En cuanto subí un par de escalones vi a la mujer que me había hablado, pertrechada detrás de un mostrador que hacía las veces de portería; la sonreí y saludé con amabilidad.
—Buenos días, quería visitar a unas vecinas que viven en el ático desde hace muy poco.
La mujer me miró desde su posición de defensa; se oía el gruñido sonoro de una radio que recibía la emisora con poca nitidez, por lo que resultaba molesto al oído.
—Aquí no hay áticos —contestó con voz seca.
—Bueno, pues en el último piso. Se trata de una anciana y una niña de unos diez años.
—¿Una anciana y una niña? —repitió frunciendo el ceño con extrañeza—. En el quinto vive solo don Dionisio, y en el B un matrimonio que ahora no está porque pasan el invierno en Málaga con la hija.
—No me refiero al quinto piso, sino al sexto.
—¿Dice usted la buhardilla?
Asentí, sin estar muy seguro. Tan sólo sabía que había seis alturas, igual que en mi edificio.
—Ahí no vive nadie desde hace años.
—¿No han venido hace muy poco unas nuevas vecinas?
—Ya le digo yo que no —me interrumpió, colocándose sus manos carnosas sobre el vientre abultado y blando.
—¿Está segura?
—Claro que estoy segura, sabré yo quién vive y quién no vive en el portal si llevo aquí desde que nací, los conozco a todos como si los hubiera parido.
Tenía la apariencia de una portera de novela negra: gruesa, de piel negruzca y mofletes crasos, ojos muy pequeños y boca fina; el pelo, grasiento y canoso, lo recogía con un moño a la altura de la nuca con la raya al medio, lo que hacía más duras aún sus facciones. Llevaba un vestido camisero de horribles estampados marrones y verdes, sobre el que se había colocado un mandil de cuadros grises, negros y blancos. Debía de rondar los sesenta años. Un rimero de revistas muy usadas, con las que debía de entretener las horas muertas, se amontonaban sobre la mesa. Me miraba entre la alerta y la curiosidad desde la silla con brazos en la que estaba cómodamente repantingada, dueña de la situación, fiscalizando a todo el que entraba o salía de la finca.
La miré desconcertado. Estaba seguro de que tenía que ser ése el edificio. Me había descolocado la contestación de aquella mujer. Iba a darme la media vuelta para marcharme, cuando se me ocurrió preguntarle.
—¿Este inmueble tiene patio interior?
—Sí, señor.
—¿Y linda con el del patio del edificio de la calle de Ramón de la Cruz, 45?
—Sí, señor —repitió mecánicamente.
—Sólo dan a ese patio, este edificio y el de Ramón de la Cruz, ¿no es cierto?
—Sólo estas dos fincas. Yo he visto tirar abajo la antigua finca de Ramón de la Cruz y levantar esta que está ahora —sacudió la mano con énfasis—. Anda que no me tragué tarea, menudo año me dieron; no había forma de tener limpio el portal, pasaba la fregona y en cuanto se secaba ya estaba lleno de polvo otra vez. Menos mal que una tenía otra edad, porque si me pilla ahora, ya me dirá, yo sola no hubiera podido.
—Sí, me imagino. Pero entonces, lleva usted aquí mucho tiempo…
—¿Y qué le he dicho yo? —me interrumpió con vehemencia—. He nacido aquí —se volvió hacia una puerta que había a su espalda—, en este piso me trajo mi madre al mundo hace ya sesenta y tres años.
—¿Y está usted segura de que no hay unas vecinas nuevas en el edificio, en el último piso, una niña de unos diez o doce años y su abuela?
—Que le digo yo a usted que aquí no han cambiado los vecinos desde hace más de treinta años. Y esa buhardilla no la he conocido yo ocupada, fíjese lo que le digo, con los años que tengo.
—¿Hay algún otro piso en el que vivan una anciana con su nieta?
—Son todos más viejos que Matusalén, llevan aquí toda la vida, pero ninguno vive con una nieta. Si alguien ha venido de visita ya no lo sé, oiga, porque yo me paso aquí todo el día, pero hay veces que me meto para dentro, y si en ese momento viene alguien, pues no lo veo, pero claro, será que entran con llave y sin hacer ruido, porque yo otra cosa no tengo, pero buen oído…
Hablaba casi sin pausas, como si lo hiciera para sí, echando su retahíla, sin importarle mucho si me interesaba o no.
—Perdone mi insistencia, pero yo vivo en el portal de Ramón de la Cruz, el edificio cuya construcción le causó tantas molestias, y una de las habitaciones de mi casa da al patio interior y, precisamente, tengo en frente una de las ventanas de este edificio, y, sí que es verdad que yo siempre la he visto cerrada a cal y canto.
—Lo que yo le he dicho —me apuntilló.
—Sin embargo, yo le aseguro a usted que, desde hace una semana al menos, hay una niña y una mujer mayor en ese último piso. Las he visto a través la ventana que da al patio.
—Pues yo eso ya no le puedo decir…
Pensé que lo mejor sería comprobarlo.
—¿Sabe si se alquila o se vende esa buhardilla?
—Nada, nada —gesticuló con la mano rechazando mis palabras—, ni alquiler mi mucho menos vender. La propietaria lo tiene ahí, cerrado. Nunca ha venido por aquí, al menos desde que yo tengo uso de razón. Mi madre sí que la conocía, pero yo ni eso. Muy de vez en cuando me llama por teléfono y me dice que le eche un vistazo, por lo de las goteras, ¿sabe usted? Porque goteras hay unas cuantas, pero como tampoco quiere que se arreglen ni que se pinte, ni nada, pues ahí está, vacío, se lo digo yo que está vacío.
Entendí por sus palabras, que tenía la llave de la casa; tenía que conseguir que me dejase subir para comprobar dónde estaba mi error y desde qué ventana veía a mis dos nuevas vecinas. Continuó hablando y la dejé explayarse para que tomara confianza.
—La verdad es que no vale nada, es cuartito todo interior y muy chiquito. Es más grande y más amplio mi piso que ése. Yo vivo aquí, ¿sabe usted? En esta casa nací y en estas escaleras me he criado; anda que no he jugado yo en este portal, y en la calle cuando no había coches y se podía salir sin peligro.
Era evidente que la portera, después de los primeros recelos, estaba dispuesta a contarme su vida y milagros. Sonreí amable y aproveché la ocasión.
—¿Tiene usted la llave del piso?
—Sí, señor, ya le digo que la propietaria no viene nunca y si hay alguna cosa, pues yo subo y echo un ojo.
—¿Podría verlo?
—¿El qué?
—El piso, quiero decir la buhardilla.
—¿Verlo? —me miró como si estuviera planteando una estupidez sin sentido—. Si no hay nada que ver.
—Le aseguro que sólo quiero comprobar si mi ventana está enfrente. No tocaré nada. Me haría usted un gran favor.
—Yo… mire usted, el piso no es mío… y, además, yo no puedo subir ahora, tengo que estar aquí porque va a venir doña Remedios, la del segundo, y me ha dicho que la espere para ayudarla con la compra, porque ella es muy suya, muy buena pero muy suya, y el ascensor es que no lo quiere ver ni en pintura, y claro, yo la ayudo cuando viene con bolsas; si entra y no me ve, pone el grito en el cielo, ¿usted me comprende? Yo subo las bolsas y ella me suelta una buena propina, y la verdad es que a mí esas cosas, por poco que sean, pues me viene muy bien…
—No hace falta que me acompañe, si me deja la llave subiré para mirar por la ventana y bajaré de inmediato.
—Ay, mire usted, tendría que consultarlo con la dueña.
—No tiene por qué saberlo. Verá, haremos una cosa —me metí la mano en el bolsillo con toda la naturalidad de que fui capaz—, yo le compenso a usted con esto —saqué un billete de veinte euros y se lo tendí— de todas las molestias que la estoy causando, y usted me deja la llave un ratito. Comprobaré qué ventana es la que veo yo desde mi casa y me iré por donde he venido.
Miraba con fijeza el billete que continuaba en mi mano. Lo cierto es que nunca antes había dado propinas y mucho menos para sacar una información, pero parecía que, después de aquel día, lo hubiera estado haciendo toda la vida. En el fondo me sentía de lo más ridículo, pero tenía que arriesgarme. Sus ojos saltaban del billete a mi cara, analizando con su romo entendimiento si cogía la propina y me dejaba la llave o rechazaba la tentación.
—Le prometo que no tocaré nada. La propietaria no se enterará de que he estado dentro y usted se lleva este dinero, que en los tiempos que corren viene muy bien.
—No lo sabe usted bien —añadió de pronto, cogiendo el billete y apretujándolo en su mano regordeta y blanda. Sonreí para mis adentros. Me sentí como un histrión de novela negra—. Le dejo la llave, pero no toque usted nada, se lo pido por favor. Nada hay de valor, ya se lo digo yo, pero son cosas personales y a nadie le gusta que fisgoneen en sus cosas —mientras hablaba sin parar, se levantó con pesadez de la silla, como si le costase mucho poner en marcha sus músculos—, mire usted que me busca a mí un lío.
—No se preocupe, no tocaré nada. Se lo prometo.
Abrió la puerta de su casa y cogió la llave de un colgador que tenía justo en la entrada.
—Tenga. Y haga usted el favor de no subirme por el ascensor, que no anda muy allá, no vaya a ser que se me quede usted colgado y encima tenga que llamar al de mantenimiento, que ése cada vez que entra por la puerta cobra como si los que viven aquí fuesen ricos.
Cogí la llave sin decir nada y me dispuse a subir los cinco pisos. La escalera era estrecha y oscura como el portal. No me atreví a encender la luz (cierto era que tampoco había visto ningún interruptor) hasta llegar al primer descansillo donde me detuve para presionar un viejo pulsador que había junto a la puerta del ascensor; una bombilla desnuda se encendió emanando un leve resplandor amarillento; inicié el siguiente tramo, pero antes de alcanzar el segundo piso, la luz se apagó y de nuevo quedé sumido en una penumbra apenas iluminada por la tenue claridad que penetraba por una lucerna, situada a mitad del tramo de la escalera. Miré al exterior a través del cristal que tenía una pátina de polvo incrustada, y comprobé que se abría al patio interior compartido con mi edificio; en lo alto atisbé mi ventana. Cada rellano tenía dos puertas, A y B, y en el centro se situaba la del ascensor. Ruidos cotidianos se escapaban por las rendijas, mezclándose en un sinfín de sonidos imprecisos y ajenos. La falta de ventilación hacía el aire espeso, cargado de efluvios de fritanga y cocido. Cuando iniciaba el ascenso del último tramo del quinto piso, miré hacia arriba y comprobé que la oscuridad era casi absoluta. A esa altura no había ni siquiera un tragaluz; tampoco sirvió de nada la luz comunitaria porque debía de tener la bombilla fundida y todo continuó sumido en la opacidad. Subí despacio los últimos escalones, con la llave en una mano y mi cuaderno en la otra. Cuando llegué al rellano, esperé a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra. Saqué el móvil y lo encendí. Sólo había una puerta frente a mí. Ni siquiera el ascensor llegaba hasta ese tramo. El techo era mucho más bajo que el resto de los rellanos. Bajo el débil resplandor del móvil, introduje la llave en la cerradura y la giré. La puerta se abrió dejando escapar el chirriar agudo de los goznes oxidados. El interior exhaló un intenso hálito de humedad y cerrazón, y percibí el polvo suspendido en el aire que parecía incrustarse en mi garganta. Con cierto reparo, di un paso hacia adentro convencido de que tenía que haberme equivocado; resultaba imposible que allí pudiera vivir nadie. Unos haces de luz se filtraban a través de las maderas de los fraileros que cerraban la única ventana. Intenté encender alguna luz pero fue inútil. La estancia era pequeña, con techos abuhardillados, y en los rincones donde la inclinación se hacía mayor era imposible permanecer erguido. A cada paso que daba crujían bajo mis pies la madera reseca. Intenté abrir los fraileros, pero se resistieron. Tiré con más fuerza hasta que cedieron bruscamente como si fueran a caer desvencijados. Unas cortinas de encaje —las misma que atisbaba desde mi estudio— revestían los cristales casi velados por la capa de suciedad acumulada en su superficie. A pesar de la opacidad de la frágil cristalera, en seguida divisé la ventana de mi estudio, justo en frente. Era la casa, no había duda, sin embargo resultaba evidente que allí ni había nadie ni lo había habido desde hacía décadas. Aturdido y sin comprender qué era entonces lo que yo veía desde mi ventana, abrí los postigos de madera y me asomé. No había duda: en aquel patio interior y a esa altura tan sólo había dos ventanas, la mía y la de aquel minúsculo piso el que me encontraba. Saqué la cabeza y miré; era la misma visión que yo tenía vista desde el otro lado. Confuso, intentaba encontrar una explicación de lo que yo había visto desde el otro lado. Me volví y miré al interior, iluminado por la tenue luz invernal que entraba por la ventana abierta. La primera impresión fue la de haber retrocedido en el tiempo; todo estaba dispuesto como si el último morador hubiera salido con la intención de regresar. Se trataba de una única estancia no muy amplia (a primera vista no atisbaba ninguna otra alcoba ni cuarto de baño), parecía incluso más pequeña y recogida por su forma abuhardillada, con una cocina de carbón de un solo quemador ocupando uno de los rincones. La pintura del techo se había descascarillado, y unas manchas oscuras cubrían las inclinadas paredes como enormes surcos de evidente abandono. En la parte en la que el techo era más bajo, había un sillón cuya tapicería, deshilachada y raída por el paso del tiempo, había adquirido un color difuso, casi indefinido; en uno de sus brazos, perfectamente doblada, colgaba una manta de tacto áspero y poco abrigado. A su lado, un estrecho colchón de lana sobre un camastro, cubierto con una colcha de color granate con un festón dorado. En el centro, una vieja mesa de madera con dos sillas, una frente a otra, con un frutero de cristal vacío. En la pared que tenía más altura, había un aparador antiguo con varios enseres colocados de forma ordenada: una fuente de porcelana, dos jarras de diferentes tamaños, tres vasos de cristal, dos platos de porcelana algo descascarillados y la figura de un cisne. Todo estaba cubierto por una capa gris de polvo aferrado a la superficie que lo hacía desvaído, como si formase parte de un cuadro antiguo y oscuro. Me llamó la atención una hilera de libros dispuestos en una estantería. Dejé el cuaderno sobre la mesa; sabía que no debía tocar nada, pero la curiosidad me superaba. Tuve que agacharme un poco para coger uno; se trataba de
Mr. Witt en el cantón
, de Ramón J. Sender, una primera edición de abril de 1936. Escrito a lápiz en una esquina de la primera página todavía se podía leer el precio: «7 pts.». El papel estaba rígido por el polvo acumulado en sus hojas, y, al pasarlas, daba la sensación de que iban a quebrarse. Las yemas de mis dedos se tornaron grises a su tacto. Antes de cerrarlo, me di cuenta de que tenía escrita una dedicatoria. La tinta estaba muy desvaída, pero todavía se podía leer: