Las pruebas (23 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Las pruebas
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—¿Qué ha sido eso? —susurró Thomas.

—Una vieja lámpara que se ha roto, supongo —su voz no mostraba preocupación. Dejó la linterna en el suelo de modo que iluminó la pared de enfrente.

—¿Por qué iba una lámpara a romperse espontáneamente?

—No lo sé. ¿Una rata?

—No he visto ninguna rata. Además, ¿cómo iba una rata a caminar por el techo?

Ella le miró con un gesto burlón en su cara.

—Tienes razón. Debe de ser una rata voladora. Deberíamos salir pitando de aquí.

Una risita nerviosa se le escapó a Thomas antes de que pudiera contenerla.

—¡Qué graciosa!

Se oyó otro
plaf,
esta vez seguido del tintineo del cristal al caer al suelo. Estaba clarísimo que venía de detrás de ellos. Thomas estaba seguro esta vez: alguien tenía que estar siguiéndoles. Y no podían ser los clarianos. Sonaba más bien como si alguien estuviera intentando hacerles perder los estribos. Como si quisiera asustarles.

Ni siquiera Brenda pudo ocultar su reacción; sus ojos se encontraron y los de ella estaban llenos de preocupación.

—Levántate —susurró.

Ambos lo hicieron juntos y cerraron sus mochilas en silencio. Brenda volvió a enfocar con su linterna el lugar de donde procedía aquel ruido. Allí no había nada.

—¿Deberíamos ir a comprobarlo? —preguntó en voz baja.

Estaba susurrando, pero en el silencio del túnel sonaba demasiado alto. Si alguien estaba cerca, podría oír lo que decían.

—¿Ir a comprobarlo? —Thomas pensó que era la peor idea que había oído en mucho tiempo—. No, deberíamos salir de aquí, tal y como acabas de decir.

—¿Qué, vas a dejar que nos siga quienquiera que sea? ¿Y que reúna quizás a algunos de sus colegas para tendernos una emboscada? Será mejor que nos ocupemos de este asunto ahora.

Thomas la agarró de la mano que sujetaba la linterna y enfocó al suelo. Después se inclinó más hacia ella para susurrarle al oído.

—Podría ser una trampa. Ahí atrás no hay cristales en el suelo. Han tenido que romper adrede una de esas viejas lámparas. ¿Por qué haría alguien tal cosa? Debe de ser alguien que intenta que retrocedamos.

—Si tienen suficiente gente para atacar —replicó—, ¿por qué iban a acosarnos? Es una estupidez. ¿Por qué no acercarse hasta aquí y terminar de una vez?

Thomas lo pensó. Tenía razón.

—Bueno, lo que sí es una estupidez es quedarse aquí sentados hablando todo el día. ¿Qué hacemos?

—Vamos a… —empezó a subir la linterna mientras hablaba, pero en ese momento se interrumpió y los ojos se le abrieron de par en par por el terror.

Thomas giró enseguida la cabeza para conocer la causa.

Había un hombre allí, en el límite del alcance de la linterna. Era como una aparición, había algo irreal en él. Se inclinó a la derecha y sacudió ligeramente la pierna y el pie izquierdo, como si tuviera un tic. El brazo izquierdo también le tembló y cerró y abrió la mano. Llevaba un traje oscuro, que seguramente alguna vez fue bonito, aunque ahora estaba sucio y hecho jirones. El agua, o algo más asqueroso, le empapaba las rodillas de los pantalones.

Pero Thomas lo asimiló todo de inmediato. La mayoría de su atención se centraba en la cabeza del hombre. Thomas no podía evitar mirarla fijamente, hipnotizado. Parecía que le habían arrancado el pelo del cuero cabelludo; en su lugar había costras sangrantes. Tenía la cara pálida y húmeda, con cicatrices y llagas por todas partes. Le faltaba un ojo y en la cuenca había una masa roja y gomosa. Tampoco tenía nariz; de hecho, Thomas veía rastros de sus conductos nasales en su cráneo, debajo de la piel terriblemente destrozada.

Y su boca. Los labios se le habían enrollado hacia atrás para dejar al descubierto unos relucientes dientes blancos, muy apretados. Su ojo bueno les fulminaba atrozmente con la mirada mientras iba de Brenda a Thomas como una flecha.

Entonces el hombre dijo algo con su voz húmeda y gorjeante que hizo estremecerse a Thomas. Dijo tan sólo unas pocas palabras, pero fueron tan ridículas y estuvieron tan fuera de lugar que hicieron que todo fuera incluso más aterrador:

—Beatriz me quitó la nariz de raíz.

Capítulo 32

Un gritito se escapó del pecho de Thomas y no supo si se oyó o fue algo que sintió en su interior, algo imaginario. Brenda estaba a su lado, callada —petrificada, quizás—, con la luz todavía fija en el horroroso desconocido.

El hombre dio un paso torpe hacia ellos y tuvo que agitar su brazo bueno para mantener el equilibrio sobre la pierna no dañada.

—Beatriz me quitó la nariz de raíz —repitió, y una burbuja de flema en su garganta hizo un desagradable crujido—. ¡Reventó mi variz!

Thomas aguantó la respiración y esperó a que Brenda hiciera el primer movimiento.

—¿Lo pilláis? —dijo el hombre y su boca intentó transformarse en una sonrisa de complicidad. Parecía un animal a punto de saltar sobre su presa—. Reventó mi variz. Mi nariz. Me la quitó Beatriz. De raíz.

Entonces se rió con una húmeda carcajada de satisfacción que hizo que Thomas se preguntara si alguna vez volvería a dormir en paz.

—Sí, lo pillo —respondió Brenda—. Es gracioso.

Thomas percibió un movimiento y la miró. Con astucia, había sacado una lata de su bolsa y ahora la agarraba firmemente con la mano derecha. Antes de que pudiera preguntarse si era buena idea o si debería intentar detenerla, la chica echó el brazo hacia atrás y le tiró la lata al raro. Thomas la contempló mientras volaba y chocaba contra la cara del hombre. Este soltó un grito que le dejó helado.

Y entonces aparecieron otros. Una pareja. Luego tres. Después, cuatro más. Hombres y mujeres. Todos se arrastraban en la oscuridad para colocarse junto al primer raro. Todos estaban igual de idos. Horribles, consumidos del todo por el Destello, absolutamente locos y heridos de los pies a la cabeza. Y Thomas se dio cuenta de que a todos les faltaba la nariz.

—No me ha dolido tanto —dijo el raro al frente—. Tienes una nariz muy bonita. Me gustaría mucho volver a tener nariz —se calló y alargó la lengua lo bastante para lamerse los labios; luego volvió a guardarla. Era una horripilante cosa lila, llena de cicatrices como si se la mordiera cuando se aburría—. Y a mis amigos también.

El miedo subió y atravesó el pecho de Thomas como un gas tóxico rechazado por su estómago. Ahora sabía mejor que nunca lo que el Destello le hacía a la gente. Lo había visto en las ventanas del dormitorio, pero ahora se enfrentaba a una visión más cercana. Estaban justo delante de él, sin barrotes que los mantuvieran alejados. Las caras de los raros eran primitivas y salvajes. El hombre a la cabeza dio otro paso torpe y, luego, otro.

Había llegado la hora de irse.

Brenda no dijo nada. No tuvo que hacerlo. Tras sacar otra lata y lanzarla contra los raros, Thomas se dio la vuelta con ella y echaron a correr. Los estridentes gritos psicóticos de sus perseguidores se elevaron tras ellos como la llamada a la batalla de un ejército demoníaco.

La luz de la linterna de Brenda cruzaba temblorosamente a izquierda y derecha, rebotando mientras pasaban a toda velocidad el montón de giros en ambas direcciones. Thomas sabía que tenía una ventaja: los raros parecían medio rotos, llenos de heridas. Seguramente no podrían mantener su ritmo. Pero la idea de que quizás había más raros allí abajo, de que tal vez les estuvieran esperando más adelante…

Brenda se detuvo y dobló a la derecha al tiempo que cogía a Thomas del brazo para arrastrarle con ella. El chico avanzó a trompicones los primeros pasos, pero mantuvo el equilibrio y continuó a toda velocidad. Los gritos de enfado y los silbidos de los raros disminuyeron un poco.

Entonces Brenda giró a la izquierda. Luego, a la derecha. Tras su segundo giro, apagó la linterna, pero no redujo el ritmo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Thomas.

Extendió una mano al frente porque estaba seguro de que se chocaría con una pared en cualquier instante. La única respuesta que recibió fue un «¡silencio!». Se preguntó hasta qué punto confiaba en Brenda. Había puesto la vida en sus manos, pero no veía qué otras opciones tenía, sobre todo en aquel momento.

Se detuvo de nuevo unos segundos más tarde y no continuó. Se quedaron en la oscuridad para recuperar el aliento. Los raros estaban lejos, pero, aun así, se les oía lo bastante para saber que se acercaban.

—Vale —susurró la chica—. Ahora… aquí.

—¿Qué? —preguntó.

—Entra conmigo aquí. Hay un escondite perfecto. Lo encontré mientras exploraba un día. No hay manera de que se topen con él. Vamos.

Su mano apretó la suya y tiró de él hacia la derecha. Thomas notó que atravesaban una puerta estrecha y entonces Brenda le bajó al suelo.

—Por aquí hay una vieja mesa —anunció la chica—. ¿La notas?

Palpó con la mano hasta que tocó la madera dura y lisa.

—Sí —contestó.

—Cuidado con la cabeza. Vamos a meternos debajo y luego por un agujero que hay en la pared que lleva al compartimento oculto. No sé para qué sirve, pero esos raros no lo encontrarán. Incluso aunque tuviesen luz, dudo mucho que lo consiguieran.

Thomas se preguntó cómo habían llegado hasta allí sin la linterna encendida, pero se guardó la duda para más adelante. Brenda ya se había agachado y no quería perderla. Se mantuvo cerca, los dedos rozaron sus pies mientras ella avanzaba a cuatro patas debajo de la mesa hacia la pared. Entonces entraron a gatas por una pequeña abertura cuadrada que conducía a un largo y estrecho compartimento. Thomas lo palpó, dando unos golpecitos por la superficie para saber dónde estaba. El techo se hallaba a tan sólo medio metro del suelo, así que continuó arrastrándose hacia la grieta.

Brenda estaba tumbada con la espalda apoyada en la otra pared del escondite cuando Thomas entró con torpeza. No les quedaba más remedio que permanecer estirados, de costado. Estaban apretados, pero cabían de frente en la misma dirección, con la espalda de Thomas apretada contra el pecho de la chica. Notaba su aliento en la nuca.

—Esto es muy confortable —susurró.

—Cállate.

Thomas se movió un poco para poder apoyar la cabeza en la pared y se relajó. Se acomodó, respiró lenta y profundamente y escuchó cualquier señal de los raros.

Al principio había tanto silencio que hasta sonaba un zumbido, un pitido en los oídos. Pero entonces se oyeron los primeros ruidos de los raros. Unas toses, gritos esporádicos y risas lunáticas. Se acercaban por segundos y Thomas tuvo un momento de pánico, preocupado por que hubieran sido tan estúpidos de atraparse ellos mismos de aquella manera. Pero entonces lo pensó: las posibilidades de que los raros encontraran aquel pequeño escondite eran más bien escasas, sobre todo en la oscuridad. Seguirían avanzando y, con un poco de suerte, se alejarían mucho. Quizás hasta se olvidaran de Brenda y de él, lo que era mejor que una persecución prolongada.

Y si las cosas se ponían muy feas, Brenda y él podrían defenderse con facilidad a través de la minúscula abertura del compartimento. Tal vez.

Los raros estaban cerca. Thomas tuvo que contener las ganas de aguantar la respiración. Lo único que necesitaban para delatarse era una inesperada bocanada de aire. A pesar de la oscuridad, cerró los ojos para concentrarse en escuchar.

Un ruido de pies arrastrándose, gruñidos y respiraciones forzadas. Alguien se golpeó contra una pared y hubo una serie de choques amortiguados contra el cemento. Empezaron las discusiones y los desesperados intercambios de incoherencias. Oyó un «¡por aquí!» y otro «¡por allá!». Más toses. Uno de ellos tuvo náuseas y escupió de forma violenta, como si estuviera intentando deshacerse de uno o dos órganos. Una mujer se rió con tanta demencia que aquel sonido hizo estremecerse a Thomas.

Brenda encontró su mano y la apretó. Una vez más, Thomas sintió una ridícula oleada de culpa, como si estuviera engañando a Teresa. No podía evitar que aquella chica fuera tan tocona. ¡Y menuda estupidez pensar en aquello cuando tenía…!

Un raro entró en la habitación justo fuera del compartimento. Luego, otro. Thomas oyó sus jadeantes inhalaciones, el roce de sus pies rascando el suelo. Entró otro. Las pisadas se deslizaban y golpeaban, se deslizaban y golpeaban. Thomas pensó que podía tratarse del primer hombre que habían visto, el único que les había hablado; el que sacudía un brazo y una pierna inútiles.

—Niñoooooo —dijo el hombre de forma burlona y espeluznante. Estaba claro que era él, Thomas no podía olvidar su voz—. Niñaaaaaa. Salid, salid, haced ruido. Quiero vuestras narices.

—No hay nada aquí —soltó una mujer—. No hay nada más que una mesa vieja.

El chirrido de la madera rascando el suelo cortó el aire; después terminó de repente.

—A lo mejor están escondiendo la nariz debajo —respondió el hombre—. Quizá todavía se sienten apegados a sus bonitas caritas.

Thomas retrocedió contra Brenda cuando oyó una mano o un zapato moverse por el suelo, justo al otro lado de la entrada de su pequeño escondite. A tan sólo unos centímetros de distancia.

—¡Aquí abajo no hay nada! —repitió la mujer.

Thomas oyó que se alejaba. Se dio cuenta de que se le había tensado todo el cuerpo hasta convertirse en un montón de nervios tirantes; se obligó a relajarse, aunque con cuidado de controlar su respiración.

Más arrastre de pies. Después, unos cuantos susurros inquietantes, como si el trío se hubiera reunido en medio de la habitación para planificar una estrategia. ¿Sus mentes aún estaban lo bastante sanas para poder hacer tal cosa?, se preguntó Thomas. Se esforzó por oír, por captar alguna palabra, pero las duras ráfagas de discurso seguían siendo indescifrables.

—¡No! —gritó uno de ellos. Un hombre, pero Thomas no supo si era «el hombre»—. ¡No! No, no, no, no, no, no, no, no.

Las palabras se transformaron en un tartamudeo murmurado. La mujer le interrumpió con su propia retahíla:

—Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí.

—¡Callaos! —ordenó el líder. Estaba claro que era el líder—. ¡Callaos, callaos, callaos!

Thomas notó un frío interior, aunque tenía la piel cubierta de sudor. No sabía si aquel intercambio tenía mucho sentido o si era otra prueba de su locura.

—Me voy —dijo la mujer, y sus palabras se interrumpieron con un sollozo. Parecía un niño al que habían dejado fuera del juego.

—Yo también, yo también —aquello lo dijo el otro hombre.

—¡Callaos, callaos, callaos, callaos! —gritó el líder, esta vez mucho más alto—. ¡Marchaos, marchaos, marchaos, marchaos!

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