Las tres heridas (44 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

BOOK: Las tres heridas
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—¿Tenían algo que ver con la política? ¿Eran fascistas o se habían mostrado afectos a la sublevación de los militares?

—Me ha dicho que lo único que han hecho en toda su vida ha sido trabajar, que nunca se han metido en nada. Por lo visto, la orden procede de un vecino, un tal Merino, con el que el marido tuvo sus más y sus menos hace unos meses por una pelea. Pasó un mes en el calabozo; se la tenía jurada.

—¿Y tú la crees?

—¿Por qué no iba a hacerlo?

—No la conoces de nada.

—Hay gente a la que crees conocer muy bien y nunca llegas a saber qué piensa. Otros, sin embargo, son tan transparentes que sólo tienes que mirar sus ojos para conocer su verdad, éste es el caso de Mercedes —esquivó la mirada antes de continuar—. Déjalo, ya has hecho demasiado por mí y por mi familia. Intentaré indagar yo…

—Ni se te ocurra —la interrumpió, metiendo el trozo de papel en el bolsillo, junto a la nota de Mercedes dirigida a don Honorio—. Tú no vas a buscar a nadie. Es muy peligroso.

Ella le dedicó una sonrisa lánguida, puso la mano en el pomo de la puerta para abrir, pero antes de hacerlo se volvió hacia él.

—Mi padre también me trata como una necia, piensa que sólo sirvo para organizar la intendencia de una casa, tan débil que siempre he de estar protegida por un hombre, dependiente, incapaz de moverme por el mundo sin su inestimable ayuda y consejo, aunque el hombre del que dependa sea un estúpido.

—No me compares con tu padre, Teresa, mi intención es que no corras riesgos inútiles.

—Los mismo que puedas correr tú; sin embargo, nunca se me ocurriría impedirte nada que quisieras hacer. ¿No decís los de tu partido que la mujer, igual que el hombre, tiene capacidad de decisión propia?

Arturo se impacientó porque aquella conversación no llevaba a ninguna parte.

—Yo no te impido nada, Teresa, nunca lo haría. Sólo trato de protegerte.

Quebró el rostro con una mueca lastimera.

—Vuestra protección me ahoga.

—Teresa, yo…

—Tengo que marcharme —le interrumpió con brusquedad, abriendo la puerta.

—Espera, hay algo que tienes que saber sobre Charito.

Ella se detuvo y se giró hacia él. A un gesto de él, cerró despacio la puerta, sin dejar de mirarlo.

—¿Qué pasa con Charito?

Arturo se acercó y se puso frente a ella.

—Adviértela que se aleje de las compañías que frecuenta —la voz de Arturo sonó pastosa, como si no supiera qué palabras utilizar—, en los tiempos que corren ciertas amistades pueden ser una sentencia de muerte.

—No sé a qué te refieres. Mi hermana tiene pocos amigos, es como mi madre.

—Pues parece que eso ha cambiado. Muchas tardes acude a un piso en el barrio de Salamanca.

—¿Tampoco vamos a poder salir a la calle?

—Llevan varios días vigilando el edificio; por lo visto, se ocultan elementos fascistas.

—¿Elementos fascistas? —inquirió irónica.

—¿Es que no lo entiendes, Teresa?, me la estoy jugando dándote esta información.

Teresa asintió el ceño, tenía ganas de llorar, de abofetearle y, a la vez, de abrazarle y sentirse protegida en su regazo; todo se había complicado tanto que no sabía qué pensar, ni cómo actuar. Todo era confuso.

—Trato de prevenirte.

Teresa asintió con un gesto y murmuró un escueto «gracias».

Desde hacía varios días, había oído a Charito salir de casa después de comer, aprovechando el momento en el que su madre quedaba traspuesta en el sillón del salón. Cuando regresaba, se metía en su alcoba durante el resto de la tarde. Nunca se había planteado nada extraño sobre aquellas salidas de su hermana; a pesar de vivir en la misma casa, sus vidas corrían por derroteros tan diferentes que apenas reparaba en su presencia ni en sus ausencias.

—Haré lo que pueda respecto a Mario, e intentaré saber dónde están esos dos hombres, pero no te puedo prometer nada. Las cosas están muy complicadas.

—No hagas nada que pueda perjudicarte, y menos por mi causa.

—Tú eres mi única causa, Teresa.

Esbozó una leve sonrisa. Abrió la puerta y le dejó atrás.

—Te llamaré si sé algo.

Teresa oyó la voz lánguida, insegura de Arturo a su espalda. Sintió un escalofrío, como si con sus palabras hubiera exhalado un frío intenso que le arañó las entrañas.

Teresa salió a la calle aturdida. A pesar de sus intentos por disimular su prisa, lo había notado impaciente: llegaba tarde a su reunión de intelectuales. En las últimas semanas, le desconcertaba su actitud, algo esquiva hacia ella, sobre todo desde que había conocido a ese escritor tan importante que se apellidaba Sender. Aquel encuentro fortuito significó un extraño quiebro en su relación; desde ese día, Arturo parecía vivir y respirar para el círculo de intelectuales, escritores, poetas y artistas que se estaban organizando en una alianza antifascista, en cuyo ambiente ella parecía no tener cabida. Le resultaba evidente que el hecho de pertenecer a una familia bajo sospecha se había convertido en un peligroso lastre para un hombre de izquierdas como él, socialista convencido y defensor de la causa republicana. En las últimas semanas, su ascenso social entre la flor y nata de la intelectualidad de izquierdas había suscitado grandes recelos entre los suyos, y algunos camaradas del partido —entre ellos Draco— ya le habían advertido (algo que Teresa ignoraba, aunque empezaba a sospechar) del peligro de pasearse del brazo con la hija de un adepto a la sublevación y hermana de unos fascistas. Teresa no alcanzaba a comprender hasta qué punto se alejaba de ella para protegerla, tal y como él alegaba, o para protegerse a sí mismo, tal y como ella presentía.

Una calima viscosa se mantenía en el aire haciéndolo pastoso; igual estaba su ánimo, pesado, denso y algo confuso. A pesar del bochorno, decidió dar un paseo por el centro de Madrid. Necesitaba despejarse, pensar en las consecuencias que había traído aquella guerra absurda. Se preguntaba cuánto tiempo más duraría aquel caos en el que se había convertido Madrid, y qué ocurriría si, de acuerdo a los rumores que corrían de boca en boca, las tropas del ejército sublevado entraban por fin en la capital; qué clase de represalias habría. Se oían barbaridades sobre la forma de actuar de los rebeldes en los sitios a los que llegaban; la última y más terrible, la masacre llevada a cabo en Badajoz, en la que habían muerto de forma violenta cientos (miles decían algunos) de seres inocentes. Temía por Arturo; sus conexiones con el partido socialista y con los intelectuales de izquierdas le ponía en la palestra para lo bueno y para lo malo. Si en aquella guerra, que ya se alargaba en más de un mes, vencía la República, lo más probable es que las cosas pintaran muy bien para él y los suyos, y algo peor para ella y su familia, pero ¿y si no era así?, ¿y si los sublevados conseguían derrocar al Gobierno legítimo? Las consecuencias podrían ser nefastas para el futuro de Arturo, y por ende, para el suyo propio junto a él. Tal vez no le dejasen ejercer la abogacía —la depuración de funcionarios, empresarios, profesionales y demás trabajadores, ya era un hecho en ambos bandos—. ¿De qué vivirían entonces? Todo era incertidumbre para su relación y para su futuro.

Se dio cuenta que, de un modo u otro, a ella siempre le tocaría perder en aquella revolución, como lo llamaban unos, o sublevación, como lo nombraban los otros. Lo que era bueno para Arturo era malo para su familia, y lo que era malo para sus padres podría significar la gloria para el hombre con el que quería compartir su vida.

Por otro lado, hacía más de un mes que no veía a ninguno de sus hermanos varones; los mellizos estaban en Burgos formando parte del Ejército nacional; Juan se había afiliado a la Falange, sin embargo, todavía no había podido convencer a Carlos, que se mostraba reticente. La noticia de su llegada al lado nacional la recibieron tres semanas después de su partida, a través de un sobre dirigido a Joaquina, utilizando en el remite un apellido distinto, para evitar, según contaba sutilmente en el interior, que se extraviase en el camino, dentro del cual había otro sobre esta vez dirigido a Teresa. La carta estaba escrita por Carlitos, y en ella mencionaba su poca inclinación a las ideas de la Falange; afirmaba haber sido testigo de ejecuciones de los camisas azules en la ciudad de Burgos como represalia, no sólo a los que se habían mantenido afectos a la República, sino a todos aquellos, de cualquier clase o condición, que fueran sospechosos de haber tenido algún contacto con sindicatos, partidos del Frente Popular o con los anarquistas. Lo contaba sin entrar en detalles escabrosos, de forma escueta, prudente y aparentemente aséptica, como si no quisiera herir ninguna sensibilidad; Teresa, sin embargo, intuyó entre líneas que las palabras de su hermano destilaban la vileza del que es consciente de asistir, impasible, a hechos abyectos y repugnantes, incapaz siquiera de rebelarse contra sí mismo y su cobarde pasividad.

En cuanto a Mario, sentía un estremecimiento al imaginar su estancia en la cárcel, y ahora, en casa de un extraño, escondido como un delincuente, sentenciado a muerte por querer huir del desafuero en que se había visto inmerso. Cansina, encaminó sus pasos hacia la Gran Vía. A pesar de lo sofocante del aire, había mucha gente por la calle; la ciudad había recuperado su pulso vital, algo cambiado por las vestimentas, los gorros frigios y sobre todo las pistolas, pero también por los carteles en las fachadas, por las casas señoriales, ahora tomadas por diversas agrupaciones que sacaban los elegantes sillones a la entrada, donde sus nuevos moradores se sentaban para charlar, reír o contar sus experiencias con la muerte en algún frente o patrullando por las calles en la oscuridad de la noche.

Los cines, las cafeterías, los quioscos, todo funcionaba con una apariencia casi normal, si no fuera porque ya empezaban a ser consciente de lo que se habían resistido a admitir durante semanas, que estaban inmersos en una terrible guerra civil. Se detuvo para ver pasar dos camionetas sobre las que iban un grupo de mujeres con el puño en alto y enarbolando banderas comunistas. Le sorprendió la actitud de entrega que tenían, el convencimiento de lo que simbolizaba su puño en alto, sus gritos apasionados a favor de la revolución, arengando a la lucha contra el fascismo. Teresa no sabía qué era el fascismo, ni lo que pretendían en realidad los sublevados, su confusión era máxima, porque entre las izquierdas también había formas muy distintas, incluso contradictorias de ver el futuro y de cómo organizar las cosas. Por eso, en el fondo, envidiaba el compromiso de aquellas mujeres por la causa republicana, hasta el punto de dejarlo todo y subirse a un camión que les llevaría al frente a entregar la vida por sus ideas. Observó, pensativa, cómo se alejaban dejando el estruendo de las ruedas sobre el adoquinado recién colocado de aquel tramo de la Gran Vía. Cruzó la Red de San Luis y se metió por la calle Montera hasta llegar a la puerta del Sol. Allí, junto a la boca del metro, dos policías le pidieron la documentación. Era la primera vez, desde que había empezado la guerra, que una autoridad uniformada le pedía su cédula de identidad. Después de dar alguna explicación sobre su destino, la dejaron marchar, pendientes de un hombre que debió de resultarles más sospechoso. Se dirigió por la calle Arenal y desembocó en la plaza de Oriente, frente al Palacio Nacional. Acomodados en la tierra, bajo la sombra de una acacia, se encontraban dos hombres compartiendo caladas a un consumido pitillo, pasándoselo, alternativamente, de uno a otro; junto a ellos, había un carromato en el que se amontonaban libros de forma caótica. Teresa se detuvo a mirar.

—Si te interesa alguno te lo dejamos a buen precio.

Teresa cogió uno. Debían haber pertenecido a una buena biblioteca porque su estado era excelente a pesar del trato que habían sufrido, arrojados al carro sin ningún miramiento, como si fueran mercancía barata.

—¿De dónde los habéis sacado?

—Pertenecían a un tipo con gafitas muy pequeñas, un chupatintas de esos que tienen el cerebro seco de tanto leer. Pero, no te preocupes, dicen los beatos que al cielo se va sin nada material, y el dueño lo debía de saber, porque los dejó abandonados para evitar el peso… —rieron a carcajadas—; seguro que ése se iba derechito
p’arriba
porque antes de caer, rezaba muy concentrado, con las manitas

juntas…

Los dos hombres se desternillaban de risa. Teresa pensó que debían estar bebidos porque, junto a ellos, había una botella vacía de güisqui americano, seguramente procedente de la misma casa de donde habían sacado los libros.

Curioseó el título de algunos, oía las estúpidas simplezas que los casuales comerciantes se decían entre sí. Sonrió y pensó en Arturo, en las tardes de primavera recorriendo la cuesta Moyano, paseando sus ojos por los libros de segunda mano que se ofertaban en sus puestos de madera. Pocas veces compraba, alegando siempre, con cierta pena, que no podía permitirse ni siquiera pagar una peseta por ellos, sus prioridades eran otras. A pesar de la falta de libros en propiedad, su pasión por la lectura estaba cubierta: el acceso a la biblioteca de la universidad y la generosidad de algunos compañeros que de buena gana le prestaban sus libros, le permitían leer sin descanso toda clase de obras.

Extrajo un libro voluminoso y algo pesado que se encontraba debajo de otros tantos. Le llamó la atención, no sólo su volumen sino también su cuidada encuadernación en piel y rematados dorados. No le sonaba su título ni tampoco su autor:
El conde de Montecristo
, de Alejandro Dumas. Si Arturo estuviera a su lado le contaría todo sobre el argumento. Retiró el libro a un lado y buscó un poco más. Uno de los hombres, al ver que el interés de Teresa podía dar lugar a una venta, se levantó y se puso a su lado.

—Te puedes llevar los que quieras.

Eligió dos libros más,
Los Miserables
y
La Regenta
. No porque los conociera, sino porque los títulos le gustaron y estaban prácticamente nuevos. Los apiló con el de Dumas, poniendo su mano sobre las cubiertas.

—¿En cuánto me dejas estos tres?

—Dame veinte reales.

—Te pagaré diez. Al fin y al cabo son robados…

—Quince y no bajo ni un solo real —insistió el hombre.

—Podría denunciaros.

—Podrías hacerlo; tú te quedarías sin tus libros y nosotros sin el dinero que nos ganemos con lo que vendamos. Tengo siete bocas que alimentar, y con esto no hago daño a nadie.

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