Cada día más gente (sobre todo las mujeres arrastrando a niños en una búsqueda penosa) deambulaban por la calles con el canasto vacío, atentas a cualquier noticia que les llevase a un comercio en el que hubiera entrado algún producto que echar al puchero, posiblemente, gracias a la pericia del comerciante que se desplazaba hasta los pueblos de alrededor a comprar directamente a los campesinos, a las almazaras o a los vaqueros. Apenas había leche, pan, aceite o azúcar; el poco pescado que entraba lo hacía desde el Norte; la carne no llegaba a los mercados porque los milicianos se empeñaron en hacer tiro al blanco con las reses de la Sierra, y en consecuencia el ganado fue aniquilado casi en su totalidad. Lo que más abundaba eran lentejas y garbanzos. Por otro lado, el Auxilio Rojo empezaba a funcionar con cierta eficiencia; mujeres y también hombres que se resistían a tomar las armas, dedicaban sus esfuerzos a atender a los huérfanos que ya empezaban a proliferar, desamparados, con sus padres muertos, heridos o desaparecidos. Mientras, las cafeterías se mostraban bulliciosas, el café se cobraba a ochenta céntimos y el expreso con leche a una peseta; los cines y teatros continuaban con sus sesiones, algo alteradas en las temáticas y en los horarios, pero abiertas para entretenimiento de los madrileños; las corridas de toros fueron suspendidas, con alguna excepción, en previsión de evitar un blanco fácil para los aviones. Al amanecer o al caer la noche, los Junkers alemanes sobrevolaban el cielo de Madrid dejando caer sus bombas, cada vez más frecuentes y potentes. Se establecieron medidas para evitar males mayores. Los comerciantes pegaban cintas adhesivas cruzadas en los cristales de sus escaparates para protegerlos y evitar, en lo posible, que se hicieran añicos con la onda expansiva. Además, se estableció la prohibición de circular con automóvil por la calle a partir de las once de la noche.
Las antiguas lámparas de gas y queroseno volvieron a iluminar los rincones de la casa, incluso hubo que utilizar velas cuando comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes los cortes de luz. Y pronto empezaron las restricciones de agua a unas horas determinadas del día.
Cada mañana, antes del amanecer, Joaquina, la señora Nicolasa y Teresa, se lanzaban a la calle con el fin de posicionarse en diferentes colas delante de comercios, tiendas o puesto de mercado. Daba lo mismo lo que se vendiera. La noticia la podía traer cualquiera: oída por don Eusebio mientras curaba u operaba; doña Brígida ojeando el
ABC
(ahora republicano y rojo, como decía ella con grima cada vez que ojeaba sus páginas) o escuchando la radio; Charito en alguna de sus visitas clandestinas a sus amigos fascistas, o el resto de las mujeres de la casa, atentas a lo que se oyera por la calle. Lo malo era que todos estaban con la misma vigilancia y cualquier rumor se propagaba como la pólvora; en menos de una hora ya había gente apostada en la puerta del comercio en cuestión, con la cesta de mimbre o de red en la mano, dispuesta a esperar durante horas si era necesario para llenarlo de algo. De vez en cuando la formación se rompía porque pasaba un coche o una moto de la Dirección General de Seguridad (se utilizaban incluso bicicletas) haciendo sonar una sirena de forma continua, avisando del inminente peligro de ataque aéreo. En ese caso, y de acuerdo con la norma del Gobierno, la población tenía la obligación de dirigirse a toda prisa a los sótanos o a la boca de metro más cercanos. Para que nadie se despistase, se habían puesto carteles indicativos en muchas calles. Los primeros días, todos salían despavoridos hacia los refugios; se mantenían atentos un rato hasta que pasaba el peligro, entonces, volvían a salir, y, al regresar a la fila se producían altercados y peleas por recuperar el puesto abandonado por la alarma. Las bombas caían, pero la vida continuaba, y pronto se empezó a perder el miedo a los efectos de los ataques. Era necesario para seguir viviendo.
Teresa seguía esperando noticias de Arturo. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. En la última llamada que hizo a la pensión, doña Matilde le había dicho que acababa de recibir una postal suya con una imagen preciosa de la playa de El Saler, en la que le decía que se encontraba bien y que el mar le parecía inmenso. Cuando Teresa oyó las palabras de la dueña de la pensión se le cayó el alma a los pies, no porque no se alegrase de saber que al menos estaba vivo (había llegado a temer su muerte con angustia), sino porque no comprendía que a ella no le hubiera escrito ni una sola letra. Podía entender que no la llamase por teléfono, las líneas estaban cada día peor y resultaba complicado, incluso las urbanas; pero si tenía tiempo para enviar una postal a su casera, ¿por qué no unas letras dedicadas a ella?
Sin embargo, la realidad sobre la ausencia de noticias de Arturo era otra muy distinta. No sólo la había llamado hasta en tres ocasiones antes de partir con urgencia con destino a Valencia, llamadas telefónicas contestadas en las tres ocasiones por Charito y de las que no había dado recado alguno; además, le había escrito cinco cartas, que de igual manera su hermana pequeña mantenía escondidas en su escritorio bajo llave, con la finalidad, de acuerdo con su madre (cómplice necesaria de aquella ocultación) de que Teresa se cansaría de esperar y olvidaría a ese «rojo socialista» (tal y como lo calificaba doña Brígida con desprecio), que nada bueno podía traerle a su vida ni a su familia.
—Teresa es muy obstinada —había reiterado su madre cuando Charito llegó a casa con la primera de las cartas en la mano—, si no se da cuenta por ella misma del daño que ese chico puede hacerle, tendremos que ser nosotras las que le ayudemos a que se arranque la venda de los ojos.
Desde entonces, Charito quedó encargada de interceptar el correo para que ninguna carta de Arturo Erralde llegase a manos de Teresa. Lo tenía muy fácil; cada día, su hermana salía muy temprano y no regresaba hasta mediodía; el cartero solía llegar sobre las diez de la mañana. Charito, paciente, se apostaba en el balcón y cuando lo veía le preguntaba si había carta para ellos. Así se había hecho con las siguientes tres cartas recibidas (una por semana).
Aquella mañana, en la que el sol regalaba una calidez ya casi olvidada por varios días seguidos de lluvia y fresco otoñal, Mercedes, con las ventana de su alcoba abierta, oyó la voz de Charito.
—Cartero, ¿tienes algo para nosotros?
—Sí, hay otra carta para tu hermana Teresa. Esta vez desde Alicante ¿Te la dejo en la portería?
—No, espera, bajo yo.
Mercedes sonrió, pensando en la ilusión que le iba a hacer a Teresa recibir carta, seguramente de Arturo. Sin embargo, aquella misiva acabaría asimismo en el fondo del cajón del armario de Charito, junto con las otras recibidas antes.
En ese mismo instante, Teresa esperaba cola desde hacía más de cuatro horas para conseguir algo de azúcar, leche y huevos. Había dejado a la señora Nicolasa en una calle paralela, con la esperanza de que pudiera hacerse con medio litro de aceite que se vendía en un pequeño colmado. Joaquina se había ido al centro, a un lugar donde, decían, iban a distribuir verdura que acababa de llegar desde Valencia en una caravana de camiones. Un grupo de milicianos, hombres y mujeres armados, vestidos la mayoría con mono y tocados de una diversidad de gorras cuarteleras, estaban en la puerta del comercio para vigilar que no hubiera altercados. Teresa les estuvo observando. Las mujeres fumaban como si fueran hombres, se movían y se reían como ellos, a alguna la oyó blasfemar y soltar palabras groseras. No estaba segura de que quisiera ese tipo de igualdad. Le gustaba la feminidad propia de la mujer, el cortejo de los hombres, la delicadeza y sutileza de la que siempre habían presumido las damas. «Todo tiene un precio —le había repetido muchas veces Arturo ante sus dudas—, si la mujer quiere conseguir la igualdad con los hombres, tendréis que asumir la misma carga que nosotros.» Pero ella no lo veía claro. La mujer paría y el hombre no; era cierto que la mujer era más débil físicamente que el hombre, pero era mucho más fuerte en el dolor y el sufrimiento. Su madre decía que un hombre no soportaría nunca los dolores de un parto. La capacidad de reaccionar de unos y otros era mucho más limitada en la mujer, pero lo cierto es que las viudas se desenvolvían mucho mejor que los viudos que, en la mayoría de los casos, se veían abocados a buscar un reemplazo para poder sobrevivir, a pesar de que eran ellos los que llevaban el sueldo a la casa. Ella estaba segura de que su padre no podría vivir sin la intendencia de su madre, o en su defecto, de una mujer que se ocupase de ella. De ahí las teorías de la igualdad y del voto femenino, un voto que (siguiendo las consignas de los maridos y los curas, tal y como habían previsto la mayoría de las izquierdas) se volcó a la derecha en las elecciones del 34. Mucho tenía que cambiar la sociedad para que una mujer pudiera decidir sin soportar el peso de los reproches del hombre o de la Iglesia sobre sus decisiones. Ella estaba por la labor, pero le parecía tan imposible como complicado. En estas lucubraciones estaba cuando se oyó el rugido del motor de un coche que parecía acercarse a toda velocidad. Todas las miradas se giraron hacia la bocacalle de donde llegaba el ruido. Se oyeron tres disparos, la gente gritó, otros dos disparos y más gritos, pero nadie veía nada. Los milicianos se pusieron en guardia, algo aturdidos, hasta que de repente, apareció un coche negro por la esquina acelerando y dando bandazos de un lado a otro de la calle. Los milicianos dispararon al vehículo que hizo un quiebro para luego enderezarse. Pero alguno de los tiros debió impactar al conductor, porque el parabrisas estalló como si le hubiera caído un proyectil, dio varios volantazos y el vehículo se empotró sin control contra la gente que esperaba la cola, atropellando en su carrera ciega a un grupo de mujeres y niños. Teresa tuvo el tiempo justo para apartarse antes de que el coche chocara contra el muro en el que ella se apoyada. El susto fue tal que, durante un instante, pareció quedar aislada de los gritos, las carreras, los pisotones y empujones que llegaron a arrojarla al suelo como si fuera una marioneta inerte. Varios niños de seis o siete años, que instantes antes habían estado jugando con una pelota hecha de trapos, habían saltado por el aire impelidos por el capó, niños llenos de vida y alegres cuyos cuerpos se desparramaban ahora por el adoquinado, ensangrentados, dislocados, sin movimiento, apagadas sus risas, cerrados sus ojos para siempre.
Alguien la ayudó a levantarse, e intentando encontrar su mirada perdida la preguntó si estaba bien, ella contestó confusa con un ligero gesto afirmativo. Después, quedó sola otra vez, desamparada en medio del caos, zarandeada por quienes pasaban a su lado huyendo del horror, o buscando con desasosiego entre el espantoso cúmulo de cuerpos, gritando un nombre, desgarrando con la voz el aire lúgubre y aciago, casi irrespirable.
Se oyó la sirena de una ambulancia que se acercaba. Teresa tuvo que apartarse para evitar ser atropellada por los vehículos de emergencia que iban apareciendo por ambos lados de la calle. Se miró las manos y se dio cuenta de que había perdido el capacho, y que en él llevaba no sólo el dinero, más de diez pesetas, sino también su cédula de identificación y el carnet sindical que le había proporcionado Arturo y que le había sacado de más de un apuro en las últimas semanas. Miró a su alrededor, y atisbó a un chico de unos quince años que, algo más alejado de donde ella había caído, hurgaba en su cenacho.
—¡Eh, tú!
El grito alertó al muchacho que levantó la vista. Tiró la cesta y salió corriendo con el monedero en la mano.
—¡Al ladrón! —Teresa gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de que alguien le detuviera—. ¡Al ladrón! ¡Detengan a ese chico!
Un hombre de cierta edad que llevaba una garrota y que se acercaba para ver lo que había pasado, le puso la zancadilla con el cayado. El chico trastabilló y se dio de bruces contra el suelo. El monedero quedó a un lado y el hombre lo cogió con rapidez. El muchacho se levantó y continuó su carrera abandonando el botín. Teresa llegó exhausta hasta donde la esperaba el hombre con la cartera en la mano.
—Muchas gracias —le dijo, con la voz entrecortada por la falta de resuello—. Es mi documentación…
El hombre le sonrió ladino y la miró de arriba abajo.
—¿Sólo me vas a dar las gracias?
Teresa contuvo la respiración con los ojos fijos en aquel hombre. Tenía un visaje mezquino, la piel atezada, ennegrecida por la barba de varios días. Abrió sus labios y mostró unos dientes sucios y descolocados. Teresa tomó aire y percibió el olor agrio de su aliento.
—Devuélvame la cartera.
—¿Qué me das a cambio?
—Nada.
—Entonces, me cobraré yo mismo —abrió el monedero, sujetando la garrota bajo su brazo. Sacó todo el dinero y sonrió—. Esto será suficiente.
—No puede… —Teresa se sentía sin fuerzas, derrotada.
El hombre le devolvió la cartera, se dio la vuelta y se alejó con toda tranquilidad, ante la estupefacción de Teresa. En ese momento pasaron dos guardias de asalto, atraídos por los disparos y por las sirenas de las ambulancias.
—Por favor, ayúdenme, ese hombre me ha robado…
Los dos guardias miraron hacia el hombre que caminaba tranquilo.
—¿Quién, aquél?
Teresa afirmó.
—Me ha quitado todo el dinero.
Uno de los guardias se adelantó y le dio el alto. El hombre se volvió aparentemente sorprendido y esperó paciente a los guardias.
—¿Qué ocurre, agente?
—Dice que le has robado.
Teresa estaba unos pasos por detrás, tranquila porque recuperaría su dinero de manos de la autoridad. Pero el hombre la miró con gesto extrañado, para luego volver a dirigirse al agente.
—¿Que yo he robado a quién? —preguntó ceñudo.
El guardia que le había dado el alto, y que parecía con mayor interés en el asunto (el otro estaba pendiente de lo que ocurría un poco más adelante con los muertos y heridos) se volvió hacia Teresa y la señaló.
—Esa mujer dice que le has robado el dinero.
—Vaya, lo único que he hecho ha sido ayudarla a que no se llevase su cartera un ladronzuelo que, aprovechando esta confusión, se había hecho con ella. Se la he devuelto, me lo ha agradecido y me he despedido.
El guardia se volvió hacia Teresa, que escuchaba atónita lo que estaba diciendo aquel hombre con toda la desfachatez del mundo.
—No es cierto —replicó, enfadada—, quiero decir, sí que detuvo a un chico que me había cogido el monedero, pero antes de devolvérmelo se quedó todo el dinero.