—Vamos, Thomas y Newt —dijo por encima del hombro—. Nosotros tres iremos los primeros.
Thomas intercambió una mirada con Newt, que parecía algo asustado, pero sobre todo lleno de curiosidad. Se moría de ganas de continuar. Thomas se sentía igual y odiaba que cualquier cosa fuera mejor que enfrentarse a las repercusiones de lo que le había ocurrido a Winston.
—Vamos —dijo Newt alzando la voz, como si no les quedara más remedio que hacer lo que les habían dicho. Aunque su cara revelaba la verdad: quería alejarse del pobre Winston tanto como Thomas.
Thomas asintió y pasó por encima de Winston, intentando no mirar otra vez la piel de su cabeza herida. Se estaba poniendo enfermo. Se apartó para dejar que Fritanga, Jack y Aris pasaran al lado e hicieran sus trabajos, y luego empezó a subir las escaleras de dos en dos. Siguió a Newt y Minho hasta arriba, donde parecía esperarlos el mismo sol con la puerta abierta.
Los otros clarianos se apartaron de su camino, al parecer más que contentos de dejarles a ellos tres la tarea de investigar lo que había allí fuera. Thomas entrecerró los ojos y, conforme se acercaron, se los protegió. Le costaba mucho creer que de verdad pudieran cruzar la puerta hacia aquel horrible resplandor y sobrevivir.
Minho se detuvo en el último escalón, justo antes de la línea de luz directa. Entonces sacó despacio la mano hasta que entró en el cuadrado de resplandor. A pesar de la tez aceitunada del chico, a Thomas le pareció que la piel de Minho brillaba como fuego blanco.
Tras unos pocos segundos, Minho volvió a meter la mano y la sacudió en su costado como si se hubiera golpeado el pulgar con un martillo.
—Está muy caliente. Muy caliente —se volvió para mirar a Thomas y Newt—. Si vamos a hacer esto, será mejor que nos envolvamos con algo o tendremos quemaduras de segundo grado en cinco minutos.
—Vaciemos nuestros fardos —dijo Newt, quitándose ya el suyo del hombro—. Llevaremos estas sábanas como togas mientras comprobamos la situación. Si funciona bien, podemos meter la comida y el agua en la mitad de nuestras sábanas y usar la otra mitad para protegernos.
Thomas ya había soltado su sábana para ayudar a Winston.
—Pareceremos fantasmas y espantaremos a los tipos malos que anden por ahí.
Minho no tuvo el mismo cuidado que Newt; puso en vertical su fardo y dejó que cayera todo. Los clarianos más cerca de ellos echaron mano del instinto para evitar que las cosas se cayeran por las escaleras.
—¡Qué gracioso, este Thomas! Esperemos que no nos dé la bienvenida ninguno de esos raros —dijo mientras empezaba a desatar los nudos que había hecho en la sábana—. No sé cómo alguien podría estar por ahí con este calor. Esperemos que haya árboles o algún tipo de refugio.
—No sé —dijo Newt—. Puede que estén escondidos, esperando para atraparnos o algo así.
Thomas se moría por ir a comprobarlo. Quería dejar de hacer suposiciones y ver por sí mismo a lo que tenían que enfrentarse.
—No lo sabremos hasta que no investiguemos. Vamos —sacudió su sábana, se la echó por encima y se la envolvió bien alrededor de la cara como una anciana con un chal—. ¿Qué pinta tengo?
—La de la pingaja más fea que he visto en mi vida —respondió Minho—. Más vale que les des gracias a los dioses de ahí arriba por haber nacido tío.
—Gracias.
Minho y Newt hicieron lo mismo que Thomas, aunque ambos se encargaron de agarrar la sábana con ambas manos por debajo para quedar cubiertos del todo. También la sostuvieron de tal manera que sus caras quedaran protegidas. Thomas les imitó.
—¿Estáis preparados, pingajos? —preguntó Minho, y miró a Newt y, luego, a Thomas.
—La verdad es que estoy algo entusiasmado —respondió Newt.
Thomas no sabía si aquella era la palabra adecuada, pero tenía las mismas ganas de actuar.
—Yo también. Vamos.
Los escalones que les quedaban por subir ascendían como la salida de una antigua bodega y los últimos brillaban con el resplandor del sol. Minho vaciló, pero subió corriendo, sin detenerse hasta que desapareció, como absorbido por la luz.
—¡Vamos! —gritó Newt, y le dio una palmada a Thomas en la espalda.
Thomas sintió un torrente de adrenalina. Respiró hondo y salió detrás de Minho al tiempo que oía a Newt pisándole los talones.
En cuanto Thomas salió a la luz, se dio cuenta de que lo mismo habría dado que se hubieran cubierto con plástico transparente. La sábana no hacía nada por bloquear la luz cegadora ni el calor abrasador que caía de lleno sobre sus cabezas. Al abrir la boca para hablar, una vaharada de calor seco se le coló hacia la garganta y borró cualquier rastro de aire o humedad en su camino. Desesperado, intentó atraer oxígeno, pero en cambio parecía como si alguien hubiera encendido un fuego en su pecho.
Aunque sus recuerdos eran pocos y aislados, Thomas no pensaba que el mundo fuera así.
Con los ojos bien cerrados para protegerse del blanco resplandor, se chocó contra Minho y casi se cayó. Recuperó el equilibrio, flexionó las rodillas y se agachó para cubrirse todo el cuerpo con la sábana mientras continuaba esforzándose por respirar. Al final lo captó y absorbió aire para soltarlo enseguida al tiempo que intentaba serenarse. Aquel primer instante tras la salida de la escalera le había aterrorizado. Los otros dos clarianos también respiraban con dificultad.
—¿Estáis bien, tíos? —preguntó Minho por fin.
Thomas lanzó un sí con esfuerzo y Newt dijo:
—Estoy segurísimo de que hemos llegado al puñetero infierno. Siempre pensé que tú terminarías aquí, Minho, pero no yo.
—Qué bueno —contestó Minho—. Me duelen los ojos, pero creo que por fin me estoy empezando a acostumbrar a la luz.
Thomas abrió los suyos un poco y miró al suelo, a tan sólo unos centímetros por debajo de su cara. Tierra y polvo. Unas cuantas rocas marrones grisáceas. La sábana le cubría totalmente, pero brillaba tan blanca que era como una extraña pieza de futurista tecnología lumínica.
—¿De quién te escondes? —preguntó Minho—. Levántate, pingajo. No veo a nadie.
A Thomas le avergonzó que pensaran que estaba encogido de miedo. Debía de parecer un niño pequeño gimoteando debajo de las sábanas, intentando no ser visto. Se puso de pie y, muy despacio, levantó la sábana hasta que pudo echar un vistazo a su alrededor.
Era una tierra yerma.
Ante él, una plana capa de tierra seca y sin vida se extendía a lo lejos, hasta donde le alcanzaba la vista. No había ni un árbol ni un arbusto. Ni colinas ni valles. Tan sólo un mar naranja amarillento de polvo y rocas; corrientes oscilantes de aire caliente que hervían en el horizonte como vapor, flotando hacia arriba, como si la vida ahí fuera se fundiera con el despejado cielo azul pálido.
Thomas se dio la vuelta y no vio muchos cambios hasta que miró en dirección opuesta. Una fila de montañas áridas e irregulares se alzaba en la distancia. Enfrente de aquellas montañas, tal vez a medio camino entre allí y donde ellos estaban en ese momento, había un grupo de edificios colocados como un montón de cajas abandonadas. Tenía que ser una ciudad, pero era imposible determinar su tamaño por lo lejos que estaba. El aire caliente brillaba delante de él y desdibujaba cualquier cosa cerca del suelo.
El candente sol ya estaba a la izquierda de Thomas y parecía hundirse en aquel horizonte, lo que significaba que aquello era el oeste y, por lo tanto, la ciudad y la franja de roca negra y roja que había detrás tenían que ser el norte, adonde se suponía que tenían que dirigirse. Su sentido de la orientación le sorprendió, como si un trozo de su pasado se hubiera alzado de sus cenizas.
—¿A qué distancia creéis que están esos edificios? —preguntó Newt. Después de los sonidos huecos y retumbantes que había emitido su conversación en el largo y oscuro túnel y las escaleras, su voz era como un susurro apagado.
—¿Tal vez a unos ciento sesenta kilómetros? —le preguntó Thomas a nadie en particular—. Está claro que eso es el norte. ¿Es ahí donde debemos ir?
Minho negó con la cabeza bajo la sábana que le hacía de capucha.
—Ni de coña, tío. Bueno, se supone que tenemos que ir en esa dirección, pero no son ciento sesenta kilómetros. Cincuenta a lo sumo. Y las montañas deben de estar a cien o ciento quince.
—No sabía que supieras calcular la distancia tan bien con nada más que tu maldita vista —dijo Newt.
—Soy un corredor, cara fuco. Te acostumbras a cosas como esa en el Laberinto, incluso si la escala es mucho menor.
—El Hombre Rata no estaba de broma cuando mencionó aquellas erupciones solares —dijo Thomas mientras trataba de no desanimarse demasiado—. Aquí fuera parece que haya habido un desastre nuclear. Me pregunto si estará así todo el mundo.
—Esperemos que no —respondió Minho—. Me gustaría ver algún árbol por ahí ahora mismo. Tal vez un arroyo.
—Yo me conformaría con un trozo de césped —dijo Newt con un suspiro.
Cuanto más miraba, más cerca le parecía a Thomas la ciudad. Cincuenta kilómetros quizá fueran demasiados. Apartó los ojos y volvió a mirar a los otros.
—¿Acaso esto podría ser más diferente de lo que nos hicieron pasar en el Laberinto? Allí estábamos atrapados entre paredes y teníamos todo lo que necesitábamos para sobrevivir. Ahora no estamos encerrados en ningún sitio, pero no hay forma de sobrevivir a menos que vayamos adonde nos han dicho. ¿No se llama eso ironía o algo parecido?
—Algo parecido —afirmó Minho—. Eres una maravilla filosofando —señaló con la cabeza hacia la salida de las escaleras—. Vamos. Traigamos a esos pingajos aquí fuera y empecemos a caminar. No debemos perder el tiempo y dejar que el sol absorba toda el agua de nuestros cuerpos.
—Quizá deberíamos esperar a que se pusiera —sugirió Newt.
—¿Y quedarnos con esas fucas bolas de metal? Ni de coña.
Thomas estuvo de acuerdo en que deberían seguir moviéndose.
—Creo que estamos bien. Parece que tan sólo quedan unas pocas horas para el atardecer. Podemos resistir un rato, descansar y luego ir lo más rápido posible durante la noche. No puedo aguantar ni un minuto más ahí abajo.
Minho asintió con firmeza.
—Es un plan —dijo Newt—. De momento, vayamos a esa polvorienta y antigua ciudad y esperemos que no esté llena de colegas de esos raros.
A Thomas le dio un pinchazo en el pecho al oír aquel comentario. Minho se acercó de nuevo al agujero y se asomó.
—¡Eh, panda de maricas, no hay pingajos malos! ¡Coged toda la comida y subid!
• • •
Ningún clariano se quejó del plan.
Thomas observó cómo todos ellos hacían lo mismo que él había hecho al salir de las escaleras; se esforzaban por respirar, entrecerraban los ojos y parecían desesperados. Se apostaría cualquier cosa a que al principio habían estado convencidos de que el Hombre Rata les había mentido; que en realidad lo peor había sido el Laberinto. Pero estaba seguro de que después de las cosas aquellas plateadas que comían cabezas, y tras haber visto esa tierra baldía, nadie volvería a ser tan optimista.
Tuvieron que hacer algunos ajustes mientras se preparaban para el viaje. La comida y las bolsas de agua las guardaron más apretadas en la mitad de los fardos originales. Las sábanas sobrantes las usaron para cubrir a dos personas mientras caminaban. En conjunto funcionó sorprendentemente bien, incluso para Jack y el pobre Winston, y pronto ya estaban atravesando el duro terreno lleno de rocas. Thomas compartió su sábana con Aris, aunque no sabía cómo habían terminado así. Quizá se negaba a reconocer que quería estar con el chico, que tal vez él fuera la única conexión posible para averiguar qué le había sucedido a Teresa.
Thomas sostenía un extremo de la sábana hacia arriba con la mano izquierda y tenía un fardo colocado sobre su hombro derecho. Aris estaba a su derecha; habían acordado llevar cada uno el fardo más pesado cada treinta minutos. Paso a paso, recorrieron el polvoriento camino hacia la ciudad, con un calor a cada cien metros parecía absorber todo un día de sus vidas.
No hablaron durante un buen rato, pero Thomas al final rompió el silencio:
—Así que nunca antes has oído el nombre de Teresa, ¿no?
Aris le miró con dureza y Thomas se dio cuenta de que probablemente su voz tenía un tono de acusación no demasiado sutil. Pero no dio vuelta atrás.
—¿Bueno? ¿Lo has oído antes o no?
Aris volvió a mirar al frente, pero en su actitud había algo sospechoso.
—No. Nunca. No sé quién es ni adonde ha ido. Pero al menos no la viste morir delante de tus narices.
Aquello fue como un puñetazo en el estómago, pero por alguna razón hizo que a Thomas le gustara más Aris.
—Lo sé, perdona —antes de realizar las siguientes preguntas, pensó por un segundo—. ¿Qué relación teníais? ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Rachel —Aris hizo una pausa y, por un segundo, Thomas pensó que la conversación ya se había terminado—. Éramos más que amigos. Pasaron cosas. Recordábamos cosas y creamos nuestros propios recuerdos.
Thomas sabía que Minho se hubiera partido de risa con ese último comentario, pero para él eran las palabras más tristes que había oído en su vida. Sentía que tenía que decir algo, ofrecerle algo.
—Sí. Yo también vi morir a un buen amigo. Cada vez que pienso en Chuck vuelvo a enfadarme. Si le han hecho lo mismo a Teresa, no me podrán parar. Nada lo hará. Morirán todos.