—¿Quién ha llamado?
Charito la miró esquiva.
—Preguntaban por papá.
—¿Has apuntado el nombre?
—No ha dejado recado, ni nombre.
—¿No ha llamado Arturo?
—No.
Charito respondió malhumorada y se centró en el solitario que hacía con la baraja de cartas. Teresa dio un suspiro y se desplomó en el sillón. Mientras, su hermana la miraba de soslayo, apretando los labios, consciente de que la mentira era el mejor remedio para todos. Había sido Arturo el que había llamado, y ya lo había hecho la tarde anterior, cuando Teresa y Mercedes estaban fuera de casa. En las dos ocasiones, Charito le había dicho que su hermana no estaba en casa. En la última llamada, realizada hacía tan sólo unos minutos, Arturo le había pedido que le diera un recado: «Dile a tu hermana que tengo que marcharme unos días a Valencia, que no sé cuando regresaré, tal vez se alargue unas semanas, y que la escribiré.» Ella no disimuló su indolencia al escuchar sus palabras y él lo notó. «Por favor, dale el recado, es muy importante.» Pero Charito no estaba dispuesta a dar a su hermana ni un solo dato de aquel hombre que ella calificaba como un «rojo», al que hacía culpable —como cabeza de turco— de todo lo malo que les estaba pasando.
En ese momento, se oyó el frenazo de un coche en la calle. Las dos hermanas se miraron un instante antes de levantarse y precipitarse al balcón. Se asomaron justo en el momento en el que su padre descendía del coche.
—¡Padre!
Él levantó la mirada lacónico, para luego atender a su esposa que salía en ese momento.
—¡Están aquí! —Charito salió corriendo por el pasillo para ir a su encuentro, dando voces de alegría y alertando al resto de las mujeres de la casa.
Teresa, mientras, se quedó observando a sus padres, sus movimientos lentos, comedidos, cansados; por primera vez los notó viejos, como si la ancianidad se hubiere precipitado sobre sus cuerpos haciéndolos torpes y frágiles. Antes de entrar en el portal, su madre alzó los ojos. La mirada abatida la estremeció. Charito apareció y se abrazó a su padre y luego a su madre, pero ellos apenas respondían a los saludos, como si estuvieran ausentes, como si regresaran vacíos. Cuando entraron en el portal, Teresa se metió al salón.
—¿Están bien? —preguntó Mercedes que permanecía, junto a su madre, en medio del salón.
—Parece que sí.
Las tres se dirigieron a la entrada, donde ya estaba Joaquina esperando con la puerta abierta de par en par. Se oía la voz de Charito, y el susurro grave de su padre mientras ascendían el tramo de escalera. Cuando llegaron al descansillo de la casa, Teresa salió y besó a su madre, y la sensación fue de besar a un ser inerte, vacío de vida. Miró a su padre sin llegar a acercarse.
—¿Cómo estáis?
—Cansados. Pero estamos bien.
Joaquina sostuvo la puerta hasta que todos entraron. Mientras, Mercedes y su madre permanecían en un lado, discretas.
Cuando las vio, don Eusebio se detuvo, soltó el brazo de su esposa y se acercó a ellas, dirigiéndose toda su atención a Mercedes.
—Tú debes de ser Mercedes.
—Sí, señor.
Con un gesto de la cara le señaló la tripa.
—¿De cuántos meses estás?
—A punto de cumplir los ocho, señor. Don Honorio me dijo que saldría de cuentas a finales de septiembre o como mucho a principios de octubre.
—Parece que estás de más tiempo —añadió don Eusebio, observando la preñez de Mercedes—. No debes preocuparte por nada, aquí estarás bien atendida. Ya sabes que yo soy médico —se dirigió hacia la señora Nicolasa y esbozó una sonrisa esquiva que quiso hacer amable, sin conseguirlo—. Las cosas están mal para todos, apenas hay alimentos que comprar y hay días que falla la electricidad y el suministro de agua. Nadie sabe cuánto tiempo durará esto, esperemos que poco, pero mientras que tengas que permanecer aquí, intentaremos convivir lo mejor posible. Todos tenemos que arrimar el hombro…
—Todos menos ella —interrumpió doña Brígida, dando un paso hacia adelante, refiriéndose a Mercedes—. En tu estado debes cuidarte mucho, y te aseguro que, en lo que esté en mi mano, en esta casa estarás perfectamente atendida y cuidada hasta que des a luz.
—Muchas gracias, señora.
—Ahora, lo más importante es el bienestar del bebé —añadió con firmeza, y se giró hacia todos los demás como si el mensaje de los cuidados de la embarazada fueran una responsabilidad compartida.
Mercedes estaba sorprendida, ya que no esperaba tanta amabilidad por parte del matrimonio Cifuentes.
Teresa observaba la escena con estupor. ¿Qué les pasaba a sus padres? ¿Tan brusca y redentora podría llegar a ser la experiencia del encierro como para cambiar el corazón de una persona? Le desconcertaba (aunque le alegraba enormemente) el interés inopinado sobre el estado y bienestar de Mercedes, y a pesar de las primeras reticencias, esbozó una sonrisa relajando el ánimo, al fin y al cabo, habían regresado sanos y salvos, Mercedes y la señora Nicolasa se quedarían el tiempo que fuera necesario, y en la casa todo parecía adoptar un equilibrio extraño aunque muy gratificante.
Pero la que estaba realmente boquiabierta por la actitud, sobre todo de doña Brígida, era Joaquina; ella no era tan cándida como los demás, y desde el primer momento sospechó alguna clase de argucia tras esa aparente actitud de benevolencia, repentina e impostada, que los señores mostraban hacia una desconocida. Apenas tuvo tiempo para pensar porque doña Brígida comenzó a darle órdenes con la misma energía y desprecio que si no hubiera pasado por la terrible experiencia de la detención y el encierro de más de veinticuatro horas. Ella se alejó por el pasillo refunfuñando por lo bajo para preparar un baño a los señores, mientras que los demás, con algo más de calma, iban avanzando.
Los días siguientes al regreso del matrimonio Cifuentes de su encierro, estuvieron marcados por el cambio de talante sufrido por ambos, y desorientaba sobre todo a Teresa y a Joaquina, que los conocían bien. La excesiva, a veces cargante, amabilidad que doña Brígida brindaba a Mercedes y al estado de su embarazo hacían que se sintiera mucho más incómoda que si hubiera pasado inadvertida, tal y como le hubiera gustado a ella. Las atenciones eran tantas, los cuidados tan extremos que apenas la dejaba coger el mínimo peso, ni permitía que se agachase a recoger algo del suelo, ni siquiera el simple hecho de doblar las sábanas una vez limpias y secas. Vigilaba como un guardián sus actividades, reprimiéndola de cualquier cosa que no fuera el reposo y la tranquilidad. Mercedes agradecía las atenciones de doña Brígida, pero también la abrumaban en exceso, así que, para evitar encontrarse con ella, se encerraba casi todo el día en el cuarto de los mellizos, donde había sido instalada junto a su madre, y dedicaba las horas a leer. A veces, a escondidas, acompañaba a su madre y Joaquina a hacer la compra, dedicando horas a ponerse en distintas colas para conseguir algo de leche, aceite, carne, patatas o azúcar. Pero las colas cada vez eran más largas, y la espera se prolongaba durante horas interminables que acababa con la paciencia de algunas mujeres, lo que provocaba altercados cuando alguna se intentaba colar o la desesperación de otra al no recibir nada tras la larga espera. Mercedes tuvo que renunciar a estas salidas debido al peligro que suponía permanecer, en su estado, demasiado tiempo de pie, de verse envuelta en una de esas reyertas, incluso para evitar el riesgo de recibir una bala perdida procedente de los «pacos», o la amenaza, cada día más evidente, de los bombardeos aéreos o de los obuses lanzados por los rebeldes sobre las calles de Madrid.
—No sé estar sin hacer nada todo el día, Teresa. Tu madre no me deja ni coger un plato. No estoy acostumbrada a esto, yo me encuentro bien, puedo trabajar sin problemas y ayudar en las tareas. Estoy embarazada, no enferma. En Móstoles las mujeres trabajan incluso en el campo hasta el mismo día del parto. No entiendo qué idea de los embarazos tenéis en la ciudad.
—Yo te comprendo, Mercedes —le decía Teresa sentada con las piernas cruzadas sobre el colchón de la cama de su hermano Juan—, pero para una vez que mi madre muestra un poco de consideración hacia el prójimo será mejor no contravenirla. No sé qué le pudo ocurrir durante su encierro, me sorprende este afán protector que muestra hacia ti y sobre todo hacia el bienestar del bebé. Tal vez se le haya despertado un instinto maternal olvidado.
Mercedes dio un suspiro profundo, cansino, acariciándose la tripa.
—Con el trabajo al menos tengo la cabeza ocupada y no pienso. Me angustia tanto no saber nada de Andrés, me da miedo que le haya podido pasar algo.
Teresa apretó los labios, pesarosa. Le había sido imposible sacar información alguna sobre su marido y su cuñado; a todos los sitios a los que había ido le habían dado la misma respuesta: «No constan.»
Por otro lado, Arturo había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra; según doña Matilde se había ido precipitadamente al día siguiente de que ella fuera por la pensión. Teresa esperaba sus noticias con las mismas ansias como lo hacía Mercedes de Andrés. Así que las dos hablaban poco del tema.
—¿Por qué no le escribes?
—No tengo adónde dirigirlas.
—No hace falta que las envíes ahora, escribe un diario dirigido a él. Cuando todo acabe, Andrés podrá leerlo, y será como si nunca hubierais estado separados —se quedó pensativa, para luego abrir sus labios en una amplia sonrisa—. Espera un momento…
Teresa dio un salto de la cama. Se dirigió al escritorio, abrió un cajón y sacó media docena de cuadernos escolares, de tapas grises, blandas y con hojas pautadas y en blanco, sin estrenar. Se los tendió.
—Toma, estos cuadernos llevan ahí metidos desde que acabé la escuela. En ellos podrás escribir cada día todo lo que sientes, lo que ves, lo que percibes —la tocó la barriga con los dedos—, podrás contarle cada uno de los movimientos de tu bebé.
Abrió otro cajón y sacó una pluma y varios lapiceros. Se los tendió también, regocijándose en la cara de sorpresa de Mercedes, una sorpresa agradecida.
—La pluma tiene muy poca tinta; luego entraré al despacho de mi padre y le cogeré un tintero. Le gustan mucho las plumas. Había conseguido reunir una colección preciosa, pero los milicianos se llevaron casi todas.
Mercedes cogió la pluma y los lapiceros. Como si fuera una niña al descubrir los juguetes que los Reyes de Oriente le han dejado junto a sus viejos zapatos, abrió uno de los cuadernos, desenroscó la pluma y, con miedo, escribió las primeras palabras rasgando el papel pautado: «Sábado, 12 de septiembre de 1936. Madrid. Mi querido Andrés.» Levantó la cabeza, manteniendo la pluma en el aire sobre el cuaderno. Se dio cuenta entonces que ya había pasado casi un mes desde que se lo habían llevado, arrancándole bruscamente de su vida. Dio un largo suspiro, y se volvió hacia Teresa y notó algo raro en ella.
—¿Qué te ocurre?
Dejó la pluma sobre el papel, y se había levantado para ir a su lado. Teresa tenía los ojos brillantes, colmados de lágrimas que se desbordaban de sus párpados resbalando por las mejillas. Lloraba en silencio, retorciendo los dedos de sus manos como si a través de ellos quisiera soltar toda la tensión.
—No sé qué pensar, Mercedes. Desde que se llevaron a mis padres no he vuelto a saber nada de Arturo, ni una llamada, ni una nota, ni una explicación. A lo mejor mi hermana tenía razón.
—No pienses eso, al menos hasta que hables con él.
—Esta maldita guerra parece no tener fin, ya son dos meses y es todo tan confuso. Tengo miedo.
—Pronto acabará todo, ya lo verás, lo importante es que estamos juntas.
Teresa la miró y esbozó una sonrisa mezclada con el llanto irrefrenable que le nublaba la visión de aquella mujer, a la que veía mucho más fuerte que ella, más entera, más firme en su forma de afrontar la vida; con menos posibilidades, había conseguido mucho más que ella, que lo tenía todo. En el fondo y a pesar de su apariencia paleta, algo ingenua y despistada, abrumada por la demasía de la ciudad que la desbordaba, Teresa la admiraba.
—Gracias, Mercedes.
—Soy yo la que tengo que darte las gracias.
—Eres la primera persona con la que puedo hablar en esta casa sin que me critique, me humille o simplemente me ignore. Mis conversaciones no te parecen banales, ni pones cara de aburrimiento mientras me escuchas como le pasaba a mi hermano Mario; es con el que mejor me llevo, aunque en el fondo piensa como todos los hombres, que las mujeres somos tontas y bastante limitadas. No le culpo. Creo que algo de razón tiene. Mi madre me saca de quicio, no la soporto, mi padre es un completo desconocido, siempre tan inalcanzable. En cuanto a los gemelos, para mí siguen siendo unos niños, aunque se hayan puesto un uniforme y disparen un arma. Veremos a ver cómo me los devuelve esta maldita guerra.
—¿Y Charito?
—Charito es como mi madre, insoportable, insufrible, arrogante y algo estúpida. Apenas hablamos —chistó la boca con un gesto de desidia, para luego mirarla esbozando una sonrisa—. Lo único bueno de todo esto es haberte conocido.
Mercedes le sujetó la mano con fuerza, como si quisiera transmitirle todo su afecto.
—A mí también me gusta mucho tu compañía. La verdad, es que nunca he tenido una amiga. Bueno, con doña Amanda hablaba mucho, pero desde que me casé apenas nos veíamos. No estaba muy bien vista en el pueblo porque era más lista que todos los hombres juntos.
—Cuando todo acabe, Arturo y yo iremos a visitaros a Móstoles.
—Uff, será muy aburrido para vosotros.
—Bueno, te he dicho que te visitaré, no que me quede a vivir allí.
Las dos rieron dejando que las lágrimas corrieran libres por sus mejillas.
Cada día que pasaba, Madrid se convertía en una terrible contradicción. Los teatros, los cines y las salas de espectáculos seguían con sus funciones diarias, las cafeterías estaban a rebosar, los restaurantes se llenaban de clientes y la mayoría de los comercios, cerrados, saqueados o vaciados en la confusión de los primeros días, habían vuelto a abrir sus puertas, bien por sus dueños o por personas puestas por los sindicatos o partidos, en un intento desesperado de asegurar el abastecimiento a la población y aparentar una ínfima normalidad. Sin embargo, había muchas cosas que habían cambiado en aquel verano convulso. En muchos cines se proyectaban películas de temática rusa o de la revolución soviética. En los restaurantes más lujosos compartían mesa políticos, miembros destacados de los partidos, periodistas y visitantes extranjeros (cada vez más numerosos en la ciudad), con grupos de milicianos de aspecto desarrapado, sin afeitar, procedentes del frente, vestidos con mono y gorrilla cuarteleras, y armados con sus pistolas o con sus fusiles que colgaban en las sillas o dejaban sobre los manteles blancos. En la entrada de muchos comercios se levantaban portalones hechos de sacos terreros como protección de escaparates, cristales y mercancías de la metralla de bombas y obuses que caían en Madrid cada vez con mayor asiduidad. En las calles se veían carteles que indicaban el refugio más cercano para el caso de alarma aérea. Los andenes del metro o los sótanos de las casas o de grandes edificios del centro se convertían de repente en el lugar de reunión de gentes asustadas, arrancadas de sus quehaceres cotidianos, de sus camas, cubiertos con mantas, o con lo puesto, sin tiempo para otra cosa que no fuera huir del horror de la destrucción y la muerte. Las noches eran mucho más oscuras porque la mayoría de las farolas se habían cubierto de pintura azul, con el fin de evitar que su iluminación indicase objetivos a los Junkers alemanes que, amenazadores, sobrevolaban la ciudad en plena noche rompiendo el sueño y el sosiego de la población. Había orden de mantener las luces de las casas apagadas, y las cortinas y fraileros de las ventanas que daban a la calle totalmente cerradas; en caso de incumplimiento, los milicianos que realizaban labores de vigilancia nocturna, disparaban contra la ventana o detenían a los moradores de la casa sospechosos de hacer indicaciones a los aviadores enemigos. La paranoia de la delación se había desatado, y cualquier desliz podía suponer la detención. Madrid se movía en medio de una aparente cotidianeidad, disfrazada con las colas inmensas formadas cada mañana ante las tiendas de alimentos, o los mercados de abastos, rota por las sirenas que cambiaban el paso lento y tranquilo por la carrera acelerada, con la vista puesta en el cielo, hasta llegar al lugar en que la tierra engullía a sus profundidades a los más inocentes, reflejado el pánico en su rostro. Los milicianos seguían con las calles tomadas por sus cánticos, sus desfiles, las borracheras en que ahogaban el miedo a la muerte en un frente cada vez más cercano.