En un arranque de entusiasmo contenido cogí el móvil para llamar a Teresa Cifuentes. Estaba seguro de que ella tenía algo que ver con ese Eusebio Cifuentes Barrios. Marqué el número, pero lo tenía apagado. Calculé edades: si los médicos se suelen jubilar a los sesenta y cinco años, y si Eusebio Cifuentes Barrios lo hizo en 1952, durante la guerra debía rondar el medio siglo; y si Teresa Cifuentes en la actualidad era una anciana —como a mí me había parecido por el tono de su voz—, podría resultar que fuera hija o sobrina de Eusebio Cifuentes.
Apunté todo lo que iba pensando en mi cuaderno de notas, con letra retorcida, atropellada, manteniendo un extraño entusiasmo por los descubrimientos que, poco a poco, se me iban presentando. Intenté llamar otra vez al móvil de Teresa Cifuentes, pero fue inútil. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Era muy posible que hubiera dado con el domicilio del médico en el que se refugiaron Mercedes y su madre en aquel verano del 36 —huyendo de un tal Merino, según me había contado Genoveva—, aunque lo más probable fuese que, en la actualidad, esos datos me aportasen muy poco; el piso podría haberse vendido, o no existir el edificio por haber sido derruido para levantar otro bloque. Todo eso lo tendría que comprobar a través del Registro de la Propiedad y acudiendo en persona a esa dirección. Sin embargo, decidí dirigir primero mi atención a la parroquia de la Asunción en Móstoles para averiguar si había sido Teresa Cifuentes la que había encargado el traslado de los restos de Mercedes al cementerio de Móstoles.
De nuevo transitaba por las calles de Móstoles atestadas de gentes y coches, calles ruidosas, saturadas de movimiento urbano, tan distintas de la tranquilidad y el sosiego en que debía desarrollarse la vida cuando sólo era un pequeño pueblo. Dejé el coche en el mismo aparcamiento de siempre, bajé hacia la fuente de los Peces, me metí por la calle en la que vivía Genoveva y en seguida atisbé una iglesia ante la que se abría una plaza. Si no fuera por la torre de ladrillo que se erguía junto a ella y que la identificaba como un templo, hubiera pensado que era la fachada exterior de una casa baja de pueblo, enjalbegada y rústica. Atravesé la puerta de entrada y accedí a una especie de soportal; de frente, la entrada del templo, a la derecha había una puerta ante la que esperaban varias personas en silencio. Un cartel anunciaba: «Despacho parroquial.» Esperé unos veinte minutos hasta que por fin me tocó el turno. Se trataba de una estancia pequeña, con una ventana que daba a la calle y por la que apenas entraba la luz tibia y gris del día; dos fluorescentes permanecían encendidos para iluminar el interior. Había dos mesas, una de madera algo desvencijada, en la que estaba un hombre con alzacuellos, que intentaba encajar la fecha de la boda de una pareja joven a la que atendía. En la mesa más cercana a la ventana, una mujer de unos cincuenta años, rubia y de gestos rotundos, me preguntó el motivo de mi visita.
—Quería información sobre una tumba del cementerio.
—Siéntese.
Mientras yo me acomodaba, ella ordenaba los papeles desparramados sobre la mesa.
—Dígame, ¿de qué tumba se trata? —me indicó, cuando los terminó de colocar.
—Me gustaría informarme sobre una sepultura a la que han trasladado hace apenas un mes los restos de una mujer, de nombre Mercedes Manrique Sánchez.
—¿Sabe el número de la sepultura?
—No, no. Estuve hablando con el sepulturero, y me dijo que los restos habían sido trasladados unos días antes de Navidad.
Mientras la hablaba, ella tomó un libro de registros y lo abrió.
—Vamos a ver, si dice que trasladaron los restos hace un mes, debería estar registrado…, aquí está: Mercedes Manrique Sánchez. Fecha de inhumación de los restos el 17 de diciembre del 2009. Procedentes del cementerio de Vista Alegre de Boiro, La Coruña. Sepultura perpetua número 13. Propiedad de Teresa Cifuentes Martín.
Cuando terminó de leer, levantó los ojos y me miró. Yo abrí la boca atónito, y la volví a cerrar, nervioso. Saqué el bolígrafo.
—¿Quiere decir que la tumba donde está enterrada Mercedes Manrique Sánchez pertenece a Teresa Cifuentes Martín?
—Eso mismo he dicho. El título de propiedad de la sepultura está a nombre de Teresa Cifuentes Martín.
—Pero… eso ¿qué quiere decir? Perdone mi ignorancia, pero no entiendo muy bien lo de la propiedad de las tumbas.
La mujer alzó las cejas y esbozó una sonrisa lánguida, como si me considerase un poco lerdo.
—Cada tumba tiene su titularidad, y sólo pueden ser enterrados aquellos a los que autorice el propietario o, en su caso, sus herederos.
—¿No deberían estar a nombre del muerto?
—No tiene por qué.
—Pero no parece que Mercedes Manrique tenga parentesco con Teresa Cifuentes.
—¿Y qué tiene que ver? El mundo de los muertos es igual al de los vivos. Usted mete a vivir en su casa a quien le da la gana. Lo normal es que sea su familia, pero también es posible que invite a un amigo, a un conocido. Yo qué sé.
—He de entender, entonces, que los restos de Mercedes Manrique han permanecido enterrados en Boiro hasta diciembre, que se han traslado aquí.
—Eso parece. Y Teresa Cifuentes tuvo necesariamente que dar la autorización para que fueran inhumados en la sepultura de su propiedad.
—¿Y desde cuándo es propietaria de la tumba Teresa Cifuentes?
—Pues eso no se lo puedo confirmar. Tendría que mirarlo. —Fijó sus ojos en el papel y con el dedo índice fue guiándose hasta encontrar lo que buscaba—. Lo que sí le digo es que el pago no lo hace ella, sino una tal Manuela Giraldo Carou.
Sonreí asumiendo definitivamente mi ignorancia.
—A ver si lo entiendo, la tumba es propiedad de Teresa Cifuentes, está enterrada Mercedes Manrique y la paga Manuela Giraldo Carou —callé un instante—, lo siento, pero me he perdido.
—Pues no hay nada que explicar, la cosa es así. Además, Manuela es el contacto que nosotros tenemos por si hay alguna incidencia.
—¿Habría alguna forma de ponerme en contacto con Manuela Giraldo?
La mujer pasó sus ojos sobre la página escrita con letra de bolígrafo, de rasgos redondeados y muy equilibrados, letra clara y firme de escribiente acostumbrado.
—Dirección no hay ninguna, sólo hay un teléfono fijo.
—¿Podría dármelo?
La mujer dudó, evitando la mirada. Sonrió incómoda.
—Pues no sé, no es que sean datos confidenciales, pero darle el teléfono… me da cosa…
Noté que echó un vistazo por encima de mí hacia el párroco que estaba a mi espalda.
—Entiendo sus dudas, no se preocupe. No hay problema.
Me tuve que contener, porque el teléfono estaba a mi vista, lo veía del revés; empezaba por 981. La mujer me sorprendió con los ojos fijos en el número. Hubo un momento tenso, incómodo, de sonrisas blandas, educadas. Bajó los ojos al libro que tenía delante como si estuviera consultando alguna información más que aportarme. Su postura me dejaba ver el número del teléfono (me pareció que lo hacía a propósito), lo que aproveche para ir anotando, disimuladamente, uno por uno los seis dígitos restantes.
—Mire, aquí veo que la cuota anual, precisamente, se pagó a mediados de noviembre. Siempre lo hacen a través de transferencia o por giro postal, y proceden de Boiro precisamente, como la finada recién trasladada.
Cerró el libro con una sonrisa complacida, dispuesta a terminar.
—Una cosa más, ¿aquí también tienen registrados los bautismos de los nacidos en Móstoles?
—Sí, claro, el bautismo, el matrimonio religioso si lo han celebrado aquí, y el fallecimiento si están enterrados en el cementerio.
—¿Y podría proporcionarme datos de gente bautizada en la parroquia?
—Sí, pero hoy es imposible. Los libros no los tengo aquí; hay que buscarlos, si usted quiere un certificado, yo le tomo los datos y en dos o tres días se lo puedo tener. Pero cada certificado le cuesta treinta euros.
—No quiero certificados, pero le pagaré lo que me pida si me proporciona cualquier información sobre dos personas en concreto que nacieron aquí en Móstoles.
—Bueno, no es que me pague o no, si quiere certificados, yo se los tengo que cobrar —se calló y me miró con fijeza, poniendo sus manos sobre la mesa—. Pero usted, exactamente, ¿qué es lo que quiere?
Le expliqué mis intenciones, abandonándome a la confianza que aquella mujer me requería. Cuando terminé, suspiró y esbozó una sonrisa floja.
—A ver, dígame los nombres y las fechas de nacimiento.
Entusiasmado, le dije lo que sabía: los nombres de Mercedes y de Andrés, y la que creía, según los datos que me había proporcionado Genoveva, de la fecha de nacimiento de ella.
—Haré lo que pueda, pero no le prometo nada. En la guerra se perdieron muchos datos.
Le dejé mi número de móvil y quedó en que me llamaría. Reiteré mi agradecimiento y salí a la calle. El resplandor de un sol brillante de invierno me hizo entrecerrar los ojos, me puse las gafas y eché un vistazo a las notas apuntadas a toda prisa en mi cuaderno. Todo me iba acercando a Teresa Cifuentes. Abrí el cuaderno, busqué el teléfono apuntado de Manuela Giraldo, y lo marqué en mi móvil; después de una serie insistente de tonos, nadie respondió. Decidí acercarme al Registro Civil, pero cuando llegué me dijeron que tenía que coger turno, y que la cola empezaba a las seis de la mañana porque los números eran limitados. La mañana invitaba al paseo. Miré el reloj; eran las doce y cuarto. Bajé por el Pradillo en dirección al cementerio. Cuando llegué, las puertas estaban abiertas de par en par. Entré y eché un vistazo al camposanto. Varias mujeres desperdigadas por diversas tumbas rezaban o simplemente acompañaban la soledad de sus muertos, o la suya, la que dejan los muertos cuando se mueren. Vi al sepulturero al fondo, junto a los nichos; le acompañaba Damián, el ayudante. Pasé cerca de la sepultura de Mercedes Manrique y, sobre ella, me pareció ver un pequeño ramo. Me acerqué para cerciorarme. Alguien había depositado un pequeño ramo de flores de azahar (mi capacidad para identificar los diferentes tipos de flores era casi nulo, pero aquéllas las conocía, no sólo por su aspecto sino por su aroma, evocación de las primaveras de mi infancia en compañía de mis padres y de mi hermana, en un pequeñito pueblo de Valencia donde había nacido mi madre, y en el que pasé todas las Semanas Santas de mis primeros veinte años de vida) envuelto en papel de celofán y atado con un lazo blanco. Apenas tapaba el primer apellido de Mercedes. No debía de haber transcurrido mucho tiempo porque estaban frescas, como recién cortadas. En el lazo había una pegatina de la floristería. Era de Móstoles. Saqué el bolígrafo y abrí el cuaderno para apuntar la dirección. Resultaba evidente que no era el único que mostraba interés por Mercedes Manrique.
Observé a Gumersindo. No perdía nada por acercarme e insistir en que me hablase de lo que le había susurrado su suegro después de su conversación conmigo.
Esquivando el maremágnum de tumbas, llegué donde se encontraban trabajando los dos hombres. Al notar mi presencia, Gumer me echó una rápida ojeada sin bajar el ritmo de su faena:
—Tiene usted querencia a estos sitios.
—Buenos días, Gumer. ¿Cómo se encuentra su suegro?
—Ahí va el hombre, tirando, que ya es mucho decir.
Damián me miró con curiosidad. Arreglaban los bordes de una antigua sepultura, al menos en cuanto a sus moradores, porque, según rezaba en la lápida de mármol, hacía ya treinta años que había sido enterrado el último de ellos. Ninguno de los dos dejó su tarea a pesar de mi presencia. Los miraba en silencio, escuchando el crujir del cemento al contacto con el hierro de la llana que, poco a poco, rellenaba los huecos abiertos por el paso del tiempo. A pesar del sol, me estremecía una gélida brisa que, de vez en cuando, soplaba con rachas violentas y húmedas.
Gumersindo me miró con desgana.
—¿Quiere algo?
—He estado en el despacho parroquial. Me ha atendido una mujer muy amable.
—La Martina.
—No sé su nombre.
—Si dice que ha sido amable, no ha podido ser otra, porque la Vinagra, amable no es.
Damián soltó un risotada estúpida.
Yo sonreí también.
—Entonces ha debido de ser la Martina —me callé mientras echaban, afanosos, el cemento sobre los ladrillos, para luego alisarlo y prensarlo—. Ya me ha informado de quién es el propietario de la tumba de Mercedes Manrique, se trata de Teresa Cifuentes Martín. ¿La conoce?
Me echó un vistazo rápido, esquivo, como si no le interesase nada de mí ni de mis palabras.
—¿Por qué iba a conocerla? A ver si se cree usted que me conozco el nombre de todo el que entra y sale.
Me quedé callado, y al rato, Gumersindo me sorprendió con una pregunta algo insólita.
—¿Piensa escribir una novela sobre esa mujer de la tumba?
—Bueno —encogí los hombros, conforme—, por lo visto hay una historia interesante sobre ella, interesante y un tanto misteriosa, y eso puede convertirse en buenos mimbres para el argumento de una novela.
—Debe de ser difícil escribir una novela.
—Fácil no es, pero si a uno le gusta…, lo difícil no es escribir, sino que lo escrito guste, primero a una editorial, y luego a los lectores. En esto, como en todo, manda el mercado.
—Es lo bueno que tiene este trabajo, no dependes del mercado sino de los muertos, y muertos siempre habrá, con crisis, sin crisis, con la izquierda y la derecha, los ricos, los pobres, los listos y los tontos, todos caen un día u otro. No hay más que esperar, tarde o temprano, todos traspasan esa puerta con los pies por delante. Sin más remedio, se lo digo yo.
—Pero los que se incineran y tiran las cenizas por ahí…
—Hombre, por ahora, ésos, aquí, son los menos, aunque sí que es cierto que ha bajado algo el trabajo. Le digo yo que como sigan esparciendo las cenizas por ahí, al final vamos a respirar a los muertos.
Se irguió y tiró la paleta al suelo. Hizo un gesto de estirar la espalda, y sacó del bolsillo de su pantalón una cajetilla de tabaco arrugada y casi vacía. Me ofreció, lo rechacé y extrajo un cigarro sin boquilla. Lo encendió y guardó el tabaco. Aspiró el humo y lo expulsó mirándome con los ojos entrecerrados.
—Si alguna vez llegase a hilar esta historia me gustaría que la leyera —mi ofrecimiento fue sincero, pero le desconcertó más de lo que yo esperaba.
Echó un vistazo rápido a Damián que seguía poniendo los restos del cemento para rematar la faena, y que, por los gestos, parecía reprimir la risa. No tenía pinta de listo, ni de espabilado, más bien era un chico simple, romo, poco despierto, aunque fuera bien mandado. A pesar del frío, llevaba un mono azul de mecánico con la cremallera abierta hasta la mitad del pecho, que dejaba ver una camiseta de un color renegrido. Sus ojos eran grandes, y las cejas le caían en exceso a los lados, lo que le daba al rostro un aspecto extraño. Tenía el pelo oscuro, recio y abundante, y su piel áspera estaba curtida por el aire y el sol. Me fijé en sus manos, rudas, vastas, de dedos cortos y anchos, y de uñas negras como el tizón.