Salieron al exterior. Delante del coche que les había traído desde Madrid, había aparcado otro bastante más cochambroso. En el interior, sentado al volante, dispuesto para iniciar la marcha, otro miliciano joven, con barba de varios días que miraba, despistado, la escena de la despedida. El que había entrado apremiando para la partida, esperaba con la puerta trasera abierta a que Mario se introdujera en el coche. Los guardias, con gesto aburrido, permanecían apoyados en el otro auto, apurándose un pitillo.
Mario se despidió del viejo Manolo. Luego besó a su madre en la frente y a Teresa en la mejilla.
—Cuídate mucho —la dijo—. Y deja a ese rojo de una vez, sólo te traerá problemas. ¿Me prometes que lo harás?
Teresa no contestó. Tampoco esperó respuesta, como si estuviera convencido de haber dado una orden imposible de eludir. Mario se metió en el coche y la puerta se cerró con un golpe seco. El miliciano se montó en el asiento de delante, junto al conductor. Otro portazo, sonoro y hueco, rompió aquel pesado silencio de separación. El motor rugió y Mario sacó la cabeza por la ventanilla.
—Os escribiré. Y tú —dirigió a Teresa el dedo índice, con ademán autoritario—, aléjate de ese Arturo, te lo advierto, por tu bien y por el de todos.
La voz ahogada de doña Brígida siguió el inicio de la marcha. La nube de polvo ascendió tras el paso de las ruedas y envolvió el auto disipando su visión. Nadie se movió hasta que el coche dobló la esquina y desapareció.
Sólo en ese momento, cuando ya los ojos se desprendieron del horizonte polvoriento, el viejo Manolo se acercó a las dos mujeres, manteniendo cierta distancia.
—¿Cómo están la Nicolasa y su chica?
Doña Brígida lo miró, aturdida, como si no hubiera entendido el idioma en que le hablaba.
—Bien, bien, las dos se encuentran bien.
—¿Y el embarazo de la Mercedes, cómo lo lleva?
—Bien, ya le he dicho que están muy bien atendidas —la voz de doña Brígida había recuperado su tono desagradable, acompañada de sus maneras habituales, arrogantes y desdeñosas—. No se podrán quejar, se lo aseguro. ¿Verdad, Teresa?
—Están bien —añadió Teresa, intentando mostrar toda la amabilidad que a su madre le faltaba—, no se preocupe por ellas. Mercedes ha pasado un poco de calor porque dice que los pisos de Madrid no tienen las paredes de las casas de los pueblos…
—Ay, hija, no me vas a comparar las comodidades que tiene allí a lo que tiene aquí.
Teresa dedicó una mirada fulminante a su madre, pero ella desvió los ojos, petulante. Luego, la obvió y continuó hablando con el viejo Manolo.
—Ahora ya refresca un poco y lo lleva mejor. No la dejamos que haga ningún esfuerzo.
—Está como una reina, se lo digo yo. Como una reina; no coge ni un plato.
Manolo se mantenía a cierta distancia, como si no quisiera acercarse demasiado a esas dos señoras de la ciudad, tan distintas y tan ajenas al mundo que él controlaba. Había en ellas, en sus maneras, algo que no le gustaba.
—Señoras, es hora de regresar a Madrid.
El guardia que habló tiró la colilla al suelo, como si hubiera decidido en ese momento que la visita había terminado. Abrió la puerta de atrás y esperó a que Teresa y su madre se montasen. Doña Brígida, sin decir nada, se dirigió al coche, pero Teresa se quedó un instante mirando al anciano.
—Agradecemos mucho lo que han hecho por mi hermano, dígaselo también al médico, a don Honorio, y no se preocupe por Mercedes, yo misma me encargo de cuidar de ella.
—Quedamos correspondidos con la acogida en su casa de las mujeres.
Tenía una voz seca y cortante, y sus ojos fijos, inquisitivos, que parecía auscultar los más profundos pensamientos, intimidaban a Teresa.
—¿Se sabe algo del marido de Mercedes? —pregunté.
—Nada —contestó—. Si hubiera algo, se lo haré llegar a través de don Honorio.
—Vamos, hija —apremió doña Brígida, desde el interior del coche—, sube de una vez, se hace tarde y tu padre debe de estar muy preocupado.
A todos sorprendió, por inoportuna e impertinente, la actitud de doña Brígida. Teresa, avergonzada, entró por fin al auto. Junto a ella, subió el último de los guardias que se mantenía a la espera. En cuanto cerró la puerta, el conductor, que ya había puesto en marcha el motor, apretó el acelerador y el coche avanzó lentamente, dejando su propia estela blanquecina del polvo levantado.
Agradecí la calidez de la casa al entrar en el vestíbulo. Llamé a Rosa, pero nadie respondió. Con prisa, me desprendí del abrigo y me dirigí a grandes zancadas hacia el fondo del pasillo donde se encontraba mi cuarto de trabajo. Abrí la puerta y miré a través de los cristales. Allí estaba, la misma ventana a la que me había asomado hacía sólo unos minutos, la misma tras la cual había visto a la pequeña Natalia y a su abuela, y que ahora parecía cerrada a cal y canto, tal y como había permanecido siempre, como si todo fuera un espejismo con el que mi mente me estuviera jugando una mala pasada. Un ruido en algún lugar de la casa me alertó. Volví a llamar a Rosa y estaba vez me contestó.
—Ah, don Ernesto, no le he oído llegar. Yo ya he terminado. Le he dejado hecho una empanada.
—Gracias, Rosa, ya sabe que sus empanadas son mi debilidad.
—Lo sé, por eso se la he hecho, para que se la coma, que lleva unos días que apenas come. Esta semana he tirado dos guisos que le dejé preparados.
—Lo siento, Rosa, estos días he estado más despistado que de costumbre.
—Pues para rendir bien, hay que comer bien.
—No se preocupe, la empanada no tendrá que tirarla, se lo aseguro —mientras hablábamos, se iba poniendo el abrigo—. Rosa, dígame una cosa, ¿ha visto a alguien en esa ventana durante estos días?
Inopinadamente bajó un poco la cabeza para mirar a través de la cristalera la misteriosa ventana, para inmediatamente negar con la cabeza antes de hablar.
—No, señor. Al menos desde que yo estoy en esta casa, nunca he visto a nadie, ni siquiera los fraileros abiertos.
—¿Está segura?
—Completamente. ¿Ha visto usted a alguien? —me preguntó con curiosidad.
—Bueno, es muy raro, pero estos días he visto a una niña y a una anciana, incluso me han saludado. Incluso me he encontrado con ellas por la calle… —fruncí el ceño y me volví hacia la ventana—, el problema es que, ahora, parece que nunca hubieran existido…
Seguía abotonándose el abrigo como si estuviera esperando mis palabras. En su boca se dibujaba una mueca extraña, o tal vez me parecía a mí, porque lo cierto era que pocas veces me había fijado en su rostro. Para mí aquella mujer era la sombra que arrastraba el aspirador y poco más.
Le expliqué a grandes rasgos, sin entrar en mucho detalle, de mi incursión en ese piso con la intención de visitar a mis vecinas, y mi extrañeza de encontrarme un lugar inhóspito y abandonado, cerrado e inhabitado desde hacía más de setenta años. Puse todo mi empeño en afirmarle que yo había visto a esas dos personas detrás de los cristales de esa ventana que se abría en la fachada que teníamos enfrente. Mientras relataba mis sensaciones y dudas, me di cuenta de que era la primera vez que hablaba con Rosa más de un minuto seguido, para contarle algo que me podía dejar un poco en evidencia (consideraba que ver visiones podría ser un paso hacia la locura promovida por la soledad impenitente en que se había convertido mi vida). Por justificar mi actitud, me convencí de que cuando esas dudas llegan a rozar lo ridículo el inconsciente tiende a buscar consejo en alguien ajeno, alejado de uno mismo y de sus incertidumbres. Rosa era una mujer que me conocía desde hacía muchos años (sabía de mis gustos y manías, de mis horarios, organizaba la intendencia de la casa y de mi indumentaria, indicándome sutilmente cuándo y qué debía comprar ropa o calzado); su discreción, no obstante, nunca la había llevado más allá de un saludo educado o una frase de cortesía. De repente, parecía que el muro que yo mismo había construido para aislarme de ella se había desmoronado. Era como si le hablase a una madre solícita (me vino a la memoria el rostro de la mía) atendiendo las grandes vacilaciones de un adolescente perdido.
—Perdóneme, Rosa, creo que la estoy aburriendo, además de entretenerla. Son los estragos de esta vida que llevo tan aislada, que algunas ventajas tiene, pero en la que también hay daños colaterales, y usted está sufriendo uno de ellos. Le pido disculpas…
Ella me miraba apoyada en el quicio de la puerta, con una sonrisa meliflua dibujada en sus labios, como si se estuviera compadeciendo de mi locura sospechada y ahora confirmada. Entonces se irguió un poco, tomó aire y alzó las cejas.
—Ay, don Ernesto, usted pretende encontrar la verdad donde sólo existe ficción. Si usted me permite que yo le diga, la mayoría de las veces, ustedes, los que se dedican a la literatura, no son conscientes del poder que tienen. Poseen ese bálsamo de fierabrás del que habla don Quijote cuyos extraordinarios efectos podían juntar un cuerpo partido en dos y dejarlo tan sano como una manzana. Sin la magia de la ficción sería imposible recomponer un cuerpo partido, mitigar los dolores de la soledad, repartir ese ungüento que alivia el ánimo y da consuelo en las sombras de la existencia. Si los contadores no existieran, habría que inventarlos. Los que, como usted, son capaces a pasarse horas pergeñando historias, bálsamos que curan y consuelan, realidades que existen únicamente en los entramados de su entendimiento, tienen la inapelable obligación de mantener una fe inquebrantable en los encantamientos, en los sortilegios, en esa magia que sólo existirá si se pone voluntad en ello. Desconozco lo que sus ojos han podido ver a través de su ventana, pero si me permite un consejo, don Ernesto, déjese llevar por su instinto, usted es un cultor de la magia que tan sólo puede obtenerse en ese excelso mundo que es la literatura. Déjese llevar por sus presentimientos, tenga fe en aquello que únicamente se revela a sus ojos, ahí están los ingredientes necesarios e imprescindibles para elaborar su propio bálsamo, un bálsamo de fierabrás que le será útil a otros. La imaginación es el mejor aliado para usted. Si no se cree sus propias fantasías, si no acepta los espejismos que solamente usted es capaz de descubrir y vislumbrar, difícilmente podrá hacer creíbles sus historias. Los lectores que se acerquen a sus letras se sentirán defraudados y lo abandonarán, porque nadie en la ficción pretende encontrar la realidad, para eso ya tenemos la vida. Gracias a lo que nos proporciona ese universo mágico de la literatura, el mundo es más capaz de afrontar esa realidad y, lo que es más importante, es capaz de transformarla y hacerla mejor de lo que es.
Aquellas palabras me dejaron, literalmente, con la boca abierta.
—Desconocía sus conocimientos sobre el sentimiento literario de los novelistas.
—Me temo que usted desconoce todo de mí, don Ernesto.
Tuve un repentino arrebato de vergüenza culpable. Indeliberadamente, prejuzgué como una iletrada a aquella mujer, pasada largamente del medio siglo, baja de estatura, algo gruesa, pelo corto y cardado y de aspecto matriarcal, por el único hecho de ganarse la vida limpiando la mierda de otros; sin embargo, acababa de darme, con las palabras justas, una lección magistral sobre mis propios sentimientos como escribidor aspirante a contador de historias.
—Lo siento, yo… no pretendía.
—No tiene de qué disculparse —añadió con una leve sonrisa benevolente—. Usted es como la mayoría de los buenos escritores, anda metido en su burbuja de cristal sin enterarse de lo que ocurre más allá de sus propias narices.
—Se lo agradezco, Rosa, pero me incluye usted en un grupo selecto al que yo tan sólo aspiro pertenecer con anhelo.
—No sea tan duro consigo mismo, don Ernesto. Dese la oportunidad de demostrarse lo que vale, mire más allá del cristal y créase lo que ven sus ojos, aunque nadie más que usted sea capaz de verlo.
Esquivé su mirada y miré hacia mi cristalera; luego, volví a mirarla. Cogí aire y resoplé moviendo la cabeza con una sonrisa floja en los labios.
—Rosa, yo estoy completamente seguro de que he visto a esa niña y a su abuela detrás de esos cristales, no es una fantasía de mi imaginación.
—¿Y qué más da que sea o no producto de su imaginación? Escuche su instinto, salga de su burbuja y mire lo que se le muestra a los ojos, es posible que sea algo trascendente, y por el afán de aferrarse a la pura realidad (que se tiende a considerar como la verdad absoluta) no le preste atención y esté desperdiciando la mejor historia que jamás pudiera contar.
—No existe la historia perfecta.
—¡Menos mal! Si así fuera, la literatura terminaría por marchitarse y con ella languidecería la humanidad. El bálsamo de fierabrás se convertiría en un líquido inservible.
Terminó de colocarse los guantes de lana, se echó el pico de la bufanda hacia atrás tapándose el cuello, y, con una sonrisa avisada, mostrando una dignidad que hería aún más mi torpeza, se dio la media vuelta, y se alejó por el pasillo con paso firme y sigiloso.
—Rosa —escuché mi voz cuando ya casi alcanzaba el final del pasillo. Ella se detuvo y se giró hacia mí. Mis labios se abrieron en una sonrisa reconciliadora, más que hacia ella, hacia mi propia conciencia—. Gracias.
—Hágame caso, don Ernesto, cómase la empanada antes de que se estropee, la de hoy me ha salido para chuparse los dedos.
Cuando oí la puerta, me volví hacia la ventana de la buhardilla. Al final, no estaba seguro de nada. Me costaba creer que la visión de mis vecinas detrás de la ventana fuera un espejismo propio de mi condición de contador tal y como me había querido dar a entender Rosa.
Estuve un buen rato dándole vueltas a la realidad o no de lo que había visto, a la persona de Rosa, a la ligereza con la que se prejuzga a los demás con demasiada frecuencia.
Dos días después de que Teresa y su madre tuvieran la oportunidad de despedirse de Mario, antes de su paso a la zona nacional, el sonido del teléfono irrumpía en la casa de los Cifuentes, rompiendo la quietud de la noche. Tras del primer timbrazo, el piso continuó oscuro y silente; la resonancia repetida que parecía desgarrar el aire, iba penetrando, una y otra vez, en el oído dormido de los habitantes de la casa. Mucho antes de iniciarse aquel estrépito, un resplandor amarillento procedente de una lámpara de queroseno, se escapaba bajo la puerta de la habitación de los mellizos, hurtando al pasillo de la oscuridad con una ligera claridad. Mercedes llevaba un buen rato volcando su desesperanza sobre el papel. Había intentado dormir sin conseguirlo, había leído un rato y, ahora, escribía cartas dirigidas a Andrés contándole todo lo que se le venía a la cabeza, como si lo tuviera delante. Si se concentraba mucho tenía la sensación de que podía verlo escuchando atento sus palabras a través de la tinta que iba cincelando sus pensamientos sobre la página en blanco; incluso sonreía divertida contando cosas alegres, o sentía el ahogo del llanto cuando alguna tristeza se colaba en su extraña conversación escrita. Todo lo hacía envuelta en la calma nocturna, acompañada por la respiración, rítmica y serena, de su madre que, después de muchas vueltas, por fin dormía. Alejada del entorno, absorbida por el embeleso epistolar, se sobresaltó cuando el primer timbrazo rompió la opaca placidez de la casa, haciendo un pequeño borrón provocado por un inopinado movimiento de la mano. Con el segundo timbrazo, colocó el capuchón a la pluma, la dejó sobre el cuaderno escolar y se levantó, pendiente de que alguien acudiera a descolgar el teléfono. El estruendo parecía no incidir en el pesado descanso, y nadie atendía a la llamada. El mutismo que seguía a cada resonancia quedaba abatido por el eco del anterior. Mercedes se acercó a la puerta y la abrió. La señora Nicolasa, aturdida, se había incorporado.