Si te perdiera…
Si te encontrara
bajo la tierra.
.
Bajo la tierra
del cuerpo mío,
siempre sedienta.
Un penetrante aroma de azahar me embriagó cuando Antonio Belón llegó hasta mí, mirándome, cauto y tímido. Se puso a mi lado, fijos sus ojos en los míos, preguntando en silencio si eran ellos, si aquél era el lugar; asentí ligeramente, y bajé los ojos a la placa marmórea para ayudarle al encuentro. Di un paso atrás y él se volvió lentamente hacia la sepultura, sin prisa, sin decir nada, con sus manos apretadas a su pecho como si fuera a hacer una plegaria, y así se mantuvo un rato, quieto, agazapado en una emocionada ternura, hasta que noté que sus hombros se movían levemente, pequeños espasmos apenas contenidos; todavía en silencio, sus lágrimas (que no veía) debían de brotar de sus ojos abiertos, sin dejar de mirar los nombres anhelados durante tanto tiempo:
ANDRÉS ABAD RODRÍGUEZ
15 de julio de 1913 - 25 de abril de 1939
MERCEDES MANRIQUE SÁNCHEZ
1 abril de 1916 - 26 de noviembre de 1965
—¿Quién ha traído estas flores? —preguntó con voz rota, apenas un susurro.
Pensé en Teresa Cifuentes, aunque desconocía cómo las habría hecho llegar hasta allí esta vez.
—La mujer que con su recuerdo los mantuvo vivos.
No me miraba, todavía permanecía con los ojos fijos en la lápida blanca, resplandeciente por el reflejo del sol de invierno.
El anciano se volvió hacia mí, me miró y sonrió. Su gesto era sereno, plácido, y sus ojos, brillantes y enrojecidos por el llanto, se perdían en las abultadas bolsas que los envolvían.
—No tendré días suficientes en lo que me queda de vida para agradecerle este momento.
Bajé la mirada azorado. No sabía qué decir.
—Antonio, yo…
—Llámeme Manuel —me interrumpió volviéndose hacia la lápida—, aquí, delante de ellos, mi nombre será para siempre Manuel Abad Manrique.
Mis ojos también pugnaban por mantener el llanto a raya.
—¿Puedo pedirle algo? —me preguntó sin dejar de mirar la blanca lápida.
—Lo que quiera.
Entonces se volvió hacia mí, sonriente y templado.
—Escriba su historia, cuente lo que pasó. Por favor, escriba la historia de Mercedes y Andrés. Para que nada de esto se olvide. Para que por fin puedan cerrarse las heridas de la única forma que pueden hacerlo.
Llegué a casa con la extraña sensación de haber sido testigo del final de algo, o era un comienzo, o la continuación de algo interrumpido hace mucho tiempo, algo inacabado, pendiente o aplazado por oscuras razones. Entré en mi estudio y lo primero que vi fue una carpeta conocida, la carpeta azul con gomas rojas que la cerraban y en cuyo interior se guardaban papeles escritos de puño y letra por Miguel Hernández. Indeliberadamente, mis ojos se alzaron más allá de la impoluta cristalera de mi ventana, hacia la de la buhardilla, cerrada a cal y canto como siempre había estado. Sentí un ruido a mi espalda y me volví asustado.
—Ah, Rosa, pensé que ya se había ido.
Rosa tenía el abrigo en la mano. La miré y me pareció ver en ella la sonrisa de Teresa Cifuentes. Me volví hacia la carpeta y la señalé.
—¿Qué es esto? —pregunté con intención.
—Usted sabrá qué hacer con ello —mientras hablaba se puso el abrigo.
—No sé, Rosa, esto puede tener un valor incalculable…
—El valor de las cosas lo pone cada uno. Esos papeles para mí tienen un valor personal que sólo podrá apreciar una persona como usted. No quiero que esos manuscritos sean objeto de especulación económica.
—Es un material al que todo el mundo tiene derecho, esto no puede ser propiedad de uno solo. Es un bien patrimonial.
Alzó las cejas asintiendo.
—Ya le dije que usted sabría qué hacer con ellos —se dio la media vuelta para marcharse, pero se giró de nuevo—. Ah, me ha llamado un tal Manuel Abad Manrique; me ha pedido el teléfono de mis primos porque quiere comprar una sepultura en el cementerio parroquial de Móstoles.
Sonreí satisfecho. Yo le había proporcionado el teléfono de Rosa, sobrina de Teresa Cifuentes. La propiedad de la sepultura de Mercedes y Andrés, tras el fallecimiento de su titular, pasaría a sus herederos, los hijos de Teresa, y Antonio Belón me habló de su intención de comprar la tumba.
—¿Se lo ha dado?
—Por supuesto, ¿por qué no iba a hacerlo?
—Ha hecho usted bien.
Ella asintió con un movimiento de cabeza, se dio la vuelta y se alejó por el pasillo.
—Hasta mañana, don Ernesto. Que pase un buen día… —en ese momento se giró un poco, llegando ya a la puerta de la calle—, y espero que por fin le acompañen las musas.
Oí el golpe de la puerta al cerrarse. Me giré y me senté ante la carpeta dispuesto a revisar su contenido sin prisas, a disfrutar del privilegio de tocar, de acariciar los borradores en los que Miguel Hernández pergeñó sus versos era como si hubiera recibido un premio después de una carrera extraña, desconcertante, con esa sensación, siempre presentida, de que hay cosas en las que queda algo del que las poseyó y ya no las posee porque se marchó para siempre sin posibilidad de regreso, quedando en aquellos escritos del poeta un poco de su alma o de su esencia o de su espectro impregnado en esas letras escritas atropelladamente sobre papel basto, quebradizo, amarilleado por el tiempo y el olvido.
Después de verlo y revisarlo todo, recogí y guardé los manuscritos en la carpeta cuidadosamente. Pensé en encender el ordenador pero no lo hice, temí que las ideas quedasen atascadas de nuevo en los dedos. Sentado en mi sillón me dispuse a evadir y relajar mi mente con
Mañana en la batalla piensa en mí
. Javier Marías nunca faltaba a mi particular tertulia, convocado con el único gesto de abrir el libro, y de su mano me dejé llevar a través de lo contado por Víctor Francés:
«El que cuenta suele saber explicarse»… «contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos.»
Levanté los ojos del libro; «tienes razón», murmuré en el taciturno diálogo no sé muy bien si con Víctor Francés o con el propio Marías. Dejé el libro, me levanté y encendí el ordenador. El movimiento de mis dedos sobre el teclado provocó la inmediata aparición en la pantalla de la primera frase, letra a letra:
«Las tres heridas.»
Ése sería el título de la novela en la que contaría la historia de Mercedes y Andrés, y de Teresa y Arturo, y de todos aquellos que se cruzaron en su camino para bien o para mal. Escribiría para perpetuar su recuerdo, para que nunca nadie olvide o ignore que hubo víctimas inocentes en una guerra que no fue suya, una guerra importuna, malvada, una guerra que provocó heridas profundas, en el amor al quebrarlo, en la muerte a destiempo y en la vida desgarrada; daños irreparables…, o tal vez no, puede que (como me había dicho Manuel Abad) haya para ellos alguna forma de repararlas. Las de Mercedes, las de Andrés y las de su hijo Manuel, se habían cerrado de la única forma posible; y las de Teresa Cifuentes también, pensé; ella murió cumpliendo su promesa, unirlos en la tierra en la que debían haber vivido, y en la que debían haber muerto, y en la que ahora descansan para siempre juntos, a la espera de que llegue él, su hijo, sin prisa, porque los muertos no conocen la prisa, ni saben de tiempo pasado o presente, ni siquiera futuro.
Por primera vez en mucho tiempo sentí mis dedos libres sobre el teclado, y empecé a escribir la realidad de mis sueños:
La oscuridad apenas le permitía ver la imagen de la foto, pero Andrés Abad Rodríguez la tenía grabada en su memoria: de pie, junto a la fuente de los Peces, con un vestido hasta la rodilla (que él recordaba de pequeñas flores rojas sobre fondo claro aunque la imagen lo mostraba en colores grises y oscuros), el corte bajo el pecho, que dejaba suelta la cintura que ya delineaba la delicada curva del embarazo, y un pequeño cuello de encaje, Mercedes Manrique Sánchez miraba tímida a la cámara, una mano sobre la cadera y la cabeza ladeada con una leve sonrisa, feliz y tranquila, ajena a lo que estaba a punto de estallar. Gracias a aquel artefacto con fuelle, Andrés tenía en sus manos la imagen que lo había mantenido con vida a lo largo de los dos años y medio que duraba aquel infierno. Acariciaba la foto con mucho cuidado para no estropearla, y cerraba los ojos imaginándose junto a ella. Soportaba el hambre, la sed y el agotamiento, pero su ausencia le causaba un dolor a veces insuperable, incrementado por la angustia de no saber nada, ni de ella ni del hijo del que desconocía todo: si era un varón, como él quería, o una niña, como ansiaba ella…
Con estas líneas quiero aclarar algunos puntos sobre los personajes de ficción que aparecen en la novela, así como mi reconocimiento a todos aquellos que, de una forma u otra, me ayudaron para poder hacerla más veraz.
En primer lugar, mi profunda gratitud a Félix Luis Martín, sepulturero del cementerio parroquial de Móstoles, y también a su suegro, Víctor. Ambos me dedicaron amablemente su tiempo con el fin de explicarme cómo funciona ese extraño mundo al que tanto tememos los vivos y al que más tarde o más temprano, de una manera u otra, habremos de llegar. He de puntualizar que, a pesar de que la descripción del cementerio sí responde a lo percibido por mis ojos, ninguno de los dos tienen nada que ver con los personajes de la novela, siendo, en este caso, producto de mi imaginación y adaptados a la conveniencia de la acción.
Lo mismo he de decir respecto al personal del despacho parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Móstoles, agradeciendo a la mujer que me atendió y respondió a mis preguntas (a todas luces extrañas), y su colaboración para desvelarme todo lo referente al protocolo de enterramientos, propiedad de sepulturas, identificación de restos, etc.
En ambos casos, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Agradezco a mi nuera, Luisa Marco Sola, doctora en historia y gran conocedora de Archivos y bibliotecas que más de una vez me haya sacado de apuros documentales e históricos que de otra forma me habría sido imposible desentrañar; y a doña Soledad Benito Fernández su atención y su disposición respecto de los archivos de la época.
Mi gratitud a Montse Yáñez, mi agente literaria, por la confianza inamovible en mi obra y en mis proyectos, y a Puri Plaza, mi editora de Planeta, su entusiasmo ha movido las montañas de mi conciencia.
Una parte de esta historia es un homenaje a la memoria de mi suegro, Zacarías (o Enrique) Jorge Abad, de quien escuché anécdotas vividas durante la guerra contadas con la serenidad del que miraba hacia adelante asumiendo los recuerdos como parte de su vida pasada. Por desgracia nos dejó hace algunos años, y con su ausencia perdí la oportunidad irreparable de escuchar y aprender. Cometemos un grave error cuando no atendemos ni damos importancia a lo que nos cuentan nuestros viejos; luego, con su ausencia, nos vemos privados, irremediablemente, de la inconmensurable sabiduría de su experiencia.
Por último quiero agradecer a mi marido, Manuel de Jorge Hernández, sus lecturas generosas por lo reiteradas y siempre entusiastas, además de sus acertadas y sutiles sugerencias, que me han resultado fundamentales para hilar y tejer la historia definitiva.
Marbella, 3 de diciembre de 2011
Las Tres Heridas
Paloma Sánchez-Garnica
PALOMA SÁNCHEZ-GARNICA (Madrid, 1962), licenciada en Derecho y en Historia. En la actualidad se dedica de lleno al absorbente y fascinante mundo de la literatura, al que llegó por pura casualidad. En 2006 publicó
El Gran Arcano
(2006) en Plaza & Janés.
La brisa de Oriente
es su segunda novela.