—A los que van al frente les pagan diez pesetas al día, además de la comida y ropa. Es otra manera de ganarse la vida.
—Prefiero vender lo que otros ya no necesitan.
Hubo un silencio tenso. Teresa no sabía qué hacer, por una parte quería llevarse esos libros, pero pagar por algo que había sido robado a alguien abatido por una bala cobarde, le parecía una inmoralidad. Pensó en llamar a Arturo y advertirle del arsenal de cultura que tenían aquellos dos hombres, pero lo más seguro es que ya hubiera salido de la pensión. Sacó de su bolso quince reales y se los dio. Cargó los libros bajo del brazo y se alejó hacia la plaza de las Descalzas, para luego subir por San Bernardo y tomar un tranvía que la llevase a casa. Cuando estaba en la parada, se acercaron dos mujeres de unos cuarenta años, una muy alta y corpulenta, la otra muy bajita y poquita cosa que tenía una expresión hostil, huraña, como si llevase una profunda amargura reflejada en su rostro. La más alta llevaba una hucha en la mano con un cartel que no se leía bien.
—Un donativo para los niños huérfanos de los milicianos caídos en el frente.
Teresa las miró sorprendida.
—¿Un donativo para qué?
—Para los niños que quedan huérfanos porque sus padres mueren luchando por nuestra revolución.
Teresa miró a una y a otra, aturdida.
—Camarada —intervino la más menuda—, tenemos la obligación de contribuir a la manutención de esos niños, fruto de esos hombres y mujeres valerosos que están dando su vida por nuestra libertad; de todos nosotros depende que se les proporcione un futuro mejor.
—Ya… pero…
Aturdida, abrió el bolso y sacó el monedero. Le quedaba una moneda de una peseta. Teresa dudó. No tenía ninguna intención de echar la moneda en aquella hucha. No quería caminar hasta su casa, hacía calor, tenía mucha sed, le dolían los pies y estaba cansada.
—Sólo tengo una moneda.
—Una peseta puede ayudar mucho.
Las mujeres no pedían, exigían.
—Ya —añadió azorada—, pero el tranvía cuesta quince céntimos.
—Echa la moneda y ejercita las piernas hasta tu casa. Los niños huérfanos y tu salud te lo agradecerán.
—Pero… vivo lejos —protestó Teresa, apabullada por aquellas dos mujeres que no tenían ninguna intención de seguir su camino con las manos vacías.
—¿Es que te niegas a contribuir a la causa?
Una de las mujeres se volvió sin ningún disimulo hacia un grupo de milicianos que, sentados alrededor del velador de una cafetería, bebían cerveza, hablaban y reían. Dos de ellos se levantaron, se ciñeron las armas al cinto y se acercaron despacio. Teresa se dio cuenta y, nerviosa, notó el latido acelerado de su corazón.
—No me niego…
—¿Ocurre algo, camaradas? —interrumpió sus palabras uno de los milicianos.
Antes de que pudieran contestar, Teresa echó la peseta en la ranura. El ruido seco y metálico al chocar contra otras monedas significó para ella su liberación; se dio la media vuelta y echó a andar con paso acelerado. Sintió el sudor resbalando por la frente y cómo la tela de su vestido, húmeda y pegajosa, se adhería a la piel de su espalda. El taconeo hueco de sus zapatos retumbaba sobre el adoquinado. Se dio cuenta de que estaba huyendo, pero de qué, de quién, qué le había provocado semejante pavor. Si dos meses atrás alguien le hubiera pedido un donativo por la calle que no quisiera dar, simplemente se hubiera negado y hubiera continuado su camino; pero las cosas habían cambiado tanto que negar algo tan banal como una ayuda de una peseta, podía convertirse en un grave problema. Tomó aire y lo soltó hinchando y deshinchando los pulmones en un intento de calmarse. Giró la cabeza para comprobar que nadie la seguía. Se detuvo en un portal y se cobijó del sol. Durante un rato, sólo respiró, con los libros apretados contra su pecho, como si quisiera protegerse de sus miedos, consciente del terror, desorbitado e irracional, que había sentido.
Cuando por fin enfiló la calle del General Martínez Campos, vio a lo lejos los balcones de su casa. En ese momento, Joaquina recogía algo, una toalla o un trapo, que pendía colgado de la barandilla de uno de los balcones; le extrañó, porque su madre le tenía prohibido tender o colgar cualquier prenda hacia la calle. Alzó la mano, pero la criada no la vio, o aparentó no verla. Se encontraba muy cansada. La falta de medias, la caminata y el calor la habían provocado ampollas en los pies que la quemaban como brasas, y su garganta estaba tan reseca que parecía que masticaba tierra. Varias veces por el camino se arrepintió de haber comprado los libros, no sólo por lo que pesaban, sino porque había perdido demasiado tiempo con el inoportuno paseo. Temía encontrarse a Mercedes y a su madre en el portal, desahuciadas por su padre, o peor aún, camino de Móstoles. Los remordimientos de su falta de conciencia la hacían caminar aún más deprisa, a pesar del dolor de pies.
Entró en el portal como una exhalación, agradecida por el frescor del aire. Cuando ya llegaba a la puerta de acceso a las escaleras, la detuvo la voz compungida de Modesto.
—Ay, señorita Teresa, menos mal que ha llegado usted… yo, señorita, ya sabe usted que yo he estado siempre al servicio de su familia…
—¿Qué ha pasado, Modesto? —la alarma de Teresa se disparó al oír las palabras torpes y renqueantes del portero, intentando justificarse antes de explicar lo que pasaba.
—Señorita Teresa —levantó los ojos del suelo para clavarlos en los de Teresa—, llegaron al menos una docena de hombres. Cuando me quise dar cuenta, ya estaban arriba. No pude avisar…, yo no pude hacer nada para evitarlo, ya sabe como están las cosas, sus padres de usted…
—¿Qué les ha sucedido a mis padres? —le inquirió gritando, angustiada, irritada con lo tardo en las explicaciones.
—Se los han llevado, señorita, a los dos…
Teresa ya no le escuchaba. Había emprendido un rápido ascenso de las escaleras.
—Señorita Teresa, yo no tengo nada que ver con esto, se lo juro, sabe usted que yo a la familia de usted le tengo mucho respeto.
Las palabras de Modesto rebotaban en la mente de Teresa igual que lo hacía el ruido de sus zapatos sobre el mármol. Llamó al timbre y aporreó la puerta, nerviosa, tensa.
Joaquina abrió en seguida. Tenía los ojos llorosos.
—Señorita Teresa…
—¿Qué ha pasado? Me ha dicho Modesto que se han llevado a mis padres.
Mercedes y su madre aparecieron por el pasillo, también con gesto preocupado.
—Si llega un poco antes se los encuentra de frente —le dijo la criada con voz temblona y compungida—. Preguntaban por el señorito Mario. Ay, señorita, lo registraron todo. Su señor padre les dijo que no sabía dónde estaba, pero nada, ni caso; ellos sabían algo, señorita —su voz entrecortada al punto del llanto resultaba patético, limpiándose las mejillas con la punta del delantal ennegrecido por el uso, sorbiendo la mucosidad que se precipitaba por su enorme nariz ancha y gruesa—, y como no lo encontraron, al señorito Mario digo, pues como no lo encontraron, se llevaron a su señor padre y a su señora madre. ¡Qué disgusto, señorita, qué disgusto más grande!
—Yo le aseguro, señorita, que no dije ni «esta boca es mía» —se puso los dedos cruzados sobre los labios—. Gracias a Dios que no estaban ni usted ni la señorita Charito.
La criada se santiguaba de forma compulsiva mientras hablaba, apenas dibujando con su mano un garabato extraño en el aire delante de su cara.
—¿Mi hermana no está en casa? —preguntó Teresa.
—Ha llegado hace unos minutos —contestó Mercedes—. Está hablando por teléfono.
Teresa suspiró con un visaje de intranquilidad contenida.
—¿Se sabe adónde se los han llevado?
—Dijeron que a la Dirección General de Seguridad —añadió Joaquina—. Allí está llamando la señorita Charo, a ver si averigua algo…, Dios Santo, qué pena.
—Pero ¿eran guardias o milicianos?
Las tres callaron mirándose unas a otras.
—Yo, la verdad es que no lo sé —dijo al fin Mercedes—, de uniforme iban…
—Yo me creo, señorita, que eran milicianos con ropa de guardias —interrumpió Joaquina.
Teresa se dirigió al salón, seguida de las tres mujeres. Su hermana hablaba por teléfono. Con el auricular pegado a la oreja, se mantenía concentrada en la conversación, atendiendo a las palabras de su interlocutor. Sus ojos se clavaron en Teresa.
—¿Has averiguado algo? —le preguntó en cuanto colgó.
—No. Todavía no. Me han dicho que a la Dirección General de Seguridad no han llevado a nadie.
Sintió algo extraño en la mirada de su hermana, tenía un gesto de reproche.
—¡Qué habrá podido pasar!
—Dínoslo tú —respondió, manifestando claramente una recriminación.
—¿Qué quieres decir?
—Está claro que alguien ha dado el chivatazo de que Mario ha aparecido, y han venido a buscarlo a casa.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—¿No vienes de ver a ese novio tuyo?
—No es de tu incumbencia donde yo vaya o deje de ir.
—¿Le has hablado de Mario?
Teresa encogió los hombros, incómoda. No entendía aquel interrogatorio de su hermana pequeña.
—Claro que se lo he dicho, él nos puede ayudar…
—Claro que nos ha ayudado, denunciándonos.
—Pero tú estás loca. Arturo nunca haría eso.
—¿Cómo estás tan segura?
—Si hubiera sido Arturo, como tú dices, no hubieran venido aquí, les hubiera llevado directamente al lugar donde se esconde.
—O no. Puede que quiera ganarse puntos ante su gente y, de paso, quitarse de en medio a los que le están molestando en su relación contigo.
Teresa la miró atónita.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—Yo no tengo que pensar nada. Lo cierto es que los guardias, con la excusa de buscar a Mario, han venido justo en el momento en el que tú no estabas en casa. Y parece que tu tranquilidad te ha permitido hasta irte de compras —dijo indicando con los ojos hacia los libros que todavía llevaba en su regazo. Teresa miró los libros y, como si se hubiera dado cuenta de repente que pesaban, los dejó encima de la mesa.
—No te voy a dar a ti explicaciones de dónde voy ni lo que hago o compro.
—Ya, pero no me negarás que todo cuadra —volvió a señalar con un gesto hacia los libros apilados en el borde de la mesa—. ¿Te ha enviado él a hacer las compras, o ha sido idea tuya? A lo mejor es una treta urdida por los dos. Tú te entretienes por la calle, mientras otros hacen el trabajo sucio y se llevan a los que molestan; fin del problema.
—No puedo creer que seas tan ruin…
—Mira bien con quién te juntas.
—Y tú, ¿dónde estabas?
—Por ahí.
—¿Por ahí? ¿En casa de unos fascistas? ¿Qué quieres, que te maten, que nos maten a todos?
Charito apenas se inmutó. Con los brazos cruzados sobre el pecho, sólo esbozó una sonrisa ladina, y alzó las cejas.
—¿Quién te ha informado de eso, tu novio?
—¿Qué importa eso? El caso es que no puedes moverte por ahí en compañía de fascistas.
—Es mejor estar en compañía de fascistas a tener a un novio rojo capaz de vender a tu familia para conseguir tenerte.
—Además de maliciosas especulaciones, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo?
Charito esbozó una sonrisa artera.
—Pregunta a Joaquina. Ella te confirmará lo que estoy diciendo.
Los ojos se volvieron a la criada que pareció empequeñecer, acuciada por una responsabilidad que rechazaba.
—Joaquina, ¿qué tienes que decir?
El tono suplicante y a la vez firme, convencida de que se trataba de conjeturas maldicientes de su hermana, amedrentaron aún más a la criada, que no acertaba a articular palabra.
—Yo… —nerviosa, retorcía el pico del delantal en los dedos de sus manos una y otra vez, respirando a bocanadas, como si le faltase aire que respirar—, señorita Teresa, verá, yo…
—Ella oyó decir a uno de los guardias que había sido Arturo Erralde el que le había avisado de que Mario Cifuentes estaba vivo.
La voz contundente de Charito retumbó en los oídos de Teresa como si estuviera en el interior de un campanario. Le dolían tanto sus palabras. Se volvió de nuevo hacia Joaquina, suplicante, y la criada bajó los ojos al suelo y afirmó como si se sintiera avergonzada por lo dicho.
—Joaquina, ¿escuchaste bien el nombre?
—Sí, señorita. Perfectamente. Dijo esas mismas palabras, y el nombre completo, Arturo Erralde, ya ve usted que yo no sabía que usted se veía con ese chico, ni sabía de su nombre, pero así fue, señorita. Tal y como lo ha dicho su hermana de usted.
Teresa se acercó al teléfono y marcó el número de la pensión. Doña Matilde le dijo que Arturo había salido al poco de marcharse ella. Teresa la insistió en que le dejase el recado de que la llamase con urgencia.
—Dios Santo —murmuró Teresa, con gesto preocupado y mirada perdida, cavilante—. Qué vamos a hacer, pobre mamá. Esto la va a matar.
—Ya le he dicho a tu hermana —intervino Mercedes— que tu padre dijo al salir que llamaseis a Nicasio Salas, que el teléfono está en el listín de su despacho.
—Ya lo he hecho —replicó Charito de mala gana—, y nadie contesta.
—Hay que seguir insistiendo —dijo Teresa—. Encárgate tú.
—Y tú —la espetó—, ¿qué vas a hacer tú?
Teresa miró a su hermana sin decir nada. No supo si era el calor o el aire pastoso, pero de pronto sintió que le costaba respirar. Se llevó la mano al pecho.
—Joaquina, por favor, tráeme un vaso de agua —la criada, solícita, salió corriendo hacia la cocina—. Tengo que ir a buscarlos.
—¿Adónde? —replicó Charito—. En la Dirección General de Seguridad me han confirmado que no tenían noticia.
—Tal vez no les hayan llevado allí…, puede que ni siquiera sean guardias. Tenemos que mantener la calma. Primero hay que poner una denuncia.
—Yo voy contigo —dijo Charito, resuelta.
—No. Tú sigue intentando contactar con ese hombre, y si llama Arturo cuéntale lo que ha pasado. No me puedo creer que él tenga nada que ver con esto.
Teresa intentó encontrar en los ojos de su hermana un ápice de confianza, de duda en las palabras oídas por Joaquina, pero se dio cuenta de que su hermana había sentenciado a Arturo para siempre. Estaba claro que ella, al igual que su madre, nunca aceptaría la posibilidad de que un chico de ideas socialistas, que le gustaba escribir y con un futuro poco halagüeño, pasara a formar parte de la familia.