Los salones de uno de los hoteles más prestigiosos de la ciudad acogerían la presentación a la prensa del libro a mediodía del sábado, para que los periódicos tuvieran tiempo suficiente de recoger el acto en las páginas de sus ediciones dominicales, coincidiendo con la jornada electoral. Por la noche, una multitudinaria cena serviría para que el vecino Jaime Morante recibiera el aplauso unánime de todo el mundo.
En la cena no faltarían algunos de los profesores que le dieron clase durante su infancia y juventud. Naturalmente, lo acompañarían viejos compañeros de estudio, incluidos todos los que formaron parte del Círculo Sherlock durante los años universitarios. Todos habían confirmado su presencia, salvo Sergio Olmos, a quien su hermano le había puesto en antecedentes sobre el verdadero significado del acto, aparte de anunciarle que Clara Estévez y los demás sí se hallarían presentes. Asociaciones empresariales, comerciales, vecinales, deportivas y culturales estarían representadas entre los más de doscientos comensales previstos.
—Lo dicho —recordó Bárcenas—, hay que mover los hilos para que la noche del día 26 sea inolvidable.
Y lo sería.
A última hora de la tarde, Serguei Vorobiov aún no había respondido a las cuestiones que los inspectores Gustavo Estrada e Higinio Palacios consideraban esenciales: ¿dónde estaba el arma homicida?, ¿dónde asesinó a aquellas mujeres?, ¿dónde estaban los órganos del cuerpo de Yumilca Acosta que habían desaparecido?, ¿por qué había imitado en sus acciones a Jack el Destripador?, ¿qué relación había entre él y el escritor Sergio Olmos?
Serguei había escuchado aquellas preguntas cientos de veces desde que se confesó autor de los crímenes. Algunas de las cuestiones le parecían lógicas, y de hecho trató de responderlas del único modo en que le era posible: inventando la respuesta. Pero había otras, como las cuestiones relacionadas con Jack el Destripador o con un hombre llamado Sergio Olmos, que le resultaban totalmente desconcertantes. Sobre ellas, ni siquiera se le ocurría mentir.
El cuchillo empleado lo había arrojado al río, dijo. A las mujeres les dio muerte en un patio interior bastante oscuro al que se accedía desde la calle Casimiro Saiz. Y los órganos de Yumilca siguieron la misma suerte que el cuchillo: el fondo del río. Sobre Jack el Destripador y sobre Sergio Olmos, no hubo forma de que dijera absolutamente nada.
Estrada era un hombre paciente, pero también muy inteligente. Había algo que Serguei estaba ocultando. El cuchillo y los órganos de Yumilca Acosta podían haber terminado en el río, pero, después de explorar concienzudamente el patio donde el músico dijo haber dado muerte a las mujeres, se convenció de que mentía. La policía científica no fue capaz de encontrar ni una sola gota de sangre. Además, hubiera sido imposible que nadie viera a Serguei conducir hasta allí a las mujeres y asesinarlas. Eso por no hablar de la arriesgada maniobra que suponía sacar los cadáveres de allí y llevarlos hasta los escenarios donde aparecieron más tarde. Las numerosas ventanas que daban a aquel patio podían haber servido para que cualquier testigo inoportuno viera sus maniobras. Por otra parte, la policía estaba segura de que el criminal secuestraba a sus víctimas varios días antes de darles muerte, y las explicaciones de Serguei no cuadraban con esa idea.
Serguei encubría a alguien, concluyó el policía.
Y entonces fue cuando llegó Tomás Bullón a la comisaría.
A las siete de la tarde, Bullón se presentó en la comisaría, sudoroso y agitado. Exigió hablar con el inspector que estuviera al mando de la investigación. Mencionó los nombres de Tomás Herrera y Diego Bedia.
Durante diez minutos, el periodista aguardó como una fiera enjaulada, en una sala de espera amueblada de un modo austero: unos asientos de plástico, una mesa con revistas muy antiguas y unos carteles animando a los ciudadanos a incorporarse a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad como única decoración.
Finalmente, fue conducido a presencia de Herrera y Bedia.
—He creído que deberían ver esto —dijo Bullón, sacando de un bolsillo interior de su gastada chaqueta de
tweed
un papel cuidadosamente doblado.
El inspector jefe Tomás Herrera alargó la mano y cogió el papel. Lo desdobló y lo leyó con interés. Después, su rostro se vistió de escepticismo, arqueó una ceja y miró fijamente a Bullón al tiempo que pasaba el papel a Diego Bedia.
—¿Qué significa esto? —preguntó Herrera al periodista. El inspector estaba harto de las continuas intromisiones de Bullón en la investigación de aquellos crímenes. Sus artículos, sensacionalistas y provocadores, habían predispuesto a los vecinos del barrio norte contra la policía, además de favorecer una evidente corriente de opinión racista. Bullón le había hecho el juego al candidato Morante, que se había encargado de recordar los tiempos felices en los que la vida en la ciudad estaba desprovista de inmigrantes de oscura biografía llegados desde países remotos.
—No lo sé —respondió Bullón—. Alguien lo ha metido por debajo de la puerta de la habitación de mi hotel.
—Se está usted metiendo en un lío —le advirtió Herrera—. No sé si tiene cartas para jugar esta partida.
Bullón sostuvo la mirada de Herrera imperturbable. Tragó saliva y afirmó de nuevo su inocencia. No tenía nada que ver con aquella carta, juró.
Diego Bedia volvió a leer el texto. Estaba escrito en un ordenador e impreso en tinta roja:
Querido Jefe:
Sigo oyendo que la policía me ha cogido, pero no me fijarán tan pronto. Me he reído cuando van de listos y hablan de estar en la pista correcta. Esa broma sobre Delantal de Cuero me dio auténticos retortijones. Voy en serio con las prostitutas y no voy a parar de rajarlas hasta que me quede lleno. El último trabajo fue inmenso. No le di a la dama ni tiempo para chillar. Cómo pueden atraparme ahora. Amo mi obra y quiero empezar otra vez. En el siguiente trabajo voy a cortar las orejas de la dama y las enviaré a los oficiales de policía solo por diversión. Mantén esta carta guardada hasta que haga algún trabajo más, entonces sácala directamente. Mi cuchillo es tan bonito y afilado que quiero volver al trabajo enseguida si tengo oportunidad. Buena suerte.
Sinceramente suyo,
El nuevo Jack el Destripador
—¿Cuándo encontró esta carta? —preguntó Diego.
—Hace menos de media hora —respondió Bullón—. Inmediatamente después de leerla, vine corriendo hasta aquí.
—¿Qué juego es este? —murmuró Herrera.
El inspector jefe estaba totalmente desconcertado. Nunca había tenido demasiada fe en la teoría de Estrada a propósito de la autoría de aquellas muertes, pero cuando Serguei confesó ser el asesino, una débil esperanza prendió en su corazón. Tal vez Estrada tenía razón y aquella pesadilla había tocado a su fin. Pero aquella carta demostraba que no era así.
—Es una copia —dijo Bullón.
—¿Qué quiere decir? —Bedia formuló la pregunta a escasos centímetros de la cara del periodista.
—El que la ha escrito ha copiado casi íntegramente una de las cartas que Jack envió a la policía.
18 de septiembre de 2009
U
n nuevo artículo de Tomás Bullón catapultó al día siguiente los crímenes del barrio norte al primer plano de la actualidad. El periodista narraba a cinco columnas la extraordinaria aventura en la que se había visto involucrado el día anterior, cuando un desconocido deslizó bajo la puerta de la habitación de su hotel una carta escrita en tinta roja. En la empuñadura del artículo se leía un gigantesco titular:
QUERIDO JEFE
EL NUEVO JACK SE BURLA DE LA POLICÍA EN UNA CARTA
Tomás Bullón había dado lo mejor de sí mismo en el artículo. Después de emplear varias líneas para dar cuenta de la entrevista que había mantenido la tarde anterior con los inspectores Herrera y Bedia, a pesar de que estos le habían rogado la máxima discreción, Bullón ponía en situación al lector.
El 25 de septiembre de 1888 el máximo responsable de la policía londinense, Charles Warren, recibió una carta autoinculpatoria de un desconocido que decía ser matarife de caballos y se declaraba autor de los asesinatos de Mary Ann Nichols y Annie Chapman. En el lugar donde debía figurar el nombre del misterioso escritor, aparecía el dibujo de un ataúd. Ni su dirección ni su identidad quedaban claras.
La misiva estaba fechada el día anterior. En la dirección se había escrito: «Al servicio de su magestad la reina» (las faltas de ortografía fueron una constante en muchas de las cartas recibidas a partir de entonces). El matasellos era: «London S. E.».
Nadie tomó en serio aquella carta, y nadie podía sospechar que sería la primera de las más de doscientas misivas escritas por todo tipo de personas. Algunas de ellas parecían obra de analfabetos; otras, de personas con formación, y posiblemente alguna se debió a la pluma del auténtico asesino. Pero ¿cuál de aquellas cartas era obra de Jack?
Diego Bedia apretó los dientes al leer el artículo de aquel indeseable. Le habían pedido colaboración y que no divulgara aquella carta hasta que estuvieran seguros de que podía conducir a alguna parte. Si era obra de un desaprensivo, podía incitar a otros a hacer lo mismo y perjudicar seriamente la investigación. Y, si realmente la había escrito el verdadero culpable, Bullón siempre tendría en su manga el as de haber sido el hombre que alertó a la policía.
Sin embargo, aquel mezquino periodista había decidido ir en busca del dinero fácil. Decía Bullón en su artículo:
Los más reputados especialistas en Jack el Destripador consideran muy probable que tres, o tal vez cuatro, de aquellas misivas fueran escritas por el auténtico asesino. La primera de esas cartas que se suelen considerar como escritas por el mítico criminal ha sido precisamente la que el nuevo Jack el Destripador ha copiado, aunque no en su integridad, para burlarse de la policía. Esa carta fue la que este periodista se encontró en su habitación ayer.
El 27 de septiembre de 1888, tras el asesinato de Annie Chapman, la Agencia Central de Noticias, fundada en 1870 por William Saunders y que recogía los reportajes que los periodistas enviaban por telégrafo desde todos los lugares del mundo al Reino Unido, recibió la primera de esas cartas escrita por la mano de Jack.
La Agencia Central de Noticias estaba emplazada en el número 5 de New Bridge Street, y aquel día 27 se convirtió en el eje de la información sobre Jack. La carta estaba escrita en tinta roja (la que yo mismo recibí ayer se había escrito en un ordenador y se imprimió usando color rojo). El autor había utilizado un sello de un penique de color lila, y llevaba un matasellos en el que se leía: «London E. C. 3-SP2788-P».
La carta, conocida desde entonces por los especialistas como «Dear Boss (Querido Jefe)», era exactamente igual a la que el nuevo Jack ha copiado. Solo se ha saltado algunos renglones en los que el Jack de 1888 hacía referencia a la tinta roja empleada en la redacción del texto y se carcajeaba por la ineptitud de la policía…
Marcos Olmos leía aturdido el artículo de Bullón. En los últimos minutos había pasado de la indignación a la ira. Estaba convencido de que Tomás Bullón era un irresponsable al divulgar aquella historia. Pero lo que más le preocupaba era no tener la menor idea de quién podía haber escrito semejante texto.
El artículo proseguía así:
La carta fue reenviada desde la Agencia Central de Noticias a la policía el día 29 de septiembre junto a una nota que nadie firmó. Algunos especialistas proponen que tal vez fuera Thomas John Bulling, un periodista que trabajaba en la agencia, el autor de la nota que acompañaba a la carta. En ella se decía que la carta, que había sido firmada por alguien que se autodenominaba Jack the Ripper, debía ser una simple broma.
En el texto en inglés aparecen varios americanismos (boss, fix me, quit), por lo que comenzó a circular la idea de que tal vez el asesino fuera un americano. Aunque también se ha puesto de manifiesto que durante el juicio por la muerte de Annie Chapman, el juez Baxter, que instruía el sumario, aseguró que un conocido suyo que trabajaba en el Museo de Patología había recibido la oferta de un americano que estaba dispuesto a pagar veinte libras por especímenes de los órganos que faltaban en el cadáver de Chapman. Y, como esa información había sido dada a conocer por la prensa el día 26, el misterioso Jack pudo incluir ese dato en la carta. No importaba que estuviera fechada por él el día 25, puesto que la pudo enviar el día 27, cuando la prensa ya había dado a conocer la información del enigmático caballero americano. Jack, por tanto, pudo emplear los americanismos para confundir aún más a la policía…
Contra todo pronóstico, Gustavo Estrada seguía mostrándose eufórico. La inesperada aparición de aquella carta, que en principio parecía lesionar irremediablemente su teoría de que Serguei Vorobiov era el asesino de aquellas mujeres, lo había tranquilizado. Para él, era evidente que Serguei no conocía todos los detalles de los crímenes, por la sencilla razón de que estaba encubriendo a otra persona, que debía ser la que había ejecutado a las dos mujeres inmigrantes. Y esa persona tenía que ser, sin duda, la que había escrito aquella carta.
Estrada leyó con atención el resto del artículo:
Aún no sabemos si la policía logrará encontrar alguna huella en la carta que yo mismo les entregué ayer. Tal vez la policía científica tenga más éxito en su estudio que el que ha tenido cuando analizó los escenarios de los dos crímenes. Hasta ahora, el asesino se ha mostrado audaz y muy escrupuloso. No ha cometido ningún error. No ha dejado huellas ni rastros de ADN que conduzcan a su detención, a pesar de que la policía haya encarcelado al músico Serguei Vorobiov, a quien suponemos deberán dejar en libertad en las próximas horas, porque resulta evidente que no ha podido escribir esa carta.
El autor de la misma firma el texto como «el Nuevo Jack el Destripador». De ese modo, hace pública su deuda con el mítico criminal Victoriano, quien precisamente acuñó ese sobrenombre en la carta enviada a la Agencia Central de Noticias. En ella se empleó por primera vez un apodo que pasaría a la historia. Sin duda, la elección del nombre comercial por parte del asesino fue todo un acierto…
Lo más terrible de aquella carta, aparte de su propia existencia, era el anuncio que contenía. Los lectores del periódico estaban demasiado fascinados con la historia como para comprender el horror que aquellas letras rojas anticipaban. Pero a Sergio no se le había pasado por alto.