—¿Cuál fue la razón? Espero que comprenda que debo preguntarle esto —dijo Diego, siempre más afable y comedido que su jefe.
—Lo entiendo. —Sergio comenzó a sentir un calor incómodo sin saber por qué—. Un día descubrí que ella se había marchado y que había entrado en mi ordenador y había copiado una novela que yo tenía muy avanzada. —Sin poder evitarlo, sus ojos se perdieron entre los recuerdos, muy lejos de la comisaría—. Gracias a esa obra, Clara ha recibido hace poco el Premio Otoño de Novela, uno de los más importantes que se conceden en España. A lo mejor lo han visto en las noticias. —Miró a los policías con curiosidad, pero los dos hombres parecían ajenos a las noticias que interesaban en el mundillo de Sergio Olmos.
—De modo que su expareja le robó la idea para un libro y le dejó plantado. —En el tono de Herrera se advertía cierto tono jocoso que no gustó a Sergio ni tampoco a Diego.
—¿Nos puede dar el teléfono de su antigua compañera? —preguntó Diego.
Sergio lo escribió en una hoja de papel, y añadió dos palabras más.
—William Escott. —Diego leyó lo que Sergio había escrito—. ¿Qué significa esto?
—La clave para que puedan acceder a mi ordenador —confesó Sergio.
—¿Tiene algún significado especial? —quiso saber Tomás Herrera.
Sergio miró al policía con desgana. Suponía que había interpretado durante la conversación el papel de tipo desagradable a propósito para que Diego apareciera como el hombre en quien uno puede confiar, de modo que se esforzó por ser amable.
—El famoso detective se llamó, en realidad, William Sherlock Scott Holmes —explicó—. Y, además de su capacidad para la observación y para la deducción, tuvo un talento especial para la interpretación artística. De hecho, en numerosas aventuras consigue engañar a los maleantes empleando diferentes trucos, entre ellos el disfraz. Tenía al menos cinco escondites en Londres que empleaba para disfrazarse según fuera preciso para la resolución de los casos, y eso lo aprendió en sus tiempos de actor.
—¡Holmes, actor! —exclamó Herrera, quien, a pesar de su aspecto brusco, parecía seducido también por aquella historia.
—Ya lo creo —sonrió Sergio. Parecía estar al fin relajado ahora que de nuevo pisaba terreno conocido—, de hecho formó parte de la Compañía Shakesperiana Sasanoff, con la que realizó una gira por Estados Unidos entre 1879 y 1880. Se cuenta que fue un magnífico Casio
en Julio César
, aparte de encarnar a Mefistófeles en
Fausto
y otros papeles notables.
—¿Y qué tiene que ver todo eso con la clave de su ordenador? —quiso saber Diego.
—Durante esa época, su nombre artístico fue William Escott, con «E» —aclaró Sergio—, derivado de su verdadero nombre: William Sherlock Scott Holmes.
Les entregó su ordenador y ellos le prometieron devolvérselo en el plazo de tiempo más breve posible. Después charlaron en un tono más distendido sobre algunos aspectos de la vida de Holmes, sobre los tiempos universitarios del Círculo Sherlock y sobre todos los que lo integraron. Los policías mostraron especial interés en la figura de Jaime Morante, lo que a Sergio le pareció lógico dado que, por lo que su hermano Marcos le había dicho, ahora era un político notable en la ciudad que aspiraba a convertirse en alcalde.
La entrevista se saldó con sendos apretones de manos. Parecía que los dos policías habían despejado las dudas que pudieran haber tenido sobre la versión de Sergio.
—Por cierto, ¿por qué insinuó usted ayer al inspector Bedia que tal vez no habíamos contado todos los detalles del asesinato?
Era evidente que Tomás Herrera tenía la virtud de desarmarlo cuando menos lo esperaba. La pregunta había caído como una losa justo cuando estaba a punto de salir por la puerta del despacho de Diego Bedia.
—Es una bobada —respondió Sergio. Quería marcharse de allí cuanto antes—. Llegué a tener una teoría, pero me parece demasiado delirante.
—¿Más delirante que una carta escrita en un código sacado de una aventura de Sherlock Holmes? —Herrera sonrió.
—Sí, supongo que sí. —Sergio le devolvió la sonrisa.
—¿No la va a compartir con nosotros?
—No, creo que no. —Dudó unos instantes y finalmente añadió—: Salvo que esa mujer llevara encima un peine, un pañuelo blanco y un pedazo de espejo roto.
Los dos policías eran suficientemente veteranos en el oficio como para poder disimular, pero ambos sintieron el comentario de Sergio como un puñetazo en el estómago. A pesar de todo, lo encajaron de un modo impecable, y Diego consiguió responder de una manera convincente.
—Creo que no. No llevaba nada de eso encima.
Sergio los miró atentamente y creyó percibir el aleteo de una duda durante unos segundos, pero no podía estar seguro.
—No saben cuánto me alegro —respondió. Luego saludó con la cabeza a Murillo y a Meruelo, que estaban sentados ante sus mesas, y se dirigió hacia el ascensor. Sintió que el ambiente de la comisaría lo asfixiaba. Si se hubiera girado, habría sorprendido a los dos inspectores de policía totalmente descompuestos.
6 de septiembre de 2009
D
iego había dormido en casa de Marja. Jasmina trabajó aquella noche en el pub hasta altas horas de la madrugada. Cuando acabó la jornada, se dejó convencer por unos amigos para ir de fiesta a una de esas salas que cierran al amanecer. Antes de llegar a casa desayunó en una cafetería y fue allí donde leyó la noticia: «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante».
El artículo era extenso y parecía muy bien documentado. Lo publicaba uno de los periódicos de mayor tirada a nivel nacional. Jasmina compró un ejemplar. Suponía que Diego aún no se habría enterado de lo que aparecía en el periódico.
Diego estaba en la ducha cuando Jasmina llegó. Marja todavía estaba en la cama, pero despierta.
—Tienes cara de felicidad —bromeó Jasmina.
—Y tú pareces un vampiro, con esas ojeras.
—¿Y Diego?
—En la ducha. —Marja advirtió algo extraño en su hermana—. ¿Qué sucede?
—Mira esto. —Dejó caer el periódico sobre la cama.
Diego entró en la habitación con la toalla alrededor de la cintura. Las dos hermanas le miraron con expresión preocupada. Él las contempló durante unos segundos con atención. Resultaba sorprendente cuánto se parecían las dos, a pesar de no ser hermanas realmente. Su estatura estaba por encima de un metro setenta, tenían el cabello de color rojo y la piel clara. Sin embargo, había diferencias si se observaba con atención. Jasmina era un poco más delgada, y su manera de moverse era menos grácil, más masculina quizá.
—¿Qué sucede? —preguntó Diego.
—Mira lo que publica este periódico.
El inspector de policía leyó el titular y sintió que sus piernas se aflojaban. «La policía ocultó información sobre el asesinato de una mujer inmigrante». El articulista se hacía eco de la rueda de prensa que el comisario Gonzalo Barredo había ofrecido días antes explicando aquellos aspectos del crimen de Daniela Obando que se habían decidido hacer públicos. Entonces se estimó que era mejor no detallar el resto de las heridas que la joven había sufrido para no alarmar aún más a la población, y porque podría ser de interés estudiar el perfil del hombre que era capaz de hacer algo así sin que nadie supiera en qué línea trabajaban. Pero aquel periodista parecía haber accedido a información reservada. Lo sabía todo.
Jack el Destripador ha vuelto, o al menos eso parece. El crimen de Daniela Obando, una joven hondureña que apareció muerta recientemente en un pasaje oscuro de la zona que en la ciudad se conoce popularmente como el Mortuorio, parece obra del célebre asesino que sembró el terror durante el otoño de 1888 en el East End londinense.
La policía ocultó información sobre lo que realmente le sucedió a Daniela Obando. No solo le rebanaron la garganta con dos terribles cortes, sino que su cuerpo sufrió casi exactamente las mismas mutilaciones que padeció Mary Ann Nichols, también llamada Polly Nichols, y que fue la primera víctima (o tal vez la tercera) de Jack el Destripador.
A pesar de que gran parte de los informes sobre los crímenes de Jack desaparecieron de forma enigmática, las informaciones de la prensa de la época y las declaraciones de algunos policías permiten reconstruir el informe forense de lo que le sucedió a Mary Ann Nichols el 31 de agosto (el mismo día en que Daniela fue encontrada muerta) de 1888.
Polly Nichols, una prostituta de cuarenta y cuatro años, apareció ese día asesinada en un callejón de Whitechapel llamado Buck's Row, hoy conocido como Durward Street. Le faltaban cinco dientes y mostraba una laceración en la lengua. En la mandíbula apareció un moratón, tal vez producido por la fuerza con la que el asesino la asió por la espalda para degollarla. Las dos heridas que mostraba en la garganta eran exactamente iguales a las que Daniela Obando tenía en su cuello. Un corte era menos profundo y grande que el otro, que había llegado a seccionar los tejidos hasta llegar casi a las vértebras. Las heridas fueron producidas por un cuchillo u otro tipo de arma blanca de filo largo. La policía dudó entonces sobre si el crimen había tenido lugar en aquel callejón o había sido llevada hasta allí desde la verdadera escena del crimen, dado que no se encontró demasiada sangre, al menos en un primer momento. Más tarde, al levantar el cuerpo de la desdichada, sí se observó la presencia de una mancha de sangre en el suelo.
La policía de la ciudad ocultó algunos detalles del crimen de Daniela Obando que lo hacen aún más atroz y que lo emparientan con el de Polly Nichols. Como esta última, a Daniela le practicaron una salvaje herida en el abdomen. Era muy profunda y atravesaba amplias capas de tejido. Desde la pelvis se había rajado el cuerpo hasta las mamas, y los intestinos se asomaban a través de los labios de la herida. Se habían producido también otros cortes en la zona genital hasta completar la salvaje agresión. El asesino, además, arrancó cinco dientes a Daniela, seguramente para lograr que su cuerpo mutilado se pareciera aún más al de Polly Nichols. Por último, dejó junto al cadáver un sombrero de paja forrado de terciopelo negro. La policía no ha sabido entender ese mensaje del asesino, o si ha sabido lo ha ocultado.
Ese detalle es terriblemente esclarecedor, porque junto al cuerpo de Polly Nichols fue encontrado precisamente un sombrero de paja recubierto de terciopelo negro que la prostituta había mostrado orgullosa horas antes de morir en la pensión de mala muerte en la que había dormido los últimos días de su vida.
La policía deberá aclarar en las próximas horas las razones por las cuales ocultó estos detalles del crimen de Daniela Obando y si tiene alguna pista de quién pudo haber cometido un crimen como este. De momento, el distrito norte de esta ciudad tiene algo más en común con el East End del Londres victoriano: no solo hay prostitutas, patios sucios, callejones oscuros y mafias que se mueven a su antojo; ahora también cuenta con su propio Jack el Destripador.
Diego se dejó caer en la cama. El artículo era demoledor, y lo más inquietante es que toda la información era correcta. ¿Cómo había conseguido Tomás Bullón, el periodista que lo firmaba, aquellos datos? Solo había dos opciones, o bien había logrado que Gregorio Salcedo, el vecino que encontró el cadáver, se lo contara, o había accedido de algún modo al informe forense preliminar. La segunda posibilidad le daba más vértigo que la primera, de modo que prefirió creer que Salcedo había cobrado una buena cantidad de dinero por romper su compromiso de guardar silencio.
¡Jack el Destripador! Pero ¿qué coño decía aquel tipo? Y, por cierto, ¿dónde había oído el nombre de aquel periodista? Había que localizarlo de inmediato.
—¿Es cierto lo que dice el periódico? —preguntó Marja, acariciando la espalda aún desnuda de Diego. Jasmina se disculpó diciendo que estaba agotada y que se iba a dormir.
—Totalmente cierto. —Miró a la joven pelirroja y le besó los labios suavemente.
—¿Y por qué no dijisteis todo lo que sabíais?
—Se pensó que era innecesario dar los detalles más escabrosos —explicó Diego mientras se vestía—. ¿Para qué necesitaba saber la gente que a esa pobre muchacha le habían rajado de ese modo y que los intestinos estaban al aire? Además, tal vez ese comportamiento del criminal nos permitiría encontrarlo más fácilmente.
—¿Qué va a pasar ahora?
—No lo sé —reconoció Diego. Se calzó los zapatos y miró a su novia—. Pero te aseguro que habrá jaleo.
Ajeno por completo a los problemas que se le venían encima a la comisaría de la ciudad, Sergio Olmos aguardaba la llegada de su hermano Marcos y de José Guazo. Era casi la una de la tarde y Sergio suponía que no tardarían en llegar. Iban a comer juntos, y para Marcos los horarios de la comida eran sagrados.
Miró por la ventana. Por fin, un día que parecía sonreír. Entre las nubes asomaba el sol y los prados verdes rezumaban vida. La idea de comer juntos había sido de Guazo. El bueno de Guazo, salvo cuando consideraba que se ofendía a Watson, siempre se había alineado junto a Sergio en los viejos tiempos del Círculo Sherlock, cuando las discusiones podían comenzar por el detalle más nimio. Pero en los últimos años el médico había sido para Sergio una imagen borrosa, un retrato al que el paso del tiempo había deteriorado hasta emborronar sus facciones. Pero resultaba que, por una u otra razón, los últimos días aquel retrato había recuperado su color.
Una semana antes, el recuerdo de su viejo amigo estuvo presente en Sergio mientras caminaba por Paddington, como ya le había sucedido cuando rastreaba Kensington el día antes. Londres mostraba aquella mañana un rostro más sombrío que en los días precedentes. Las nubes aparecían grises y compactas, y la temperatura había bajado notablemente. La gente que iba y venía por las calles, o que se amontonaba en el metro cuando lo tomó Sergio, se había abrigado. También él lo había hecho, pero estaba dispuesto a seguir con el programa que se había propuesto realizar en Londres antes de regresar a su refugio de Sussex. Y aquel era un día especial, porque iba a regresar, una vez más, a Baker Street.
Sin embargo, había decidido ir primero hasta Paddington. Desde allí caminaría hasta Baker Street. John Hamish Watson había vivido en aquella zona después de contraer segundas nupcias, y Sergio quería tomar algunas notas, e incluso tal vez intuir dónde tuvo casa y consulta el doctor.