Poco a poco fueron desapareciendo las calles bulliciosas, sustituidas, a un lado y otro, por campos secos, salpicados de casas cochambrosas, núcleos aislados en medio de la nada. En un cartel de carretera se leía: TALAVERA DE LA REINA, 120 KILÓMETROS.
—¿Adónde nos llevan? —inquirió Teresa.
Nadie respondió. Los hombres, ensimismados, tenían la mirada puesta en el horizonte plomizo, en la tierra yerma del final de verano.
Durante un rato, siguieron por aquella carretera dirección a Talavera. La torre de una iglesia apareció erguida en el horizonte; junto a ella, dispuestos a sus pies, se desparramaban los tejados rojizos, las paredes enlucidas de las casas, algún mulo conducido por su dueño, perros solitarios que seguían ladrando las ruedas del coche. Avanzaron lentos por calles de tierra. Teresa miraba de una y otra ventanilla, hasta que pintada en grandes letras negras sobre un muro encalado leyó la palabra: MÓSTOLES. Nerviosa, se volvió a su madre y de un codazo la indicó el lugar en el que aparecía la pintada. Doña Brígida iba demasiado aturdida para comprender, así que se mantuvo en su lánguida aflicción. Pero Teresa sabía que Mario estaba allí, se escondía en una casa de aquel pueblo. Ante la abstracción de su madre le susurró al oído:
—Madre, estamos en Móstoles.
La miró un instante, aturdida, y entonces comprendió y pareció resurgir de su abatimiento. Sólo entonces, Teresa sintió la presión de su mano. Las dos mujeres dominaron su alteración, expectantes. Doña Brígida bajaba la cabeza para mirar por las ventanillas.
—Para —dijo de repente el guardia que iba delante—, es aquí.
El coche se detuvo y el hombre se bajó. El otro se mantuvo en su puesto. Teresa miró a su madre y le respondió con una leve sonrisa. Qué estaba ocurriendo. Tal vez habían descubierto el escondite de Mario y las llevaban a ellas para hacerle salir. Teresa estaba tan nerviosa que empezó a sudar. Al cabo de un rato, el guardia que se había bajado apareció por una esquina con un hombre alto, fuerte de hombros, vestido con chaqueta oscura sin corbata. Los dos se acercaron al coche. El guardia se subió y el hombre que le acompañaba se asomó a la parte de atrás.
—Encantado de saludarla, señora Cifuentes. Soy Honorio Torrejón, el médico de este pueblo y colega de su esposo, el doctor Cifuentes.
Doña Brígida bajó un poco la cara como única respuesta a su saludo.
—Espero que el encuentro con su hijo sea gratificante. He hecho todo lo que ha estado en mi mano para curar su herida, usted misma podrá comprobar su recuperación.
Ante sus palabras, doña Brígida se adelantó un poco y abrió sus labios en una sonrisa amplia.
—Se lo agradezco mucho —acertó a decir, balbuciente.
El médico se irguió, y se dirigió al guardia que había llegado con él.
—Os están esperando.
El coche se puso en marcha y transitó por callejas de tierra. Como le había contado Mercedes, la vida allí parecía muy distinta a la de Madrid. No había coches, ni ruidos, y apenas se veía a algún vecino caminar en solitario hacia sus quehaceres. El único sonido que rompía el silencio de sus calles procedía del rugido renqueante del motor y el crujido de la tierra bajo las ruedas. Además, a su paso dejaba una estela de polvo que quedaba en suspensión durante un rato, para luego descender y dejar el aire limpio y transparente.
Teresa no salía de su asombro. No sabía qué pensar. Sus sentimientos eran contradictorios. Creyó que podría ser cosa de Arturo. Tal vez él hubiera hecho posible aquella visitas. Notaba a su madre ansiosa, consciente de que iba a ver a su hijo Mario, confirmada la evidencia tras la presentación de don Honorio.
—Madre, vamos a ver a Mario.
No obtuvo ninguna palabra por parte de su madre, anhelante por llegar cuanto antes a su destino. Al contrario que su hija, ella sí sabía qué ocurría. Nicasio había atendido su solicitud y le iba a permitir ver a Mario antes de que se pasara a la zona nacional. Estaba tan nerviosa que no atendía a las miradas ignotas de Teresa.
El coche se detuvo junto a una casa; antes de que descendieran de su interior, un hombre mayor, enjuto, de cuerpo delgado y fibroso salió a recibirles. Llevaba una boina descolorida. Teresa quedó impresionada por la rudeza de su piel, curtida, atezada por el sol y el aire del campo. Su ceño, siempre fruncido, le daba un aspecto huraño.
—¿Qué tal, Manolo, cómo estáis?
El guardia que había ido delante todo el viaje se acercó al viejo y lo saludó.
—Tirando, que ya es mucho decir —su voz era ronca, seca como su aspecto.
—¿Está dentro?
El viejo afirmó con la cabeza. El guardia se volvió e invitó a las dos mujeres a pasar al interior. La mezcla de olores desconocidos para Teresa despertaron su atención. Era la primera vez que entraba en una casa de pueblo, una casa parecida a la que le había descrito Mercedes, de muros anchos y paredes encaladas, con aromas húmedos. Le recordó el interior de una cueva de los acantilados de Santander, a la que entraba de niña siguiendo a su hermano Mario. El zaguán tenía varias puertas. El viejo se adelantó para indicarles una de ellas que estaba entreabierta. Teresa iba delante y la empujó con suavidad. Mario estaba sentado en una cama. Al oír el chirriar de los goznes alzó los ojos y abrió una sonrisa.
Los abrazos se fundieron con el llanto; las palabras entrecortadas, susurradas, ahogadas en la alegría desbordada. Doña Brígida miraba a su hijo, le tocaba con las manos, palpaba su cuerpo, su rostro, sus brazos, como si le costase creer que fuera él, que por fin podía abrazarlo, por fin, después de tanto tiempo, de tanta incertidumbre y tantas lágrimas derramadas.
—Hijo mío, hijo mío…
—Madre, estoy bien. Esta gente me ha tratado como a un hijo. Les debo la vida.
Teresa, a un lado, dejando la preferencia del encuentro a su madre, esperaba paciente, mirando a su hermano, acariciando su brazo, con lágrimas en los ojos, ahogada en una sensación tan placentera que parecía estar flotando en medio de un sueño en vez de en la realidad. Cuando terminaron los abrazos de la madre, Mario se volvió hacia ella, y los dos hermanos se fundieron en un fuerte abrazo. Mario la miró a los ojos.
—¿Cómo estás?
—Ahora que te veo, mucho mejor. Y tú, ¿cómo estás? Nos dijeron que estabas herido.
—Sí, me metieron una bala en la espalda; pero gracias a los cuidados de Manolo y de don Honorio ya estoy recuperado y preparado para marcharme.
Teresa lo miró curiosa. A su lado su madre se aferraba al brazo de Mario lloriqueando, como si tuviera miedo de que desapareciera de repente.
—¿Vuelves a casa? —preguntó Teresa, ingenua.
—No, no puedo.
—¿Por qué? Tú no has hecho nada.
Esbozó una sonrisa forzada, y acarició la mejilla de su hermana condescendiente.
—Sigues siendo tan ingenua como siempre. Da igual lo que haya hecho o lo que haya sido. Ahora, o eres de unos o de los otros. Y yo con éstos no me quedo ni loco. Me paso a la zona nacional.
—Pero ¿te van a dejar?
—Me han dado un salvoconducto y me llevarán en coche hasta el límite del frente —miró a su madre y sonrió con picardía—, allí me recogerán Juan y Carlitos.
Doña Brígida se llevó las manos a la boca conteniendo su alegría.
—¿Cómo están, has hablado con ellos? Ay, mis hijos…
—Están bien, madre, no he hablado con ellos, pero me trajeron una carta suya.
—¿Cuándo te vas?
—Ahora mismo, en cuanto os marchéis vosotras.
Teresa buscó con vehemencia los ojos de Mario.
—Mario, ¿sabes algo de Arturo Erralde?
Se mantuvo impertérrita a la retahíla de recriminaciones ahogadas que descargó su madre, sin dejar de mirar a los ojos a su hermano a la espera de una respuesta. Mario frunció el ceño, extrañado por la pregunta de su hermana y por las palabras acusatorias que salían de la boca de su madre.
—¿Por qué tendría que saber algo de ése?
—Me dijo que vendría a verte.
—¿Él sabe que estoy aquí?
—Se lo dije yo.
La voz machacona e impertinente de doña Brígida se impuso por fin.
—Y fue el que denunció que estabas aquí, y por su culpa, tu padre y yo nos pasamos encerrados todo un día.
Mario miró un instante a su madre, boquiabierto e incrédulo; luego, volvió los ojos a su hermana, su gesto interrogante la hirió.
—No creerás…
—¿Es cierto eso?
Doña Brígida hablaba como si sus palabras cayeran en un erial y demandasen la confirmación.
—Claro que es cierto —remarcó con acritud—, iban buscándote a ti y al no encontrarte nos llevaron a los dos. No dormí en toda la noche, encerrada en un cuarto, sola, sin saber nada de tu padre. Fue horrible, horrible.
Teresa intentaba atraer para sí la atención de su hermano, eludirla de las acusaciones de su madre.
—Los detuvieron, pero no sabemos quién los denunció…
—Claro que lo sabemos. En cuanto fuiste con el cuento a ese rojo, le faltó tiempo para llamar a sus secuaces. Venían de su parte, ¿o también eso es mentira? Cuéntale a tu hermano lo que escuchó Joaquina.
Teresa se desesperaba al comprobar que su madre, convencida a pies juntillas todo lo que le había contado Charito y de lo que decía haber escuchado la criada de boca de uno de los guardias, estaba arrastrando también a Mario en la teoría de la conspiración de Arturo contra los Cifuentes.
Mario tomó a Teresa por los hombros y la miró fijamente a los ojos, buscando su fondo, más allá de sus pupilas, como si quisiera leer el interior de su mente.
—¿Sigues con él?
Su voz susurrante intentaba dejar al margen a la madre, pero resultó imposible. Parloteaba soliviantada, acusatoria. Su tono impertinente, resultaba molesto e irritante.
Teresa bajó los ojos al suelo, pero Mario cogió su barbilla y levantó su rostro.
—Le quiero, Mario.
—Tienes que dejarlo, Teresa. Ese chico no te conviene. No es como nosotros. Tienes que dejarlo, ¿me oyes? Es peligroso andar con esa gente.
Se sintió herida y humillada. Después, miró a su madre, que confirmaba contundente las últimas palabras de Mario, y sonrió sarcástica.
—¿Recuerdas a una chica de nombre Luisa Sola? —Mario frunció el ceño, y doña Brígida, por fin, enmudeció—. La chica que te ayudó a escapar de la cárcel, la que te dio el salvoconducto, la que nos avisó de que estabas preso.
—Sí, sí…, la recuerdo; una miliciana anarquista, muy guapa por cierto, aunque pueda parecer extraño siendo roja —miró a su madre con una mueca burlona—. Pero ¿qué sabes tú de esa Luisa?
Teresa esbozó una mueca vengativa.
—Pues está enamorada de ti hasta el cuello.
—¿Enamorada? —dijo, alzando las cejas, en un tono entre sorprendido y mordaz—. ¿Te lo ha dicho ella?
—Hay cosas que no es necesario decir con palabras.
—Pero qué estupidez estás diciendo, niña —dijo doña Brígida, displicente—, deja a tu hermano tranquilo, que esto es muy serio.
—Esto también es serio, madre, esa chica está enamorada de tu hijo, y para tu desgracia ha sido ella, una roja, la que le ha ayudado a huir de la cárcel…
—A donde le metieron sus camaradas rojos, como ella —interrumpió, furiosa, la mandíbula tensa y los ojos enrojecidos de cólera—. Hoy te hundo la vida, mañana te la salvo y así me debes el favor para el resto de tus días. Ésa es la forma de actuar de estos canallas.
—No puedo creer que seas tan retorcida, madre…
—Bueno, bueno —terció Mario—, dejarlo ya, no tiene la mayor importancia. Esa chica me interesa lo mismo que una buena corrida de toros. No se hable más del tema.
Agarró a su madre, para intentar rebajar la ira que se le había acumulado en su rostro.
Teresa le miró, desconcertada. No podía creer que su hermano hablase así de la mujer que se la había jugado por él.
Uno de los guardias se asomó por la puerta.
—Tenemos que irnos.
Doña Brígida, ya relajada, volvió al lloriqueo melindroso, abrazando a su hijo, con palabras repetidas e insistentes. Teresa se había quedado un poco al margen, decepcionada, aunque no sabía exactamente por qué, si por la actitud despectiva de su hermano, o hacia sí misma por creer todavía en Arturo.
—Me pondré en contacto con vosotros en cuanto pueda —dijo Mario.
—Ten cuidado con las cartas —añadió su madre—, las interceptan.
—No te preocupes, madre. Tendréis noticias mías y de los mellizos.
—Esperamos. Ya rezaré por vosotros. Ten mucho cuidado, hijo, y abrígate, que ya empieza a refrescar, y más en Burgos, que allí creo que hace mucho frío. ¿No tienes nada de abrigo? Fíjate, si lo hubiera sabido te hubiera traído algo de ropa, y unos zapatos. Vas con alpargatas, y ese pantalón, qué horror, hijo, si lo sujetas con una cuerda. ¿Es que no tienes tu cinturón?
Mario oía a su madre pero no llegaba a contestar a nada. La dejaba hacer, mientras hablaba casi sin respirar, abrazando una y otra vez al hijo, mirándolo, inspeccionando y evaluando su aspecto, según ella, muy desmejorado y poco agraciado con su atuendo, aunque tuvo que reconocer que estaba limpio y bien afeitado.
—Deberíais intentar pasar a la zona nacional también vosotros, madre. Es lo mejor, dadas las circunstancias.
—No temas por nosotros —sentenció doña Brígida—, está todo arreglado. Si esto continúa así y Franco se demora en entrar a Madrid, nos iremos del país no tardando mucho, todo está arreglado —repitió.
—¿Pero disponéis de algún contacto? —preguntó Mario a su madre—. Debéis tener mucho cuidado.
—No te preocupes por nada, hijo, ya te he dicho que todo está arreglado. Igual que lo tuyo. Tu padre ya se ha encargado de todo. Esto tuyo es el primer paso. Si ellos cumplen con lo suyo, nosotros cumpliremos con lo nuestro. Tu padre tiene buenos contactos ahora; lo hemos pasado muy mal, pero todo se va a resolver. Tú ponte a salvo y dejemos que las cosas vuelvan a su cauce.
Teresa la miraba atónita. Se preguntaba qué clase de arreglo había hecho su padre para que se le permitiera a Mario pasarse a la zona nacional, en un coche y con un salvoconducto legal. ¿Qué es lo que tenían que cumplir sus padres a cambio de la libertad de Mario?
Un miliciano de unos treinta años, de piel morena y gesto rudo, irrumpió en la habitación en la que Mario había permanecido durante las últimos días.
—Tenemos que irnos. No podemos esperar más.
Doña Brígida se aferró a su hijo llorosa. Teresa observaba la escena, sin llegar a comprender por qué y quién le facilitaba a Mario la huida.