Las tres heridas (48 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—¿Qué se supone que puedes hacer tú por nuestro futuro?

—En cuanto hablemos del asunto que nos interesa, del que, con tu permiso, ya he hecho partícipe a tu esposa, podréis marcharos a casa, y te aseguro que si llegamos a un acuerdo conveniente para todos nadie os volverá a molestar.

—¿Y a qué clase de acuerdo tenemos que llegar?, si puede saberse…

Las palabras de Cifuentes salieron ácidas de sus labios, y Salas lo notó. Bajó los ojos para luego levantar el mentón, sonriente, intentando dar a su porte un aire de credibilidad y, sobre todo, de superioridad.

—Verás, Eusebio, se trata de tu hijo Mario.

Cifuentes se mantuvo displicente.

—Ya le dije a tu gente que no sé dónde está mi hijo, y lo mismo te digo a ti.

—No hace falta que disimules conmigo.

—Yo no tengo que disimular nada. Lo único que sé de mi hijo es que ha sido tratado como un perro.

—Sabemos dónde se esconde tu hijo Mario.

Cifuentes alzó las cejas y torció los labios con una mueca de extrañeza.

—Entonces, todo resuelto. Era a él a quien buscaban cuando nos detuvieron. ¿Nos podemos ir a casa?

—Es inútil que trates de disimular. Tú también lo sabes. Dos mujeres de Móstoles que llegaron ayer mismo a tu casa os llevaron la noticia.

—Tus contactos no te informan bien o lo hacen a medias —se irguió con arrogancia—. Tienes razón en que ayer llegaron dos mujeres, pero apenas las he visto un instante antes de que tus hombres irrumpieran como bestias en mi casa y nos detuvieran como a delincuentes a mi esposa y a mí. Ni sé sus nombres, ni sus pretensiones, ni tengo referencia de que hayan traído con ellas noticia de Mario.

Salas lo miró con fijeza un instante, cogió un sobre que tenía en una carpeta, lo abrió y extrajo un folio. Era la carta que le había escrito don Honorio a Cifuentes. La debían haber encontrado en su despacho al hacer el registro.

—Mario está en Móstoles, oculto en una casa del pueblo, y atendido por el médico del pueblo, Honorio Torrejón.

Don Eusebio bajó sutilmente los hombros como si se arrugase, miró a su mujer de soslayo pero no encontró sus ojos, clavados en sus manos que movía nerviosa.

—¿Qué es lo que quieres?

Su voz había cambiado. Su gesto, antes altivo y arrogante, se veía ahora manso, sometido a la evidencia revelada.

—No te preocupes por Mario. Nadie le hará daño, y en cuanto se recupere lo suficiente podrá pasarse a la zona nacional, o viajar al extranjero si es su deseo.

Cifuentes miró de nuevo a su esposa y esbozó una leve sonrisa, contenida, todavía desconfiada. Abrió la boca y titubeó antes de definir sus palabras.

—Gracias, Nicasio… yo…

—No me lo agradezcas, Eusebio, en los tiempos que corren los favores se pagan caros.

Los ojos de Cifuentes se ensombrecieron de nuevo por el recelo.

—¿Qué quieres de mí? No puedo darte nada. Estoy arruinado. Esos gañanes me robaron todo el dinero —por primera vez en su vida se le quebró la voz de pura impotencia—. Si detienen a mi hijo lo matarán.

—No lo dudes.

—¿Entonces…?

—Es mucho más sencillo de lo que te puedas imaginar, Eusebio; Mario estará a salvo y podrá vivir sin problemas a cambio de que tú proporciones un hijo a unos padres que lo necesitan. Sabes de qué te hablo, no es la primera vez que hacemos esto: mujer joven y embarazada, engañada o abandonada a su suerte, incapaz de asumir una maternidad con la que no contaba; hemos arreglado muchos entuertos dando a recién nacidos, condenados a una vida de miserias y limitaciones, la oportunidad de vivir felices en una familia que los críe y los saque adelante sin problemas. La naturaleza a veces es tan injusta, a unos les da lo que no pueden tener y a otros les niega lo que tanto desean.

Cifuentes miró de nuevo, confuso, a su esposa que esta vez sí le miraba con gesto suplicante, con una sonrisa forzada dibujada en su rostro. Se dio cuenta de que ella ya sabía de qué iba aquella conversación. Luego, volvió de nuevo los ojos a Salas.

—Pero… ya no estoy en el hospital, me tienen cosiendo tripas a milicianos, vigilado constantemente, no sé dónde puedo…

—No te preocupes, Eusebio. No hace falta que salgas de casa, el bebé que necesitamos acaba de caerte del cielo. ¿No es providencial?

Cifuentes abrió la boca pero no dijo nada, sólo movió la cabeza ligeramente, indicando a Salas que no le entendía.

—Una de esas dos mujeres que acoges en tu casa está en estado. Lo que te pido es que controles el embarazo de esa mujer, que prepares el parto en tu casa, que tú mismo la asistas y que el bebé que nazca lo entregues a la persona que yo te diga —tomó aire y resopló, como si se hubiera quedado sin aire en el discurso—. A cambio, tu hijo Mario será libre.

—Pero… ¿y su madre? No lo admitirá, en el hospital era otra cosa…

—No tendrá que hacerlo porque no le darás esa oportunidad —sentenció Nicasio Salas, ladino—. Tú serás el que asista al parto, y a sus ojos, el bebé nacerá muerto. Le costará un disgusto pero se repondrá.

Don Eusebio abrió la boca pero no dijo nada. Buscó los ojos de su esposa.

Ella se acercó a él echando el cuerpo hacia adelante y tendiéndole una mano.

—Eusebio, ese niño estará bien atendido, se criará en una familia con posibles, que le dará un futuro, una educación y todas las comodidades que necesite. No hacemos nada malo, le proporcionamos una vida mejor.

—¿Tú estás de acuerdo con esto?

—Si no lo hacemos… —le dijo su esposa con voz suplicante— matarán a Mario… se trata de ese niño o de nuestro hijo… tienes que aceptar, no tenemos opción.

Don Eusebio, aturdido, miró a Nicasio.

—No me habría explicado mejor —sentenció Nicasio, abriendo las manos y mostrando una sonrisa taimada—. Hay que reconocer que las mujeres para eso son más prácticas que nosotros, están hechas para cuidar y proteger a sus retoños por encima de cualquier cosa, sea lo que sea.

—¿Y si esa mujer se da cuenta del engaño? Ya sabes cómo son las mujeres de intuitivas con lo suyo. En el hospital se las controla, todo es más difuso, hay otros niños que lloran, no hay familiares que se entrometan; esa mujer está acompañada de su madre, ¿cómo ocultarle a ella la muerte del niño? ¿Cómo evitar el llanto del recién nacido?

—De la madre nos encargamos nosotros, y por lo demás no te preocupes, nadie te pedirá cuentas. El marido, un tal Andrés Abad, está detenido junto a su cuñado en García Paredes por… —consultó un papel que tenía sobre la mesa— altercados vecinales —se calló y lo miró a los ojos con fijeza y con una sonrisa estúpida dibujada en sus labios—. La chica no dará ningún problema. Es una pobre infeliz.

—Veo que tus espías son eficaces.

—Mi querido Eusebio, nos guste o no esto es una guerra, y en las guerras los confidentes son imprescindibles.

—¿Y quién es el que me espía a mí y a mi familia? ¿Quién nos ha denunciado?

—No puedo darte esa información, además, lo único que conseguirías sabiéndola sería ahondar en tu desconfianza hacia todo tu entorno. Vive tranquilo, nadie te molestará a ti ni a Mario. Tu familia estará a salvo en tu casa hasta que esa mujer dé a luz.

—No sé ni de cuánto está.

—Según nuestra información, sale de cuentas a final de septiembre.

—¿Y cuándo dejaréis marchar a Mario?

—Hemos calculado que en una semana podrá moverse sin peligro. En cuanto pueda hacerlo, un coche le recogerá y le llevará donde él quiera.

Cifuentes se quedó pensativo.

—En un mes pueden pasar muchas cosas, incluso que las tropas de Franco entren en Madrid y los tuyos pierdan esta absurda guerra.

Negó con la cabeza, con gesto de complacencia.

—No te preocupes por eso, la posibilidad de que las tropas de Franco entren en Madrid son prácticamente nulas, tengo buenos informadores. Tú a lo tuyo, te aseguro que harás la entrega sin problema.

—Hablas como si se tratase de una mercancía.

—Eusebio, cuanto más aséptico seamos en esto mucho mejor para todos, no se pueden mezclar sentimientos, es contraproducente. Procura ser frío y distante como lo has sido siempre.

—¿Y si no sale bien? ¿Y si la madre se da cuenta, y lo impide? Son gente de campo. La ley está ahora con ellos.

Salas le lanzó una mirada incisiva.

—Sé que tienes recursos más que suficientes como para que todo vaya sobre ruedas, Eusebio, porque si algo falla, si ese niño no tiene el destino que estamos planteando aquí, yo mismo me encargaré de que lo pagues tú y tu familia.

Se calló y, después de un rato de un silencio tan espeso que casi se podía masticar, se retrepó en el sillón poniendo las manos sobre su barbilla.

—Mira, Eusebio, tengo que ser sincero contigo, en Madrid corres un grave riesgo, no te han pegado un tiro todavía porque eres médico y te necesitan, pero hay muchos que te tienen ganas. No sé hasta cuándo te vamos a poder proteger; esto, a veces, se nos va de las manos.

—¿Eres tú el que me protege? —preguntó alzando las cejas con una mueca de sorpresa.

Nicasio se echó hacia adelante, dando un profundo suspiro.

—El mismo día que hagas la entrega, si las cosas siguen tan turbias como ahora, tendrás un salvoconducto para toda tu familia y billetes de tren que os llevarán a Valencia donde tomaréis un barco con destino a Buenos Aires, además de una importante cantidad de dinero en metálico.

—¿Y qué voy a hacer yo en Buenos Aires?

—Primero salvar el pescuezo. Tómatelo como unas vacaciones pagadas. Tendréis un piso en la mejor zona de la ciudad, y una asignación mensual para que podáis vivir sin apreturas. Estoy convencido de que si permaneces en Madrid terminarán matándote.

—Cada día espero el tiro de gracia —frunció el ceño, se irguió un poco y alzó la barbilla—. ¿Quién va a correr con los gastos de ese magnífico viaje y la estancia de unas vacaciones tan apetecibles?

—Todo va por cuenta de las personas que van a cumplir el sueño de ser padres gracias a tu inestimable ayuda. Ya sabes, el poder y el dinero sirven para conseguir sueños inalcanzables.

Don Eusebio, desconcertado, se quedó pensativo un rato, tomó aire y movió la cabeza a un lado y a otro como si le doliera el cuello.

—¿Adónde habrá que llevar a ese bebé? —preguntó.

Nicasio sonrió, artero.

—Todo a su tiempo. Ahora, regresad a casa, descansad y no os preocupéis por Mario, nadie le molestará, os doy mi palabra. —Salas miró el reloj que llevaba en el bolsillo de su chaqueta—. Bien, pues si todo está aclarado, no tengo más remedio que dejaros, he de hacer unas visitas. Os acercarán a casa.

Se levantó poniendo las manos sobre la mesa para dar a entender que la conversación tenía que acabar.

—¿Cómo sé que no me estás mintiendo? —preguntó don Eusebio, poniéndose en pie.

—No tienes más remedio que confiar en mí.

Le tendió la mano, pero Cifuentes no se la dio. Cogió del brazo a su esposa, que también se había levantado, tiró de ella pero se resistió y habló.

—¿Puedo ver a mi hijo?

—No es conveniente, Brígida, lo siento.

—Sólo verlo, te lo suplico, Nicasio, ten compasión.

Nicasio Salas tuvo que esquivar la mirada de la mujer, mucho más potente y coactiva que la de su esposo.

—Tenéis que marcharos —dijo secamente.

Cuando salieron de la estancia, Salas sonrió satisfecho. Cogió un puro de una caja, descolgó el teléfono y marcó un número. Mientras esperaba la respuesta, con una mohín en los labios, presionaba el puro con los dedos para ablandar el tabaco. Una voz masculina respondió al otro lado del auricular. Nicasio Salas sólo dijo dos palabras.

—Todo arreglado.

Luego, colgó, se repantigó en el sillón y se encendió el habano.

La buhardilla

No tuve opción de continuar con la conversación. Teresa Cifuentes, después de darme su nombre, me dijo que tuviera paciencia y que me llamaría en unos días. Ante mi incontenible insistencia de que me adelantase algo a lo que pudiera agarrarme me contestó que para que una historia se convierta en inmortal debía ser escrita desde la serenidad. Es necesario, me dijo, saber esperar el momento adecuado y estar atento, porque si uno se precipita, lo puede estropear, y si se despista, perderá la oportunidad.

Colgué conforme y dispuesto a esperar, ya que tenía el convencimiento de que Teresa Cifuentes poseía la clave que abriría el cajón del misterio en el que me había visto envuelto casi sin darme cuenta. Hasta que volviera a hablar con ella no me quedaba más remedio que dedicarme a indagar el resto de los frentes que se habían abierto.

Cogí la agenda del padre de Genoveva y la abrí. El papel era de buena calidad, de los que se hacían antaño, aunque por el paso del tiempo había adquirido un ligero color amarillento y un aspecto apergaminado, casi rígido; crujía como si fuera a quebrarse; lo hojeé despacio, como si estuviera manejando una delicada lámina de cristal. Aspiré un olor a polvo y a tiempo pasado, aromas encerrados que se escapaban de entre las páginas ahora abiertas. El listado se organizaba por orden alfabético de los apellidos y a continuación de cada uno de ellos había escritos: números de teléfonos, direcciones y especialidad, además de otros datos que me costaba bastante descifrar. Intenté apuntar los primeros apellidos que empezaban por «A». La labor me iba a resultar ardua. La grafía era minúscula, de trazos continuos y muy juntos, resultaba complicado identificar cada una de las letras que formaban una palabra y por tanto, era imposible descifrar su significado. A pesar de lo abigarrado de la escritura —el espacio estaba aprovechado al máximo—, la presentación era impoluta, elegante y ordenada; un escrito perfecto si fuera legible.

Anotaba en mi cuaderno las diferentes posibilidades que me daba cada apellido —algunos extraídos por pura intuición, como «Álvarez» o Abadía»—, hasta que cogí el listado de los médicos del hospital de la Princesa para fundir en mi memoria los apellidos y así poder identificarlos mejor en el amasijo de letras escritas de puño y letra de don Honorio, el padre de Genoveva. También iban en orden alfabético. Cuando llegué a la «C» me quedé clavado en un apellido: «Cifuentes Barrios, Eusebio. Médico ginecólogo. Especialidad: obstetricia. Ejerció su labor en la institución hasta su jubilación en 1952.» Además, se destacaban varias condecoraciones por su labor y aportación a la medicina. Levanté la mirada con sorpresa. Podría ser otro Cifuentes, pero no cabía duda de que era una coincidencia demasiado oportuna como para descartarla. Llevé la atención a la agenda y pasé dos hojas para llegar a la «C». Busqué con denuedo el apellido Cifuentes y lo identifiqué sin problemas. Había apuntado un teléfono: 15312, y una dirección: Calle del General Martínez Campos 25, Madrid, además de la especificación de ginecólogo en la Princesa (así aparecía escrito).

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