Y, finalmente, estaba José Guazo.
—Watson era un compatriota valiente, que se alistó en el ejército. Era médico cirujano, no es un estúpido como Holmes nos lo presenta con frecuencia. Era un buen escritor, y poseía una excelente biblioteca. Se había graduado en una universidad de prestigio como la de Londres y no dudó en jugarse la vida en más de una ocasión por Holmes —argumentaba, no sin razón—. ¿Cuándo os daréis cuenta de que si Holmes existe es porque Watson lo ha creado?
En los momentos más acalorados, Guazo perdía la compostura. Resultaba sorprendente escucharlo gritar que no fue Doyle, sino Watson quien, en realidad, publicó en diciembre de 1887
Estudio en escarlata
, dando inicio a la saga holmesiana.
—¿Acaso Doyle era el seudónimo de Watson? —se burlaban los demás.
—No, simplemente Watson es Doyle, o Doyle es Watson.
—Y las aventuras que no escribió Watson, ¿a quién se las debemos? —solía argumentar Sigler
[14]
.
De modo que para Guazo no era cierto que Holmes fuera un tipo real, como soñaba Trejo, sino un personaje de ficción construido por un médico humilde, que era el verdadero corazón de aquellas historias. ¿Doyle había creado a Watson? ¿O acaso Watson era Doyle? Por encima de la respuesta a esas preguntas estaba la pasión del joven estudiante por John Hamish Watson.
Pero, para desgracia de Guazo, Sergio no compartía en modo alguno su hipótesis.
—Voy a demostrarle su propia ignorancia —acostumbraba a decirle Sergio en las reuniones del círculo, echando mano del mismo tono condescendiente y burlón que Sherlock empleaba con Watson
[15]
, hasta el punto de afearle cada vez que podía el estilo con el que había redactado
Estudio en escarlata
.
Entonces Sergio tomaba la palabra y era capaz de recordar detalles increíbles en los que demostraba las habituales torpezas del compañero del detective.
—Tampoco debemos fiarnos mucho de un tipo como Holmes —contraatacaba Guazo—. Ya sabemos que nunca mostraba el más mínimo reconocimiento a quien le daba información
[16]
, de manera que quizá lo único que pretendía con sus pullas era restar importancia al hombre que le había dado la vida en realidad.
Habían transcurrido más de veinte años desde aquellas reuniones del Círculo Sherlock. Muchas cosas habían cambiado alrededor de Sergio. Para empezar, la literatura lo había convertido en millonario. Cinco
best-sellers
consecutivos lo habían aupado a una posición envidiable al alcance de muy pocos escritores. Nos referimos a ese momento en que el autor puede escribir lo que se le antoje y a todos les parecerá que sus ideas son brillantes y su prosa, fantástica. Ahora eran las editoriales las que se lo disputaban.
Su imparable éxito literario había comenzado precisamente en el tiempo en el que frecuentó el Círculo Sherlock. Aunque su primera novela —publicada por una editorial menor que no supo confiar en ella —pasó sin pena ni gloria, con la segunda fue reconocido, a pesar de su juventud, como uno de los autores más prometedores del panorama literario del país. Eso sí, a ello contribuyó decisivamente Clara Estévez, si bien ese era un detalle que Sergio no estaría dispuesto a reconocer jamás. Y menos ahora, cuando se esforzaba por imaginar que los veinte años de vida junto a ella habían sido también pura ficción; un sueño del que, afortunadamente, ya no quedaban siquiera las inconexas imágenes que solemos tener del mundo onírico al poco de despertarnos.
Pero había veinte años de vida en común imposibles de soslayar, por más que él lo deseara. Había compartido su cama y su vida con aquella mujer que aparecía en la fotografía del periódico que tenía frente a su despacho. La mujer aún conservaba la sonrisa más cautivadora que un hombre podía desear. Sus ojos azules, su cabello moreno y sus labios carnosos seguían exactamente igual que cuando rompió con ella. La única diferencia era que Clara, la antigua agente literaria de Sergio, se había convertido en una celebridad como novelista.
El aroma del mar ayudó al escritor a creer que, de verdad, Clara Estévez había quedado atrás en su vida. Los separaba el canal de la Mancha, kilómetros de tierra y un infinito dolor.
Y, ahora, ahí estaba él, en los mismos escenarios que asistieron a los últimos días de su héroe de juventud. Ahora que era rico e influyente en el mundo literario, se había decidido a dar rienda suelta a un viejo anhelo: escribir la vida secreta de Sherlock Holmes, desvelando todo aquello que los más apasionados seguidores del detective siempre anhelaron saber. Pero el motivo de una empresa literaria de esa envergadura merece ser explicada al menos sucintamente.
El día 24 de abril de 1891 Holmes fue a visitar a su amigo Watson. Aquel año, Watson vendió la consulta médica que tenía abierta en Paddington y regresó a la de Kensington, donde había vivido durante su primer matrimonio. Y es que, al contrario de lo que muchos no iniciados creen, el detective y el médico no vivieron siempre juntos. Durante los años en que duró su amistad, cuyo inicio debemos fechar en enero de 1881 —cuando Holmes tenía veintisiete años y el doctor, siete años más que él—, John Watson contrajo matrimonio en tres ocasiones.
Desde que Watson se casó por segunda vez y reemprendió la práctica médica, la relación entre ambos había menguado
[17]
. De vez en cuando, Sherlock lo visitaba. Pero desde el año anterior, el doctor apenas había tenido relación con su amigo. Watson seguía las andanzas del detective por la prensa, de modo que su sorpresa estaba más que justificada cuando lo vio entrar en su consulta aquella noche del 24 de abril.
Holmes se mostraba inquieto y pidió a Watson que cerrara las contraventanas. Temía ser alcanzado por el disparo de un fusil de aire comprimido, explicó. Por lo visto, había logrado desmantelar la red delictiva de su máximo opositor, James Moriarty, y sabía que querían asesinarle. De hecho, ya lo habían intentado varias veces aquel mismo día.
Holmes pidió ayuda a Watson para huir de Londres mientras la policía ultimaba los detalles de la gran redada. El doctor se aprestó a colaborar, e incluso lo acompañó en un viaje que arrancó en Victoria Station a bordo del Continental Express —ajenos al incendio que destrozó sus habitaciones de Baker Street —y que finalizó en las cataratas de Reichenbach, en los Alpes suizos. Allí, Holmes y Moriarty pelearon a brazo partido y ambos cayeron al fondo del abismo. Holmes había muerto, y así lo publicaron los medios de comunicación, aunque no se había encontrado su cuerpo. El
Journal de Genève
del 6 de mayo de 1891, un despacho de la agencia de noticias Reuter del que se hicieron eco los periódicos ingleses el 7 de mayo y sobre todo unas insultantes cartas del hermano del criminal Moriarty en las que ofendía la memoria de Holmes fueron las únicas informaciones sobre tan trágico acontecimiento.
Precisamente, esas cartas ofensivas impulsaron a Watson a tomar la pluma y relatar cuanto sabía de la muerte de Holmes, ocurrida el día 4 de mayo de 1891. El relato apareció publicado en
The Strand Magazine
en mayo del año siguiente. Por entonces, Watson había enviudado por segunda vez.
Sin embargo, para sorpresa de todo el mundo, y en especial del bueno de Watson, tres años después, en 1894, ocurrieron cosas asombrosas.
El 30 de marzo de ese año el segundo hijo del conde de Mynooth, Ronald Adair, fue asesinado entre las once y las doce de la noche, en extrañas circunstancias, en su casa del número 427 de Park Lane. Watson, tras sus aventuras con Holmes, se había aficionado a leer los sucesos, y leyó con sumo interés las noticias sobre tan enigmático crimen. Atraído por aquellos hechos, el jueves 5 de abril atravesó Hyde Park y llegó hasta Park Lane dándole vueltas a lo que allí había ocurrido. De pronto, tropezó con un anciano vendedor de libros. Y, para su asombro, poco después, el anciano apareció en la puerta de la consulta del doctor y se desprendió de lo que no era sino un disfraz. ¡Era Holmes!
Esos hechos, narrados en «La aventura de la casa deshabitada»
[18]
, han arrojado a lo largo de los años a todos los holmesianos a un abismo: ¿dónde estuvo Sherlock Holmes entre el día 4 de mayo de 1891 en que cayó al precipicio en las cataratas Reichenbach y el día 5 de abril de 1894 en que reapareció en Londres ante un pasmado Watson? ¿Era posible rellenar la vida secreta de Holmes? Algunos autores lo habían intentado, pero lo que Sergio Olmos se proponía era verdaderamente audaz y solo podía tener la forma de una novela. Una novela cuyos cimientos se los había ofrecido en bandeja el propio sir Arthur Conan Doyle en uno de aquellos memorables relatos, titulado «El problema del puente de Thor»
[19]
. En ese relato había encontrado un dato aportado por John Watson que permitía a un novelista comenzar los cimientos de una narración fantástica (o tal vez no tan fantástica) y aguardar a que el lector se aviniera a ser el perfecto cómplice que todo escritor desea encontrar entre su público.
Como la vida lo había alejado de Clara para siempre, nada lo retenía en España. Había decidido hacer realidad el viejo sueño y escribir la novela que más le apetecía construir. Para ello, se había propuesto visitar cada uno de los escenarios de la vida de su héroe de infancia y juventud, y recorrer los mismos parajes en los que tuvieron lugar las populares aventuras. Y, para dar forma a aquella quimera literaria, ningún otro sitio le pareció más propicio que aquella casita de Sussex, frente al mar.
Sergio caminaba despreocupadamente por la playa contemplando los imponentes acantilados blancos. Tal vez fue en esa misma playa, se decía, donde Holmes se enfrentó a uno de los problemas más extraordinarios de su carrera, «La aventura de la melena del león»
[20]
. Allí, al sur de los Downs, Holmes pasaba sus días de retiro en una casita —a Sergio le gustaba imaginar que tal vez la casa del detective no fue muy distinta a la que él mismo había alquilado, o incluso quizá fuera la misma, puesto que la dueña le había dicho que tenía más de cien años de antigüedad—, en compañía de la vieja ama de llaves de Baker Street, la impagable señora Hudson.
Sherlock se había retirado a aquel bucólico paraje abandonando definitivamente su profesión en noviembre de 1903, a la edad de cuarenta y nueve años. Su propósito era dedicarse al estudio de la apicultura, si bien no pudo evitar participar aún en tres casos más, aunque solo dos de ellos fueron narrados
[21]
.
¿Por qué Holmes abandonó su forma de vida en 1903? ¿Realmente no había ya ningún problema criminal suficientemente estimulante para su extraordinario cerebro tras haber acabado con James Moriarty y con su cómplice, Sebastian Moran?
Por aquel entonces, John Watson apenas lo visitaba ya. La ausencia de quien había sido el principal narrador de sus aventuras obligó al propio Holmes a redactar el insólito problema en que se vio involucrado. Y el detective, que siempre había criticado los relatos de su amigo por considerarlos sensacionalistas al estimar que reducían demasiado las deducciones nacidas de la lógica en beneficio de detalles aventureros, debió tomar la pluma y contar unos hechos ocurridos durante el verano de 1909.
Pero ¿por qué se había retirado Sherlock Holmes de la vida pública?
En su futuro libro Sergio iba a jugar con una hipótesis que otros autores
[22]
habían manejado y que, mirándose a sí mismo, le parecía que se ajustaba a su situación como un singular guante: Holmes se había recluido en aquel rincón del sur de Inglaterra en noviembre de 1903 porque un mes antes, el día 8 de octubre, había muerto en Trenton (Nueva Jersey), donde nació, la única mujer que lo derrotó y a la que siempre profesó el único amor que un hombre como él podía ofrecer.
Sergio miró el mar. Las olas de aquella tarde cálida de verano, al retirarse, arrastraron mar adentro la arena y el dolor que el mero recuerdo de Clara Estévez producía en su corazón.
En una ciudad del norte de España
26 de agosto de 2009
D
aniela Obando miró por la única ventana de su habitación. Era un día gris, más propio del otoño que del verano, pero ya se había acostumbrado al tiempo melancólico del norte, donde el cielo lloraba casi con tanta frecuencia como ella lo había hecho durante los últimos tres años.
Era el día de su cumpleaños, pero nadie más que ella lo sabía en aquella ciudad. No había velas que soplar ni nada que celebrar. Sus ojos de color café estaban permanentemente untados de sufrimiento desde la muerte de su esposo, ocurrida tres años antes.
William Rubén Vargas había llegado desde su Honduras natal con la ingenua decisión de roturar en la madre patria un futuro mejor para él y para su esposa, a la que había dejado en su país hasta conseguir una situación holgada que le permitiera traerla a España. Sin embargo, no tardó mucho en comprender que los sueños no hacen amistades con nadie, y menos aún con los inmigrantes.
Durante dos años, William trabajó de casi todo. Si no fuera porque pasaba inadvertido para todo el mundo, se le hubiera podido ver fregando platos en un restaurante de poca monta en Madrid, y luego ampliando su currículo durante los veranos de la Costa del Sol como camarero nocturno y albañil diurno. En esos dos años, comiendo poco y padeciendo mucho, ahorró lo suficiente como para poder traer junto a él a su esposa Daniela. Pero, antes, preparó con esmero un piso minúsculo en una ciudad de provincias, adonde fue a parar respondiendo a una oferta de empleo de una empresa de trabajos verticales.
El piso no era gran cosa: un saloncito comunicado por una barra americana con la minúscula cocina, un único dormitorio y un aseo provisto de una ducha. Pero estaba limpio y el alquiler era asequible. A William Rubén Vargas le parecía el mejor lugar del mundo, especialmente si lo podía compartir con el calor de su añorada Daniela.
Ella llegó a España un miércoles. Él falleció en un accidente laboral dos días después. Daniela oyó a gente desconocida que le decía que lo ocurrido era inexplicable. Nadie sabía cómo había sido posible el fallo del sistema de seguridad, pero el caso irrefutable era que William Rubén Vargas había caído a plomo desde una altura de quince pisos hasta la tierra de la madre patria.
¿Indemnizaciones? ¿Responsabilidades? Ella escuchó entre la bruma del dolor primero y la rabia del luto después cómo aquellas palabras enmudecían poco a poco hasta, finalmente, desaparecer.