Las pruebas (29 page)

Read Las pruebas Online

Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Las pruebas
6.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquello le sonó a Thomas como la mejor idea que había oído en días.

—Vale, quiero largarme de aquí antes de que vuelva.

—¡Escuchad! —gritó Minho mientras se apartaba para dirigirse a la multitud—. Nos vamos ya. Si no nos seguís, estaréis bien. Si lo hacéis, os mataremos. Es una fácil elección, ¿no creéis?

Thomas se preguntó cuándo y cómo Minho había relevado a Jorge de su cargo de líder. Miró al hombre y advirtió que Brenda estaba sentada en silencio junto a una pared, con la vista clavada en el suelo. Se sentía muy mal por lo sucedido la noche anterior. Había querido besarla de verdad, pero por algún motivo se había sentido indignado al mismo tiempo. Quizás era la droga. Quizás era Teresa. Quizás era…

—¡Eh, Thomas! —Minho le estaba gritando—. ¡Tío, despierta! ¡Nos piramos!

Varios clarianos ya habían cruzado la puerta hacia la luz del sol. ¿Cuánto tiempo le había dejado sin sentido la droga? ¿Un día entero? ¿O tan sólo unas horas, desde la mañana? Se movió para seguirles, aunque antes se paró al lado de Brenda y le dio un empujoncito. Por un segundo, le preocupó que no quisiera acompañarles, pero ella tan sólo dudó un momento antes de dirigirse hacia la puerta.

Minho, Newt y Jorge esperaron, haciendo guardia con sus armas, hasta que todos, salvo Thomas y Brenda, estuvieron fuera. Thomas vigiló la puerta mientras los tres clarianos retrocedían al tiempo que movían de un lado a otro sus cuchillos y espadas. Pero no parecía que nadie fuese a montar un escándalo. Seguramente estaban dispuestos a seguir adelante, contentos de estar vivos.

Todos se reunieron en el callejón, lejos de las escaleras. Thomas se quedó junto al último peldaño, pero Brenda se colocó al otro lado del grupo. Se juró tener una larga charla con ella a solas en cuanto estuvieran lejos y a salvo. Le gustaba, quería ser su amigo por lo menos. Y lo más importante: ahora sentía por ella algo muy similar a lo que sentía por Chuck. Por alguna razón, una sensación de responsabilidad hacia ella le había embargado.

—… corred.

Thomas sacudió la cabeza al darse cuenta de que Minho había estado hablando. Unas punzadas de dolor le atravesaron el cráneo, pero se centró.

—Tan sólo quedan un par kilómetros —continuó Minho—. Después de todo, estos raros no son tan duros como para luchar. Así que vamos a…

—¡Eh!

El grito vino de detrás de Thomas, estridente y demencial. Thomas se dio la vuelta para ver a Rubiales en el último peldaño de las escaleras, junto a la puerta abierta, con el brazo extendido. Sus dedos de blancos nudillos sujetaban la pistola, firmes y sorprendentemente calmos. Apuntaba directo a Thomas.

Antes de que nadie pudiera moverse, disparó, una explosión que sacudió todo el estrecho callejón con un atronador estruendo.

Un intenso dolor desgarró el hombro izquierdo de Thomas.

Capítulo 40

El impacto echó a Thomas hacia atrás y lo volteó de tal modo que cayó de bruces, aplastándose la nariz contra el suelo. De alguna manera, a través del dolor y el zumbido sordo en sus oídos, oyó otro disparo y luego unos gruñidos y puñetazos, seguidos del repiqueteo del metal sobre el cemento.

Rodó sobre su espalda, con una mano apretada sobre el sitio donde había recibido el disparo, y reunió el valor para mirar la herida. El pitido en sus oídos se hizo más fuerte y apenas advirtió por el rabillo del ojo que habían inmovilizado a Rubiales en el suelo. Alguien le estaba dando una paliza de muerte.

Minho.

Thomas bajó la vista hacia la herida. Lo que vio hizo que el corazón se le acelerara. Un agujerito en su camisa revelaba una mancha roja pegajosa en la parte carnosa de su axila, y la sangre manaba de la herida. Dolía. Dolía mucho. Si pensaba que el dolor de cabeza allí abajo era fuerte, aquello era tres o cuatro veces peor, una espiral de dolor justo en el hombro. Y se le extendía al resto del cuerpo.

Newt estaba a su lado y le miraba con ojos de preocupación.

—Me ha disparado —le salió así, otro número que añadir a la lista de las mayores tonterías que había dicho. El dolor era como grapas metálicas vivientes recorriendo sus entrañas, que le pinchaban y arañaban con sus puntitas afiladas. Notó que la mente se le oscurecía por segunda vez aquel día.

Alguien le pasó una camisa a Newt, que la apretó con fuerza sobre su herida. Aquello le mandó otra oleada de agonía por todo el cuerpo; gritó, sin importarle si lo tomaban por un llorica. Le dolía como nunca antes le había dolido nada. El mundo a su alrededor perdió otros tantos grados de intensidad.

«Desmáyate —se rogó—. Por favor, desmáyate para que se termine».

A lo lejos volvieron a oírse voces, tan distantes como la suya en la pista de baile después de que lo drogaran.

—Puedo sacarle esa mamona —reconoció a Jorge entre los demás—. Pero necesitaré fuego.

—No podemos hacerlo aquí —¿era Newt?

—Salgamos de esta fuca ciudad —definitivamente, Minho.

—Muy bien. Ayudadme a llevarlo —ni idea.

Unas manos le cogieron por debajo y le agarraron de las piernas. El dolor. Alguien dijo algo sobre contar hasta tres. El dolor. Le dolía muchísimo. Uno. El dolor. Dos. ¡Ay! ¡Tres!

Se elevó hacia el cielo y el dolor explotó de nuevo, fresco y terrible. Entonces su deseo de desmayarse se hizo realidad y la oscuridad se llevó sus problemas.

Se despertó con la mente aturdida.

La luz le cegaba, no podía abrir los ojos del todo. Su cuerpo se zarandeaba y sacudía mientras las manos aún le sujetaban fuerte. Oyó el sonido de una respiración rápida y dificultosa. Unos pies golpeando el pavimento. Alguien gritando, aunque no podía entender las palabras. A lo lejos, los enloquecidos gritos de los raros… lo bastante cerca como para que les estuvieran persiguiendo. Calor. El aire ardía.

Su hombro estaba en llamas. El dolor le atravesó como una serie de explosiones tóxicas y volvió a huir hacia la oscuridad.

• • •

Entreabrió los ojos.

Esta vez la luz era menos intensa, el dorado resplandor del crepúsculo. Estaba tumbado boca arriba con el suelo duro debajo de él. Tenía una piedra clavada en la parte inferior de la espalda, pero aquello era como estar en el cielo, comparado con el daño de su hombro. La gente se arremolinaba junto a él y hablaba en susurros breves y tensos.

Las risas estridentes de los raros se habían hecho más distantes. No veía más que el cielo sobre él, no había edificios. Le dolía el hombro. ¡Oh, el dolor!

Una hoguera chisporroteaba y crepitaba en algún lugar cercano. Sentía el calor flotando por su cuerpo entre el viento caliente.

Alguien dijo:

—Será mejor que lo sujetes. De piernas y brazos.

Aunque su mente aún estaba nublaba, aquellas palabras no le sonaron bien. Alcanzó a ver un destello de luz sobre algo plateado, el reflejo del sol que perdía intensidad sobre… ¿un cuchillo? ¿Estaba al rojo vivo?

—Esto va a dolerte bastante.

No tenía ni idea de quién lo había dicho.

Oyó el silbido justo antes de que mil millones de explosivos estallaran en su hombro. Su mente se despidió por tercera vez.

• • •

Sintió como si un largo periodo de tiempo hubiera pasado en esta ocasión. Cuando volvió a abrir los ojos, estrellas como resquicios de luz diurna brillaban en el cielo oscuro. Alguien le cogía de la mano. Intentó girar la cabeza para mirar a esa persona, pero una nueva oleada de agonía descendió por su columna.

No le hacía falta mirar; era Brenda. ¿Quién más podría ser? Además, la mano era pequeña y suave. Era Brenda, seguro.

Algo había sustituido el dolor intenso de antes. En cierto modo, ahora se sentía peor. Algo parecido a una enfermedad reptaba por su cuerpo. Una porquería que le remordía y le picaba. Algo repugnante, como gusanos retorciéndose por sus venas, los huecos de sus huesos y entre sus músculos. Comiéndoselo entero. Dolía, pero ahora era peor que el daño. Profundo e intenso. El estómago gorjeaba, inestable, y sentía fuego en sus venas.

No sabía cómo lo sabía, pero estaba seguro. Algo iba mal. La palabra
infección
le vino a la mente y se quedó allí.

Se quedó dormido.

• • •

El amanecer despertó a Thomas. La primera cosa que advirtió fue que Brenda ya no le sujetaba la mano. Notaba en su piel el aire fresco del alba, lo que le ofreció un breve instante de placer.

Entonces fue totalmente consciente del dolor punzante que consumía su cuerpo, que habitaba hasta la última de sus moléculas. Ya no tenía nada que ver con el hombro y la herida de bala. Algo terrible pasaba en todo su organismo.

Infección.
De nuevo aquella palabra. No supo cómo sobrevivió a los siguientes cinco minutos. O a la siguiente hora. ¿Cómo pudo resistir todo aquel día? ¿Dormirse y que todo volviera a empezar de nuevo? La desesperación lo absorbía hacia un vacío enorme que amenazaba con tirarlo a un abismo espantoso. Le acometió una locura llena de pánico, que lo sumergió en el dolor.

Entonces fue cuando las cosas se pusieron raras.

Los demás lo oyeron antes que él. Minho y el resto empezaron de repente a buscar algo. Muchos examinaban el cielo. ¿El cielo? ¿Por qué iban a hacer algo así?

Alguien —Jorge, pensó— gritó la palabra «iceberg».

En ese momento, Thomas lo oyó: un fuerte repiqueteo acompañado de golpazos. Se hizo más intenso antes de que se percatara siquiera de lo que estaba ocurriendo y pronto pareció como si el ruido estuviera dentro de su cráneo, haciendo que le vibraran la mandíbula y el tímpano, escurriéndose por su columna. Un constante y continuo golpeteo, como los tambores más grandes del mundo; y detrás, el enorme zumbido de la maquinaria pesada. Se levantó viento, y al principio a Thomas le preocupó que estuviera empezando otra tormenta, pero el cielo se hallaba totalmente azul. No se veía ni una nube.

El ruido empeoró su dolor y su mente empezó a adormecerse de nuevo. Pero se resistió, desesperado por saber cuál era la fuente de aquellos sonidos. Minho gritó algo y señaló al norte. A Thomas le dolía demasiado para darse la vuelta y mirar. El viento sopló con más fuerza, le pasó rozando y tiró de sus ropas. El polvo volaba y enturbiaba el aire. De repente, Brenda estaba a su lado otra vez y le apretaba la mano.

La chica se inclinó hasta que su cara estuvo a tan sólo unos centímetros de la suya. Sus cabellos se agitaban a su alrededor.

—Lo siento —dijo, aunque apenas la oía—. No quería… Bueno, sé que tú… —intentaba buscar las palabras adecuadas, pero apartó la vista.

¿De qué estaba hablando? ¿Por qué no le decía qué era lo que provocaba ese horrible ruido? Le dolía muchísimo…

Una curiosa expresión de terror se extendió por su cara, y los ojos y la boca se le abrieron de par en par. Y entonces la empujaron dos…

El pánico se apoderó de Thomas. Había dos personas, vestidas con los trajes más extraños que había visto en su vida. De una sola pieza, anchos y de color verde oscuro, con unas letras que no podía leer, garabateadas en el pecho. Unas gafas de aviador les tapaban los ojos. No, no eran gafas, sino una especie de máscaras antigás. Tenían un aspecto extraño y horrible. Parecían malignos, como enormes insectos enloquecidos, tal vez comedores de humanos, envueltos en plástico.

Uno de ellos le agarró las piernas por los tobillos. El otro colocó las manos debajo de él para sujetarle por las axilas, y Thomas gritó. Lo levantaron, y el dolor recorrió todo su cuerpo; casi se había acostumbrado a aquella angustia, pero ahora era incluso peor. Le dolía demasiado para resistirse, así que se relajó.

Entonces empezaron a moverse, se lo estaban llevando y, por primera vez, los ojos de Thomas enfocaron lo suficiente para leer las letras en el pecho de la persona que estaba a sus pies. CRUEL.

La oscuridad amenazaba con llevárselo de nuevo. Lo permitió, pero el dolor le acompañó.

Capítulo 41

Una vez más, se despertó con una luz blanca cegadora. Esta vez brillaba directamente hacia sus ojos desde arriba. Supo al instante que no se trataba del sol, era distinta. Además, resplandecía a corta distancia. Incluso mientras tenía los ojos cerrados, la imagen remanente de la bombilla flotaba en la oscuridad.

Oyó voces, más bien susurros. No podía entender ni una sola palabra; hablaban demasiado bajo, estaban lo bastante lejos para que le fuera imposible descifrar nada. Después oyó los chasquidos del metal contra el metal. Pequeños sonidos, y lo primero que le vino a la cabeza fueron instrumentos médicos. Escalpelos y esas varillas con un espejo en el extremo. Aquellas imágenes salían de la oscuridad de su memoria y, al combinarlas con la luz, lo supo: le habían llevado a un hospital, a un hospital. Lo último que se habría imaginado que existiera en la Quemadura. ¿O se lo habían llevado a otro sitio? ¿Muy lejos? ¿A través de un Trans Plano, tal vez?

Other books

Savage Cinderella by PJ Sharon
The Mandate of Heaven by Mike Smith
Thirteen Pearls by Melaina Faranda
Lost by M. Lathan
Homegoing by Yaa Gyasi
The Tempting of Thomas Carrick by Stephanie Laurens
Whiskey Island by Emilie Richards
Outback Exodus by Millen, Dawn