Salió de la ducha empapando el cuarto de baño y dejando un rastro de agua por todo el desordenado apartamento. Aspiró profundamente, y se decidió a abrir la ventana. La claridad de la mañana lo zarandeó. Más allá de aquel sucio cristal, Barcelona bullía en plena efervescencia.
Miró su teléfono móvil. Le quedaba muy poca batería, porque no lo había apagado en toda la noche. Había una docena de llamadas perdidas y una enorme cantidad de mensajes. Generalmente, jamás leía los mensajes, pero esta vez hubo algo que le llamó la atención en el que le había enviado Osuna, un joven periodista deportivo al que había conocido en alguna fiesta que ya no recordaba.
El mensaje incluía la fotografía de un periódico regional en el que aparecía una mujer degollada.
«A lo mejor te interesa seguirle la pista a esto», había escrito Osuna.
Y así fue como Tomás Bullón, que tenía muchos más kilos y mucho menos pelo aún que cuando formaba parte del Círculo Sherlock, vio por primera vez a Daniela Obando. Es cierto que él estaba en pelotas y lucía una barriga peluda que no lo hacía en modo alguno atractivo, pero no era menos cierto que la mujer estaba absolutamente muerta y nada de eso tenía para ella la menor importancia.
A la misma hora en que Bullón conocía de un modo tan poco romántico a Daniela Obando, muy lejos de Barcelona, Graciela volvía a poner las cartas sobre la mesa por enésima vez. El tarot se lo había advertido en repetidas ocasiones en los últimos días, desde que vino a su consulta aquella chica, la rubia que trabajaba para el ayuntamiento. Los arcanos le habían hablado de un crimen, pero ella no podía saber dónde ocurriría esa desgracia ni quién sería la víctima. Y, mucho menos, quién podía ser el asesino.
Desde hacía unos días ya sabía al menos el nombre de la mujer asesinada. La prensa había dicho que se llamaba Daniela; que era inmigrante hondureña viuda, y que vivía como podía en el barrio norte, pero Graciela no acertaba a encontrar qué relación podía tener aquella desdichada con la visita de Cristina Pardo a su casa. ¿Por qué había tenido aquella especie de premonición precisamente en su presencia?
Desde hacía un par de días, desde que se enteró de lo del crimen, dudaba sobre lo que debía hacer. ¿Sería prudente ir a ver a Cristina y explicarle lo que le sucedía? ¿Y si no la creía?
Mucho mejor parecían irle en ese momento las cosas al inspector Diego Bedia, porque hacía media hora que su ex, la Bea, le había facilitado una pista con la que no contaban en modo alguno. Y, aunque le escocía tener que cruzar con ella más palabras de las necesarias, cuando le sentó delante a Ilusión olvidó por un momento cuánto le había cambiado la vida por culpa de su exmujer.
La inspectora Larrauri le explicó algo que ya no recordaba sobre prostitución y una redada en no sabía bien qué sitio. En realidad, Diego no le prestó la más mínima atención durante toda la perorata, pero cuando dijo que aquella muchacha que traía del brazo como si fuera un pelele decía conocer a Daniela Obando, todos sus sentidos se pusieron alerta.
Metieron a Ilusión en una sala de interrogatorios y se encerró con ella allí. Desde el otro lado del cristal Murillo y Meruelo escucharon el relato de la prostituta uruguaya, porque resultó que era uruguaya, y que en síntesis arrojó los siguientes datos:
Ella, Ilusión, se había encontrado con Daniela la última noche que había sido vista con vida. Aquella noche a Ilusión la había apaleado un grupo de cafres seguidores de Morante, el político que dio un mitin electoral en el barrio. Al parecer, la gente salía caliente de la cita después de la arenga, abiertamente xenófoba, del político. De manera que, cuando se encontraron con aquella infeliz, le dieron una soberana paliza y la dejaron en paz cuando la fiesta les pareció que decaía.
Entonces apareció Daniela y la recogió del suelo. La ayudó a ponerse en pie y le pidió que se fuera a casa, añadiendo que aquella gente podía volver. Pero Ilusión no le hizo caso, porque necesitaba conseguir dinero para pagar el alquiler. De manera que siguió trabajando, y de hecho le fue bastante bien el resto de la noche.
Cuando pensaba en irse a casa fue cuando vio de nuevo a Daniela.
¿Iba sola? ¿Dónde la vio exactamente? El policía quería saberlo todo y muy rápido. Pero Ilusión habló despacio, recogiendo del fondo de sus recuerdos todo lo que sabía, y lo que sabía resultó no ser tanto como el policía hubiera deseado.
Daniela, explicó la uruguaya, salió de la Casa del Pan y entró en un garito que está en una placita situada tras la iglesia de la Anunciación llamado El Campanario. Los policías lo conocían de sobra. Era un lugar donde todo era posible, desde conseguir droga hasta escuchar buena música o acostarse con una prostituta en alguno de los reservados. Allí no solo iban inmigrantes, sino gente de todo pelaje y condición.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Bedia.
Sucedió que Ilusión la vio entrar allí y estuvo a punto de llamarla, pero no se atrevió a gritar por miedo a que los fanáticos que la habían golpeado anduvieran por la zona, o que otros que no la habían visto tuvieran otras intenciones aún peores con ella, de modo que se marchó. Y allí fue donde vio por última vez a su amiga.
—¿Vio algo más? ¿Vio a alguien?
Ilusión dudó antes de responder que sí, que había visto al cura mayor, a don Luis, por el barrio.
—¿A esas horas de la noche? —se extrañó Bedia.
Ella asintió. Era todo lo que sabía.
No era mucho, pero era más de lo que tenían hasta ese momento. Murillo y Meruelo iban a darse una vuelta por la sede del partido político de Morante para ver si averiguaban algo sobre quiénes habían apaleado a Ilusión, y por la noche se dejarían caer por El Campanario. Diego, por su parte, iba a ir a la iglesia, un lugar que no tenía la costumbre de frecuentar.
En una ciudad del norte de España
4 de septiembre de 2009
E
l mismo día en que Diego Bedia recibía aquella inesperada pista para su investigación y que Tomás Bullón veía con los ojos enrojecidos por la resaca el cuerpo sin vida de Daniela Obando en la fotografía que le había enviado su amigo Osuna, Sergio Olmos había llegado a la ciudad donde nació. Hacía diez años que no pisaba aquellas calles, y lo que se encontró no lo defraudó en modo alguno. Todo seguía igual que siempre, la misma atmósfera decadente, la misma humedad a pesar de estar aún en verano, la misma calma provinciana que tanto odiaba.
Se hizo conducir por el taxista al mejor hotel de la ciudad. No era muy céntrico, pero tampoco las distancias eran tan grandes como para sentirse demasiado lejos de ninguna parte. Prefirió sin duda un hotel que ir directamente a la casa familiar, donde seguía viviendo su hermano, o al menos eso tenía entendido. Todavía no estaba preparado para verlo. Necesitaba unas horas de adaptación al medio. Tenía que ordenar su mente antes de llamar a Marcos, quien, por otra parte, seguramente no estaría en casa hasta más tarde, cuando hubiera acabado su insulsa jornada laboral en el ayuntamiento, donde trabajaba.
La habitación resultó ser excelente, a pesar de sus prejuicios. Era cierto que no tenía el pedigrí de las suites que había ocupado en medio mundo promocionando sus novelas, pero no se le podía poner ningún reparo. Colgó cuidadosamente el Versace y el Gucci que había traído como repuesto para el Armani que lucía, y colocó a su lado cuatro impecables camisas blancas de las mismas marcas. Después, dispuso cuidadosamente los dos pares de zapatos italianos en la parte inferior del armario y dejó el resto de sus cosas dentro de la maleta. Se quitó la chaqueta y la colgó delicadamente en una percha antes de dejarse caer sobre la cama, que resultó disponer de un colchón extraordinariamente reparador.
Durante la siguiente media hora contempló el techo de la habitación con meticulosidad, sin saber por qué. Era como si creyera posible encontrar allí arriba la respuesta al estúpido, y a la vez escalofriante, enigma que lo había llevado de vuelta a casa. ¿Quién había escrito aquella carta? ¿Qué juego era aquel? ¿Por qué había muerto aquella mujer? ¿Quién era aquel chico, Wiggins? ¿Debía ir directamente a la policía? ¿Querría ayudarlo su hermano?
En medio de aquella tormenta de ideas y preguntas apareció de ese modo otra vez Marcos. ¿Qué pensaría él de todo aquello? ¿Habría cambiado mucho? ¿Seguiría fumando en pipa, como era su costumbre?
La verdad es que Sergio estaba posponiendo aquel reencuentro porque, en el fondo, se avergonzaba de su comportamiento. Sabía que su hermano había hecho todo tipo de sacrificios por él, y lo quería sin duda alguna, pero a Sergio se le había ido la cabeza con todos aquellos éxitos suyos. Era cierto que nadie de su familia había llegado tan lejos, y que Arturo Olmos, aquel zapatero que llegó a la ciudad mediado el siglo
XIX
y abrió una zapatería en la comercial calle Ascensión dando inicio a la saga familiar, se hubiera sentido orgulloso de él. Pero seguramente aún más orgulloso se hubiera sentido de Marcos, si lo hubiera conocido.
Aquel zapatero, Arturo Olmos, era el bisabuelo de Sergio.
El abuelo de los dos hermanos heredó aquel negocio familiar y también el nombre del pionero, Arturo. Pero el segundo Arturo Olmos no se conformó con lo que había recibido en herencia, sino que logró ampliar el negocio y, a su muerte, pudo dejar a su único hijo el rico legado de tres comercios.
Aquel heredero afortunado era Siro, el padre de Sergio y Marcos. Sin embargo, en los años setenta las cosas se torcieron y la familia tuvo que vender dos de los comercios. Aquel dinero sirvió, además de para poder mantener a flote el negocio original, para que los dos hermanos pudieran cursar estudios universitarios en Madrid. Primero fue para allá Marcos, y todas las expectativas que tenían sus padres puestas en él se cumplieron por completo. Sus dos primeros cursos fueron tan brillantes como lo había sido su currículo académico a lo largo de su vida.
Dos años después llegó a la capital Sergio, quien, para enojo de su padre, decidió estudiar literatura, en lugar de algo de provecho como Marcos, que había emprendido el reto de terminar economía y ciencias políticas al mismo tiempo. El padre de Sergio nunca comprendió la elección de su hijo pequeño. Pero no tardó el zapatero en reconocer que las calificaciones de Sergio eran casi un espejo de las de su hermano mayor. Con aquel argumento, Violeta, la esposa de Siro, lo calmaba y salía en defensa del hijo menor, que era su ojito derecho.
Marcos y Sergio compartieron piso en los años universitarios. Cuando Sergio ingresó en el Círculo Sherlock, su hermano mayor estaba en el cuarto curso de sus dos carreras y él, en el segundo. Después de aquella primera tarde en la sede de las tertulias literarias, Marcos no había vuelto a aparecer por allí, dado que lo impedía la rigurosa normativa interna de la hermandad. Sin embargo, todo cambió de la manera más inesperada un día de final del invierno.
Más de veinte años después, Sergio veía en el techo de su habitación en aquel hotel los sucesos de aquellos días lejanos, como si alguien proyectara una película.
Guazo entró una tarde como un ciclón en su habitación. Por entonces, a pesar de que él siempre se había mostrado frío y cortante, como acostumbraba, el estudiante de medicina se había convertido en un elemento cotidiano de su vida. Cada vez que podía, se dejaba caer por el piso donde vivían los dos hermanos y se liaba a charlar con ellos sobre los temas más dispares. Pero aquella tarde Guazo traía el rostro demudado.
—¿Te has enterado? —gritó sin mayores preámbulos.
—¿Si me he enterado de qué?
—De lo de Bada. —Guazo jadeaba y abría la boca como un pez fuera del agua. Sergio pensó que debía advertirle que aquel sobrepeso podría traerle graves disgustos.
—¿Qué le ha pasado?
—Que lo han matado, Sergio —bufó, al tiempo que se dejaba caer en una silla y se secaba el sudor con un pañuelo—. Se lo ha cargado un cabrón que lo ha atropellado con un coche y se ha dado a la fuga.
Al parecer había ocurrido la noche anterior, pero ninguno de los miembros del círculo supo nada hasta el mediodía. Por lo que Guazo había ido descubriendo, a Sebastián Bada lo atropellaron en una calle poco transitada, muy cerca del colegio mayor donde vivía. El golpe había sido tan violento que debía haber muerto de inmediato.
La policía jamás dio con el irresponsable conductor, aunque se sospechó durante un tiempo que debía ser algún estudiante que regresaba borracho de alguna fiesta. Pero lo cierto es que no hubo manera de encontrar el coche ni tampoco al criminal.
Todos los del círculo, incluido Marcos, asistieron al funeral, que tuvo lugar en un pueblecito de Ávila de donde era originaria la familia del desdichado estudiante de derecho.
Durante un mes el Círculo Sherlock cerró sus puertas, pero cuando Víctor Trejo creyó llegado el momento de reabrirlas, la primera propuesta que puso sobre la mesa fue solicitar el acuerdo unánime del resto para proponer el ingreso en aquella santa compañía de Marcos Olmos. Todos aceptaron, aunque Morante lo hizo sin el menor entusiasmo, lo cual no extrañó a nadie.
Los dos meses siguientes fueron maravillosos. O al menos a Sergio se lo parecían ahora, tal vez porque lo que sucedió después ensombreció el resto de su vida estudiantil. Pero aquellos dos meses posteriores al ingreso de Marcos en el círculo fueron fantásticos, y eso que él quedó relegado a un humilde segundo plano en las reuniones, porque toda la atención se desvió de él a su hermano, algo que pareció complacer muchísimo a Morante y a Bullón, los cuales, era obvio, no tenían a Sergio presente en sus oraciones.
A Marcos le podían preguntar cualquier cosa peregrina y él respondía después de chupar parsimoniosamente su pipa. Aún recordaba Sergio una ocasión en la que Víctor lo quiso poner a prueba preguntándole si era capaz de decir cómo se llamaba el fumadero de opio en el que Watson encuentra a Holmes caracterizado como un vejete en «La aventura del hombre del labio retorcido»
[49]
.
—Por supuesto —respondió sin la menor vacilación Marcos—, El Lingote de Oro, en Upper Swandam Lane, una calle que, por cierto, creo que jamás existió en Londres.
O cuando quisieron acorralarlo obligándole a decir qué dos casos investigó Holmes por encargo del mismísimo papa León XIII, a sabiendas de que ninguno de los dos se narran en las aventuras publicadas y que solo se mencionan de pasada en ellas.