Madrid, 30 de julio de 1936
A mi buen amigo Arturo; a pesar de que el camino es largo, penoso a veces, otras insoportable, nunca lo abandones, porque entonces, sólo te quedará la muerte. Con todo mi afecto.
La firmaba el mismo Ramón J. Sender. Pensé que aquel ejemplar era un joya de bibliófilo. Miré los otros libros. Un ejemplar de
El rayo que no cesa
, de Miguel Hernández, también con una dedicatoria escrita, esta vez con lápiz, y con fecha 15 de marzo de 1939:
«
Para mi buen amigo Arturo. Si nuestros caminos vuelven a cruzarse será cierto que habremos salvado un negro destino. En esta senda que emprendo hacia la libertad, te llevo conmigo, mi querido amigo, mi buen amigo. Un abrazo, Miguel Hernández.»
Tomé otro libro con las manos temblonas. Era otro ejemplar del poeta, esta vez se trataba de
El hombre acecha
, dedicada a su vez:
«Mi buen amigo Arturo, custodia ésta, mi obra impresa y no publicada, que el tiempo decida su suerte, y la nuestra. Con mi reconocido afecto, Miguel Hernández.»
Sentí un extraño estremecimiento. Sabía que esa obra del poeta no había llegado a publicarse en el 39 al incautar los nacionales la Tipografía Moderna en la que se imprimían los libros; todas las capillas preparadas para encuadernar fueron destruidas; así que tenía en mis manos uno de los pocos ejemplares que se salvaron de aquella primera tirada inédita y desaparecida. La cubierta era muy sencilla, en tonos tierra, con las letras del título en blanco, y en negro para el nombre del poeta. Acaricié aquel ejemplar casi único, con emoción desbordada. Aquel cuchitril húmedo y abandonado, guardaba un tesoro bibliófilo de una calidad inconmensurable. Me preguntaba quién sería ese Arturo que tenía libros de dedicados de algunos de los grandes de la literatura del siglo pasado. Cogí otros libros, entre los que encontré ejemplares de
El Romancero Gitano
y
Mariana Pineda
, de García Lorca (ediciones de 1930) y un ejemplar de
La destrucción o el amor
, de Vicente Aleixandre. Comprobé que todos ellos estaban dedicados por sus autores, esta vez a un tal «Miguel». Nervioso, pensé que tal vez pudiera tratarse de Miguel Hernández, el poeta alicantino, pero preferí ser prudente a mis lucubraciones, hechas casi evidencias. Por alguna razón que desconocía parecía que el tiempo se hubiera detenido en aquel lugar en los albores del final de la Guerra Civil. Miré el resto de los libros para comprobar si había alguna dedicatoria más, pero no encontré ninguna. Estaba nervioso e intenté mantener la calma. Aquel cuchitril, abandonado hacía décadas, se me presentaba como un sotabanco lleno de valiosos secretos dispuestos a ser descubiertos. Así que continué con mi inspección. En el aparador había cuatro cajones; los fui abriendo uno a uno con cierta dificultad porque la humedad había hinchado la madera y parecía imposible que cediera a mi fuerza. En su interior había ropa tiznada de polvo y desleída en su frágil tejido. Eran prendas de hombre, perfectamente colocadas y dobladas: calzones largos de algodón, camisetas de felpa, algunas camisas y jerséis. En el último se guardaban varios paños, un mantel y un juego de sábanas que tenían primorosamente bordadas en su embozo las iniciales:
TCM
(un detalle que, por su delicadeza, desentonaba tanto con los enseres como con el ajuar que allí había). Cuando iba a cerrarlo, el movimiento brusco desplazó ligeramente el mantel y quedó al descubierto la esquina de lo que parecía un sobre. Me puse en cuclillas y levanté la tela doblada. Bajo ella había un sobre apaisado de buena calidad y forrado con un fino papel gris; no tenía ni remite ni destinatario pero sí membrete con letra de imprenta fina y elegante, cursiva, cuyo nombre me dejó atónito:
«Doctor Eusebio Cifuentes Barrios, Médico tocólogo, hospital de la Princesa.»
Pensé en la pura casualidad de que el morador de aquel cuchitril o alguno de sus allegados hubiera tenido consulta con el doctor Cifuentes, y de ahí que tuviera un sobre suyo (en aquellos tiempos no proliferaban sobres de tan buena calidad, y todo se guardaba mucho más que ahora). Miré el interior con algo de reticencia; sabía que estaba traspasando el límite de la intimidad ajena, pero mi curiosidad estaba demasiado excitada como para ser capaz (tampoco puse mucho empeño) de reprimirla y actuar con sensatez. Primero saqué un trozo de papel con un número de teléfono, el 14229, y a continuación, una frase escrita con pluma: «Avisad cuando empiece el parto.» Definitivamente pensé que el sobre perteneció a una paciente del doctor Cifuentes en el hospital de la Princesa. Asimismo había algo escrito por la parte de atrás a lápiz y con una letra muy diferente a la anterior, en la que ponía un nombre y una dirección: Antonio Belón Manzano, plaza de la Independencia, 8. Dejé el papel sobre el mueble que tenía delante, y abrí de nuevo el sobre. Había algo envuelto en un pedacito de raso negro. Lo saqué y retiré el trozo de tela para descubrir la foto de una mujer. Con mis ojos clavados en ella, me estremecí y sentí que se me erizaba todo el vello del cuerpo. Me giré hacia la puerta abierta, el descansillo oscuro se abría amenazante como una cueva; nervioso, la entorné un poco, con la clara intención de ocultar lo que estaba haciendo, para regresar los ojos a aquella imagen. No tuve ninguna duda de que era Mercedes Manrique Sánchez, posando junto a la fuente de los Peces, sola, sin la compañía de Andrés, con el mismo vestido ya conocido, tomada el mismo día de la foto que obraba en mi poder, la misma que había comprado por casualidad en un puesto del Rastro. En su dorso escrita una fecha: domingo, 19 de julio de 1936. Tenía una mancha que tiznaba la claridad del vestido salpicado de flores, una mácula oscura, de color parduzco, como si un líquido viscoso hubiera empapado el cartón y, con el tiempo, se hubiera secado aferrándose a la falda de Mercedes, a sus piernas, a su cuerpo, dejando su rostro limpio, claro, reconocible al que posara su vista sobre él. Inmóvil, permanecí un rato mirándola, fascinado por sus ojos negros, profundos, intensos. Acaricié la superficie satinada y amarillenta del cartón tieso. Resoplé desconcertado, preguntándome por qué estaba esa foto allí, y si las casualidades realmente existían o aquello se debía a eso que llamaban la atracción provocada por los deseos de la mente. Devolví al interior del sobre la foto (envuelta otra vez en su tela negra, como ligera y lúgubre sepultura) y el trozo de papel, y, sin pensarlo demasiado (obturando mi raciocinio) lo metí en el bolsillo interior de mi abrigo, mirando de reojo hacia la puerta, pendiente de que pudiera abrirse de repente y fuera pillado en el vergonzoso hurto. Con el corazón a punto de salirse del pecho, cerré los cajones y di la espalda al mueble. Respiré hondo. Me fijé en el armario ropero de dos puertas que había junto al rincón. Me precipité para abrirlo, pero, para mi decepción, estaba cerrado. Miré la cerradura con desasosiego. Tiré de nuevo por si cedía, pero lo único que conseguí fue que el mueble temblara como si se fuera a desmoronar. Me giré con el ingenuo convencimiento de que la llave podría estar guardada en algún sitio. Busqué en cada cuenco, en cada recipiente, en unas cajitas de porcelana que había junto a un fregadero de piedra. Mi estado de euforia se disparó cuando abrí un salero de porcelana blanca y descubrí la llave en el fondo del tarro; la cogí y con la mano temblorosa la introduje en la cerradura. Cuando aparté las puertas me quedé mirando a su interior. El cuerpo de la derecha era de baldas, el otro tenía una barra con dos perchas de madera, en una había colgada una sotana de cura con su alzacuellos y en la otra un abrigo oscuro de caballero. En las baldas más altas había más ropa —jerséis de lana recia y dos camisas—, y en la de abajo un par de zapatos de hombre usados, con la piel tan agrietada que su aspecto era acartonado y tieso. En las dos tablas centrales había una vieja máquina de escribir cubierta con una tela negra que tapaba su teclado, y una caja de cartón. Saqué la caja y la puse en el suelo. En una de las solapas de la parte de arriba, escrito con letras grandes y mayúsculas, se podía leer con alguna dificultad (el nombre había desaparecido al rasgar el cartón para abrirlo) un apellido y una dirección: «… Erralde. Pensión La Distinguida, calle Hortaleza, número 1, Madrid.» Era evidente que se trataba del embalaje de algo que se había enviado. Busqué el remite, pero no encontré nada. De su interior saqué un sobre en blanco, lo abrí y saqué una cuartilla. Era una carta fechada el 15 de marzo de 1939, firmada por Miguel Hernández. Noté mis manos temblar mientras leía las palabras escritas al tal Arturo (debía ser el mismo que el de las dedicatorias), diciéndole que estaba en casa con Josefina y Manolillo (su mujer y su segundo hijo, pensé, tragando saliva), y que le guardase el contenido de la caja hasta que se volvieran a ver. Saqué de la caja una carpeta azul, cerrada con dos gomas rojas cruzadas en sus esquinas que guardaba unos papeles manuscritos con tachones y letra aparentemente atropellada. Sentí una especie de vahído cuando empecé a comprender que, posiblemente, tenía en mis manos hojas manuscritas de puño y letra del poeta Miguel Hernández. En apariencia, y a primera vista, se trataba de pruebas de la elegía que escribió a Ramón Sijé, además de otras de sus composiciones, luego incluidas en el
Cancionero y romancero de ausencias
. Sonreí al recordar lo dicho por la portera de que allí no había nada de valor. No sé qué hubiera sucedido si esa mujer tuviera la más mínima idea de lo que se guardaba aquel rincón del que ella tenía las llaves y un control casi absoluto desde hacía años. ¡Bendita ignorancia! Ojeé todas las cuartillas manuscritas, hasta que mis ojos se clavaron en la última. Mis manos temblaban por una incrédula emoción, no podía ser cierto lo que sujetaba en con mis dedos. Escrito con la misma grafía que las dedicatorias que el poeta había hecho a ese Arturo, podía leer uno de los poemas (para mí más hermosos y entrañables por el regalo que me hizo en su día Aurora) de Miguel Hernández. En mis manos tenía borradores de la composición del poema
Llegó con tres heridas
, manuscrito, con alguna palabra tachada o rectificada. Me sentí transportado a otra época, como si de repente tuviera al poeta delante de mí. Acariciaba el papel como si tocase su piel, como si desde el más allá, me tendiera su mano y sonriera gratificado por el efecto de sus versos sobre mí. El golpe de una ventana al cerrarse retumbó en el patio de luces, y me hizo reaccionar. Miré a un lado y a otro, aturdido, retornado bruscamente de un viaje al pasado. Se me acababa el tiempo, y lo que había allí resultaba demasiado importante para mí. Aquello no podía meterlo en un bolsillo de mi abrigo (ahí sí que funcionó la cordura y la sensatez). Oí la voz de la portera. Me asomé al hueco de la escalera y vi su mano blanda y gorda apoyada en la tosca baranda de madera, ascendiendo lenta, mientras hablaba con alguien que no alcanzaba a ver. Se encontraba en el tercer piso, aunque para mi suerte, las escaleras suponían una dura prueba para sus piernas y el ascenso lo hacía con parsimonia. Desesperado por la falta de tiempo y de oportunidad. En cuclillas, delante del armario como si me ocultase en su interior, atento al ascenso de la portera y a sus voces que ya me llamaban, continué mirando los folios, cuartillas y trozos de papel que se acumulaban en el interior de esa carpeta, todos manuscritos, pruebas emborronadas de versos conocidos del poeta. Me dolía en el alma dejar allí, en aquel armario, expuesto a la destrucción del tiempo, la humedad y la dejadez, aquellos tesoros, pero no podía hacer nada. Tendría que ponerme en contacto con la propietaria, hablar con ella, convencerla (si es que no lo estaba) que no podía dejar que se perdiera algo tan valioso. Todo esto se me pasaba por la cabeza mientras ojeaba, desesperado, aquellos borradores, como si quisiera fotografiar cada hoja a través de mis ojos para evitar su pérdida. Miré hacia la puerta. En pocos segundos la cara gorda y grasienta de la portera aparecería en el rellano; si no me daba prisa, me descubriría, y debía mantener su confianza para sonsacarle la forma de contactar con la dueña. Nervioso y decepcionado por no tener más tiempo, puse todo en su sitio precipitadamente, cerré las puertas y eché la llave —tan rápido como pude, pero con sumo cuidado para no hacer ruido—; luego la metí en el salero. En ese instante, vi aparecer la cabeza de la portera enfilando los últimos escalones; miré hacia la ventana y me volví para cerrar los fraileros. Justo en el momento en el que la estancia se quedó a oscuras, la mujer se apoyó en el quicio de la puerta recuperando el resuello.
—¿Qué está haciendo? ¿Cómo tarda tanto?
—Ya iba a bajar. Es que me ha costado un rato abrir la puerta —mentí—, no había forma de hacer girar la llave.
—Sí, alguna vez se atasca —como había dejado la llave puesta, la mujer la hizo girar varias veces—. La humedad abomba la madera y oxida la cerradura.
—Eso ha debido de ser —añadí, amparando mi nerviosismo y la mentira en la penumbra en la que volvía a quedar la estancia.
—Qué, ¿se ha convencido de que aquí no vive nadie desde hace años?
—Sí, ya. Me había equivocado de ventana —volví a mentir, aunque ni yo mismo entendiera la razón del embuste porque aquélla era la que yo veía desde mi casa—, tenía usted razón.
—Ale, pues marchando, que tengo cosas que hacer.
Cogí el cuaderno y el móvil que había dejado sobre la mesa y salí de la buhardilla franqueando el voluminoso cuerpo de la portera, que me esperaba con la mano puesta en el pomo para cerrar.
—Muchas gracias por todo.
—No hay por qué darlas.
Se volvió de espaldas para echar la llave y me quedé mirando con un visaje descorazonado, a sabiendas de lo que había ahí dentro.
Iniciamos el descenso; yo delante, la portera detrás de mí, paso a paso, lenta, sin dejar de mirar el suelo en el que plantaba sus pies embutidos en unas zapatillas oscuras y sucias, y agarrándose a la barandilla.
—¿Sabe cómo puedo ponerme en contacto con la dueña del piso?
Se detuvo para mirarme. Alzó las cejas sorprendida.
—Pues si le digo la verdad, no lo sé. Tenía un número de teléfono de cuando vivía mi madre, pero ya lo habrán cambiado, sólo tiene cinco números, no le digo más. Yo, si le digo la verdad, nunca la he llamado, ni lo he intentado, vamos, si ella no se interesa por lo suyo, no voy a ser yo la que lo haga. Pues anda que no tengo yo cosas que hacer como para estar pendiente de lo de los demás.