaba con entusiasmo, lo que contribuía aún más a su creciente popularidad en el club y al paralelo descenso de Sergio en la escala de los mitos.
Pero una tarde su pequeño mundo se quebró para siempre. Sucedió un 18 de marzo, ¡cómo olvidarlo! Aún no habían comido cuando recibieron una llamada. Era de su casa. El gesto de Marcos se ensombreció. No era nada frecuente que sus padres les llamaran a esas horas. Cogió el teléfono visiblemente nervioso, aunque trató de que su voz sonara firme. Pero instantes después se vino abajo.
Enterraron a su padre al día siguiente en el cementerio viejo, no lejos de donde los otros zapateros Olmos descansaban contemplando cómo iba cambiando aquella ciudad que ellos conocieron cuando solo era un pueblo y la subida a aquel cementerio era una aventura gótica, pues no había más que un par de casuchas por allí cerca y el resto, sin alumbrado eléctrico, era una galaxia oscura donde, al amanecer, Dios colocaba cada día enormes prados con vacas. Marcos y Sergio habían escuchado a su padre contar que en los años en que Siro era un chaval los niños disputaban entre sí para ver quién de ellos era capaz de subir la cuesta del cementerio y llegar lo más cerca posible del camposanto. Aquellos retos terminaban en el momento en el que cualquier ruido, tal vez producido por un solitario gato, alteraba sus ya tensos nervios y todos salían huyendo convencidos de estar siendo perseguidos por un fantasma.
La situación económica de la familia comenzó a tambalearse, y aunque Violeta se negó a admitirlo hasta que le fue imposible mentir más a su hijo Marcos, que estudió con detenimiento las cuentas familiares, no era posible mantener a los dos hijos estudiando en Madrid. Sin que Sergio pudiera decir nada, Marcos ejerció de inmediato como cabeza de familia, asiendo el timón de aquella nave en calidad de nuevo comandante de los Olmos. Sin dar opción a discusión alguna, decidió que abandonaba los estudios para que Sergio pudiera terminar los suyos.
Y ahí acabó todo.
Se acabaron los días de ambos en el Círculo Sherlock. Finalizó abruptamente la brillante carrera universitaria de Marcos Olmos, repleta de matrículas de honor y sobresalientes. Concluyó bruscamente un camino para él, y comenzó otro: el de tratar de sacar adelante el comercio familiar para poder dar de comer a su familia y permitir que su hermano pudiera estudiar.
Tres años después, con las cuentas familiares saneadas, Marcos optó a una plaza de administrativo en el ayuntamiento de la ciudad y la aprobó sin apenas estudiar. De haber concluido sus estudios universitarios, sin duda podría haber tenido mejores expectativas, pero no parecía que él tuviera mayores pretensiones que las de cuidar de su madre y vivir tranquilamente en una ciudad que, al contrario que Sergio, amaba profundamente.
Luego llegó el éxito literario de Sergio.
Durante los primeros años, la relación entre ambos siguió siendo estrecha. Sergio escribía mucho o los llamaba por teléfono. También solía enviar regalos caros a su madre, e incluso llevó a Violeta de viaje a Roma para que viera el Vaticano, algo con lo que ella siempre había soñado. Pero un día de verano de hacía diez años Violeta murió de puro agotamiento, y el único de sus dos hijos que asistió al entierro fue Marcos, el mismo que había cuidado de ella durante todos aquellos años. A Sergio trataron de localizarlo por todos los medios a través de la oficina de Clara Estévez, su agente literaria, pero cuando al fin pudieron hablar con él en Estados Unidos, ya era imposible que pudiera llegar a tiempo para el entierro.
Casi una semana después de que enterraran a Violeta a la vera de Siro Olmos, su difunto marido, Sergio volvió a casa para visitar la tumba de su madre. Marcos lo miró desde el fondo de una profunda tristeza y finalmente ambos hermanos se fundieron en un abrazo. Pero Sergio fue incapaz de llorar. Compró unas flores preciosas y las colocó en la tumba de sus padres, y luego extendió delante de Marcos un documento legal en el que renunciaba a la herencia familiar. Le dijo que tenía suficiente dinero para vivir y que lo justo era que él, Marcos, siguiera adelante con todo aquello: la zapatería y todo lo demás.
Al día siguiente se marchó y jamás regresó.
Eran las cinco de la tarde cuando Sergio caminaba por el casco viejo de la ciudad. Era un día de septiembre sucio y húmedo, aunque al menos no llovía. La gente iba abrigada, como si el verano fuera ya un maldito recuerdo. Las baldosas de las calles peatonales estaban mojadas aún por el último chaparrón y los edificios antiguos exhalaban un vaho decadente.
En la calle de la Anunciación, Sergio se detuvo. Calzados Olmos. De pronto, le pareció verse a sí mismo saliendo en pantalón corto de aquella pequeña zapatería que tenía delante de él. Casi nada había cambiado, salvo la moda del calzado que se exponía en el escaparate, y la muchacha de poco más de veinte años que lo miró sonriente desde detrás del mostrador.
Sergio esbozó una sonrisa a modo de saludo. Se sacudió de encima el recuerdo infantil y se dirigió al portal situado junto al comercio familiar. Llamó al timbre del primer piso, el situado justo encima de la zapatería, y aguardó la respuesta.
—¿Dígame?
—Marcos, soy Sergio.
Un espeso silencio se prolongó durante unos segundos, como si Marcos estuviera digiriendo la información. Luego, abrió la puerta pulsando el portero automático.
Marcos salió a su encuentro de inmediato. A Sergio le sorprendió su nuevo aspecto, puesto que estaba mucho más delgado —nada quedaba de su enorme corpachón —y se había rapado el cabello. El tono de la piel de Marcos se había amarilleado.
—¿Y eso? —dijo, mirándole la reluciente calva.
—Estaba harto de ver cómo me iba haciendo viejo —bromeó Marcos—. Se me caía el pelo, y no quería verme las canas. Además, ahora está de moda eso de llevar el pelo rapado.
Era la primera vez en su vida que Marcos seguía algún tipo de moda, pensó Sergio, pero tal vez aquellos diez años habían obrado milagros que él aún desconocía, aunque parecía poco probable a la vista de la ropa que llevaba su hermano: un pantalón de corte clásico de color marrón y una camisa de color marfil. Sobre los hombros se había puesto una negra y vieja chaqueta de punto.
Entraron en la casa, un piso enorme, de suelos de madera encerados y pulidos, con muebles pasados de moda y donde los libros aparecían en los lugares más inesperados. Todo estaba igual que siempre, con la novedad de un magnífico equipo de música y una televisión de plasma de muchas pulgadas.
—¡La modernidad ha llegado! —rio Marcos, al observar que su hermano miraba la televisión.
Sergio lo miró de nuevo y lo encontró tan alto como siempre, pero al prestar más atención tuvo la misma impresión que uno tiene al ver un castillo desde la distancia y luego, tras acercarse, verlo más de cerca: en realidad, la construcción estaba mucho más ajada de lo que parecía desde lejos. Marcos había envejecido. Naturalmente, Sergio también. Pero parecía que la inminente llegada de los cincuenta años había hecho estragos en el otrora corpulento hermano mayor. Luego pensó en cuánto lo quería y creyó ver en el fondo de la mirada de su hermano la misma calidez que destilaba en los lejanos años de su infancia, cuando encontraba en él el apoyo que necesitaba o al hermano mayor que lo defendía en el colegio o en la calle.
Durante unos minutos intentaron apresuradamente ponerse al día. Pero pronto descubrieron que no era fácil resumir diez años. Marcos seguía soltero, por supuesto, y conocía lo que le había ocurrido a Sergio con Clara. Realmente, lo sabía medio país, porque las televisiones y la prensa lo habían aireado impetuosamente. Al hablar de Clara, Sergio creyó percibir cierta incomodidad en su hermano, pero no le concedió importancia. ¿La zapatería? Iba relativamente bien, explicó. Daba algún beneficio, aunque él la mantenía abierta por razones más sentimentales que comerciales. En cuanto al ayuntamiento, nada había de interesante. Pura rutina administrativa.
—Seguramente no habrá nadie allí que tenga la capacidad que tú tienes —se lamentó Sergio—. No saben valorarte.
—No empieces con eso —protestó Marcos—. El que no quiere saber nada de valoraciones soy yo. A las tres de la tarde salgo, y que me dejen en paz. Tengo mis libros —señaló las atiborradas estanterías—, y luego soy el secretario de la Cofradía de la Historia —añadió muy ufano.
—¿Y eso qué es?
—Un grupo de estudiosos de la historia local —carraspeó—. Bueno, ya sé que a ti las cosas del pueblo te importan bien poco, pero a mí me encantan, ya lo sabes. Por cierto —añadió mientras encendía una pipa—, ¿sabes quiénes están también en la cofradía?
—Ni idea —respondió Sergio.
—Morante y Guazo, ¿los recuerdas?
—¿No me digas? —Sergio estaba sinceramente sorprendido, y de pronto sintió que aquello podía ser importante—. Claro que los recuerdo, pero me parece más sorprendente que gente que estuvo en el Círculo Sherlock regrese a mi vida de un modo tan curioso precisamente ahora.
—¿Qué quieres decir?
Sergio miró alrededor. El salón familiar parecía el mismo de toda la vida. No podía evitar pensar que en cualquier momento su padre subiría de la zapatería o que su madre saldría de la cocina con algún guiso entre las manos. Salvo la pintura de las paredes, que había sustituido al viejo papel pintado, allí podrían estar sentados él y su hermano en pantalón corto.
—Necesito que me ayudes. —Las palabras salieron de su boca con timidez, consciente de que llevaba diez años sin ver a su hermano y ahora regresaba a él en un momento de apuro.
—¿Qué sucede? —Marcos lo miró con alarma, pero en ningún momento hubo un matiz de reproche en su voz.
Sergio sacó la carta que le habían entregado en Baker Street y la colocó sobre la mesa.
—Vengo de Londres —explicó—. En realidad, de Sussex, de Cuckmere Haven.
—¡Caramba! —exclamó Marcos—. ¡El retiro de nuestro amigo Sherlock!
—Eso es —sonrió Sergio—. Verás, estaba allí con la idea de escribir un libro sobre Holmes; una especie de novela donde pudiera reconstruir lo que sucedió durante sus años perdidos, ya sabes…
—Desde las cataratas de Reichenbach hasta «La aventura de la casa vacía» —dijo Marcos, como si todo el mundo supiera de qué estaban hablando. Pero era evidente que aquello le fascinaba y se inclinó hacia delante—. Muy interesante, ¿y qué tenías pensado? ¿En qué te ibas a apoyar?
—Dejemos eso para otro momento. —Sergio no quería que la conversación se desviara hacia Holmes, porque entonces su hermano se entregaría a alguno de sus debates intelectuales—. El caso es que hace unos días, en Baker Street, apareció un chico, un chaval de menos de quince años, vestido con uno de esos pantalones caídos, una gorra con la visera mirando hacia la nuca,
piercings
y esas cosas, y me dijo que se llamaba Wiggins.
—¡Wiggins! —Los ojos de Marcos parecían a punto de salir de sus órbitas. Chupó con más intensidad su pipa y se retrepó en su sillón—. ¿Cómo es posible?
—Eso pensé yo. Pero lo extraño fue que me llamó por mi nombre y me entregó un sobre con esta carta y cinco pétalos de violeta. —Sergio abrió el sobre y dejó que su hermano la leyera—. Durante unos días no entendí qué diablos significaba todo aquello.
Marcos leyó el extraño mensaje y reflexionó durante unos treinta segundos, al cabo de los cuales exclamó:
—«El Gloria Scott».
Resultaba extraordinario que un hombre fuera capaz de establecer una relación tan inmediata entre aquel extraño escrito y una de las aventuras de Sherlock Holmes, pero a Sergio no le sorprendían las proezas de Marcos en ese campo.
—¡Exacto! —admitió Sergio—. «El Gloria Scott». —Se pasó las manos por el cabello y luego sacó del bolsillo de la americana un recorte de prensa—. Creí que era una broma de alguien hasta que, días después, leí en Internet que se había cometido este crimen aquí.
Marcos cogió el recorte de prensa y su rostro pareció envejecer aún más. Sus dedos largos, ahora mucho más delgados de lo que Sergio los recordaba, tamborilearon sobre la mesa.
—Debemos ir a la policía —dijo, tras reflexionar unos segundos.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Sergio con cierta aprensión—. ¿Me ayudarás?
Entonces Marcos se puso en pie y pareció regresar el hermano mayor de toda la vida, el grandullón inteligente que siempre estuvo junto a él en los peores momentos.
—Por supuesto que sí. —Sonrió y abrazó a Sergio—. Pero antes vamos a ir a ver a Guazo. Esto le va a encantar.
—¿A Guazo? ¿Crees que le debemos contar esto a Guazo?
—No hay problema —lo tranquilizó Marcos—. Tú no has hecho nada malo, y él anda bastante delicado de salud últimamente, y esto le va a resucitar.
Sergio se encogió de hombros.
—Por cierto —dijo de pronto Marcos—, supongo que has reparado en que son cinco pétalos de violeta.
—¿Qué quieres decir?
—«Las cinco semillas de naranja»
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, Sergio —dijo con total naturalidad, como si la vida de cualquiera pudiera desarrollarse en el interior de una aventura decimonónica todos los días—. Habrá más muertes.
—Que habrá más muertes, parece claro —reconoció Sergio—. Supongo que te habrás dado cuenta en cómo murió esa mujer inmigrante. —Señaló con el dedo la noticia del periódico—. Quiero decir lo de las heridas en la garganta y, sobre todo, el sombrero de paja. Está claro el mensaje, pero no se me había ocurrido relacionarlo con «Las cinco semillas de naranja».
—¡Por favor! ¡Es elemental, querido Sergio! —exclamó divertido Marcos.
4 de septiembre de 2009
M
ientras su hermano se vestía, Sergio lo aguardó en el salón. Se levantó y recorrió aquellos viejos muebles con la mirada. Descorrió la cortina y volvió a contemplar la calle, tal y como había hecho miles de veces en su infancia. Solo las manos que sostenían la cortina habían cambiado. Eran las manos de un hombre, no las de un niño. Después se dirigió hacia su antigua habitación. Abrió la puerta con miedo, como si temiera sorprenderse a sí mismo en la pequeña cama en la que dormía. Pero no fue así, porque descubrió que allí no quedaba nada de su infancia. De hecho, su hermano había convertido la habitación en un coqueto despacho. Había una mesa de escritorio sobre la que descansaba un moderno ordenador portátil. Las paredes estaban abrigadas por estanterías que contenían un gran número de libros sobre la historia local y publicaciones que parecía haber editado aquella curiosa Cofradía de la Historia de la que su hermano le había hablado.