Las pruebas (16 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

BOOK: Las pruebas
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Caminaban. Hacían una pausa. Calor.

Cuando por fin se hizo de noche y el sol desapareció por el horizonte del oeste a una lentitud exasperante, se levantó aún más viento y esta vez sí trajo un poco de fresco. Thomas lo disfrutó, agradecido por poder escapar en cierto modo de aquel calor.

A medianoche, no obstante, cuando Minho por fin les dijo que se pararan para dormir un poco, la ciudad y sus fuegos ahora encendidos estaban cada vez más cerca, y el viento soplaba aún más fuerte. Se trataba de un vendaval que se arremolinaba con una fuerza en aumento.

Poco después de pararse, mientras Thomas estaba recostado sobre su espalda, envuelto en su sábana bien estirada hasta la barbilla, levantó la vista hacia el cielo. El viento era casi tranquilizador y le arrullaba para dormirse. Justo cuando la mente se le nubló por el agotamiento, las estrellas parecieron desvanecerse y al cerrar los ojos, volvió a soñar.

• • •

Está sentado en una silla. Tiene diez u once años. Teresa —está muy distinta, mucho más joven, aunque está claro que es ella— se halla sentada delante de él y hay una mesa entre ellos. Ella tiene más o menos su edad. No hay nadie más en la habitación, un lugar oscuro con tan sólo una luz, un cuadrado amarillo mate en el techo, justo encima de sus cabezas.

—Tom, tienes que poner más empeño —dice la niña. Tiene los brazos cruzados y, a pesar de su corta edad, el gesto no le resulta extraño. Es muy familiar, como si la conociera desde hace mucho tiempo.

—Lo intento.

De nuevo habla él, pero no es él de verdad. No tiene sentido.

—Probablemente nos maten si no podemos hacerlo.

—Lo sé.

—¡Pues inténtalo!

—¡Es lo que estoy haciendo!

—Muy bien —espeta ella—, ¿sabes qué? Ya no voy a hablarte más en voz alta. No lo haré nunca más hasta que no lo consigas.

—Pero…

Ni tampoco dentro de tu mente
—le está hablando en la cabeza. Ese truco aún le pone nervioso porque él no puede corresponderle
—. A partir de ahora.

—Teresa, dame unos cuantos días más y lo conseguiré.

No responde.

—Vale, sólo un día más.

Se queda mirándole. Luego, ni tan siquiera eso. Baja la vista hacia la mesa, extiende el brazo y empieza a rascar en la madera con la uña.

—No hay forma de que me hables, ¿no?

No hay respuesta. La conoce, a pesar de lo que acaba de decir. ¡Vaya si la conoce!

—Muy bien —dice.

Cierra los ojos y hace lo que el instructor le ha dicho que haga. Se imagina un mar de negra nada, interrumpido tan sólo por la imagen del rostro de Teresa. Entonces, con la última pizca de voluntad, forma las palabras y se las lanza a la niña:
Hueles como una bolsa de mierda.

Teresa sonríe y le contesta en su mente:
Pues anda que tú.

Capítulo 23

Thomas se despertó con el viento dándole en la cara, el pelo y la ropa. Parecía que unas manos invisibles intentaran arrancárselos. Aún era de noche y hacía frío; le temblaba todo el cuerpo. Se incorporó sobre los codos, miró a su alrededor y apenas pudo ver las formas acurrucadas que dormían cerca de él con las sábanas bien apretadas contra sus cuerpos.

Sus sábanas.

Dejó escapar un grito frustrado y se levantó de un salto. En algún momento de la noche su propia sábana se había soltado y había salido volando. Con aquel furioso vendaval, podría estar a quince kilómetros.

—Foder —susurró, pero el aullido del viento robó la palabra incluso antes de que pudiera oírla.

Volvió a su mente el sueño, ¿o era un recuerdo? Tenía que serlo. Aquella breve visión de un tiempo en el que Teresa y él eran más jóvenes y aprendían a usar el truco de la telepatía. Notó que se desanimaba un poco; la echaba de menos, se sentía culpable al comprobar una vez más que había sido parte de CRUEL antes de ir al Laberinto.

Se lo quitó de la cabeza, no quería pensar en eso. Podía apartarlo de su mente si se esforzaba lo bastante.

Alzó la vista hacia el cielo negro y aspiró un instante al recordar fugazmente el sol desapareciendo del Claro. Aquel había sido el principio del final. El principio del terror.

Pero el sentido común pronto calmó su alma. El viento. El aire frío. Una tormenta. Tenía que ser una tormenta.

Nubes.

Avergonzado, se volvió a recostar y luego se tumbó de lado para hacerse una bola mientras se abrazaba. El frío no era insoportable, tan sólo un enorme cambio después del horrible calor del último par de días. Exploró su mente y se preguntó por los recuerdos que había tenido hacía poco. ¿Podrían ser resultados persistentes del Cambio? ¿Estaba recuperando la memoria?

Aquella idea provocó una mezcla de sentimientos. Quería que terminara de una vez por todas su bloqueo mental; quería saber quién era y de dónde venía. Pero aquel deseo estaba atenuado por el miedo a averiguar más cosas sobre sí mismo, sobre el papel que tenía en lo que le había llevado a aquella situación, en lo que les había hecho aquello a sus amigos.

Necesitaba desesperadamente dormir. Con el viento rugiendo sin cesar en sus oídos, por fin se escabulló, esta vez a la nada.

La luz le despertó a un alba apagada y gris que al final reveló una gruesa capa de nubes por el cielo. Eso hizo que la interminable extensión del desierto a su alrededor pareciera todavía más lóbrega. La ciudad estaba ahora muy cerca, tan sólo a unas pocas horas. Los edificios eran realmente altos; uno de ellos se alzaba incluso hasta desaparecer en una niebla baja. Y los cristales en todas aquellas ventanas rotas eran como los dientes irregulares de unas bocas abiertas para atrapar la comida que arrastrara el viento tormentoso.

El aire racheado todavía tiraba de él y una gruesa capa de tierra parecía habérsele incrustado para siempre en la cara. Se frotó la cabeza y notó el pelo acartonado debido a la mugre reseca por el viento.

Casi todos los demás clarianos estaban levantados y en marcha, asumiendo el inesperado cambio de tiempo, inmersos en conversaciones que él no podía oír; tan sólo había un rugido en sus oídos. Minho advirtió que estaba despierto y se acercó; se inclinó por el viento mientras caminaba con la ropa agitándose a su alrededor.

—¡Ya era hora de que te despertaras! —estaba gritando a pleno pulmón.

Thomas se limpió la tierra de los ojos y se puso en pie.

—¿De dónde viene todo esto? —gritó—. ¡Pensaba que estábamos en medio del desierto!

Minho alzó la vista hacia la turbia masa de nubes grises y luego volvió a centrarse en Thomas. Se inclinó más para hablarle directamente al oído:

—Bueno, supongo que alguna vez tiene que llover en el desierto. Date prisa y come, tenemos que irnos. Quizá lleguemos allí y encontremos un sitio donde escondernos antes de que nos empape la tormenta.

—¿Y si cuando lleguemos un puñado de raros intenta matarnos?

—Entonces, ¡lucharemos contra ellos! —Minho frunció el entrecejo como si le decepcionara que Thomas preguntara tal estupidez—. ¿Qué otra cosa quieres hacer? Casi nos hemos quedado sin agua y sin comida.

Thomas sabía que Minho tenía razón. Además, si pudieron luchar contra un montón de laceradores, un grupo de enfermos medio locos y muertos de hambre no debería suponer un gran problema.

—Muy bien, vale. Vamos. Me comeré una de esas barritas de cereales por el camino.

Unos minutos más tarde, se dirigían de nuevo a la ciudad con el cielo gris sobre sus cabezas, dispuesto a estallar y verter agua en cualquier momento.

Estaban a tan sólo un par de kilómetros del edificio más cercano cuando se cruzaron con un anciano tumbado en la arena boca arriba, envuelto en varias mantas. Jack fue el primero que lo vio y Thomas y el resto no tardaron en reunirse en círculo alrededor de aquel tipo, con los ojos clavados en él.

A Thomas se le revolvió el estómago al estudiar a aquel hombre con más detenimiento, pero no podía apartar la vista. El desconocido debía de tener cien años, aunque eso era difícil de saber; tal vez lo parecía a causa del deterioro provocado por el sol. Tenía un rostro arrugado y curtido, costras y llagas donde debería haber pelo; y una piel muy, muy oscura.

Estaba vivo, respiraba profundamente, pero miraba al cielo con los ojos vacíos, como si esperara que bajara algún dios y se lo llevara para poner fin a aquella vida miserable. No mostraba signos de haberse percatado del acercamiento de los clarianos.

—¡Eh! ¡Viejo! —gritó Minho, siempre tan diplomático—. ¿Qué estás haciendo aquí fuera?

A Thomas le había costado mucho oír las palabras con aquel viento tan fuerte, así que se imaginaba que el anciano no se enteraría de nada. Pero ¿estaba ciego también? Quizá.

Thomas apartó a Minho de un codazo y se arrodilló junto al rostro del hombre. La melancolía que vio allí le desgarró el corazón. Alargó la mano y la movió justo encima de los ojos del anciano. Nada. Ni un parpadeo ni un movimiento. Fue sólo después de que Thomas retirara la mano cuando los párpados del hombre se cerraron despacio y luego volvieron a abrirse. Tan sólo una vez.

—¿Señor? —preguntó Thomas—. ¿Señor? —le sonó extraña aquella palabra, que salía de los recuerdos turbios de su pasado. Estaba seguro de no haberla usado desde que le enviaron al Claro y al Laberinto—. ¿Puede oírme? ¿Puede hablar?

El hombre volvió a parpadear lentamente, pero no dijo nada. Newt se arrodilló junto a Thomas y habló en voz alta por encima del viento:

—Este tipo sería una maldita mina de oro si consiguiéramos que nos contara cosas de la ciudad. Parece inofensivo; probablemente sepa lo que nos espera al llegar allí.

Thomas suspiró.

—Sí, pero ni siquiera parece ser capaz de oírnos, mucho menos de mantener una larga conversación.

—Sigue intentándolo —ordenó Minho desde detrás—. Eres nuestro embajador oficial en el extranjero, Thomas. Haz que se abra el tío y nos cuente algo de los viejos tiempos.

Por alguna extraña razón, Thomas quería responder con algún comentario gracioso, pero no se le ocurrió nada. Si fue gracioso en su antigua vida, todo rastro de humor desde luego había desaparecido cuando le borraron la memoria.

—Vale —dijo.

Enseguida se acercó lo máximo posible a la cabeza del hombre y se colocó para mirarle a los ojos, a tan sólo medio metro de su rostro.

—¿Señor? ¡Necesitamos su ayuda de verdad! —se sentía mal por gritar, le preocupaba que el anciano se lo tomara como un ataque, pero no tenía otra opción. El viento soplaba cada vez más fuerte—. ¡Necesitamos que nos diga si es seguro entrar en la ciudad! Podemos llevarle hasta allí si necesita ayuda. ¿Señor? ¡Señor!

Los ojos oscuros del hombre habían estado mirando más allá, hacia el cielo, pero luego se movieron, despacio, para centrarse en él. La conciencia los llenó como un líquido negro vertido lentamente en un vaso. Sus labios se entreabrieron, pero no salió nada de ellos salvo una pequeña tos.

La esperanza de Thomas aumentó.

—Me llamo Thomas. Estos son mis amigos. Llevamos un par de días caminando por el desierto y necesitamos más agua y comida. ¿Qué…? —dejó de hablar cuando los ojos del hombre se movieron de un lado a otro, con un repentino aire de pánico—. No pasa nada, no le haremos daño —aclaró Thomas enseguida—. Somos… somos de los buenos. Pero le agradeceríamos muchísimo que…

El hombre sacó la mano izquierda de debajo de las sábanas que lo envolvían y le agarró la muñeca a Thomas con tal fuerza que parecía imposible. Thomas gritó, sorprendido, y por instinto intentó soltarse, pero no pudo. Estaba impresionado por la fuerza del hombre. Apenas podía moverse con aquel puño a modo de grillete.

—¡Eh! —gritó—. ¡Suéltame!

El hombre negó con la cabeza; tenía los ojos más llenos de miedo que de agresividad. Sus labios volvieron a separarse y un áspero e indescifrable susurro salió de su boca. No le soltó.

Thomas dejó de esforzarse por liberar el brazo, se relajó y se inclinó para colocar la oreja junto a la boca del desconocido.

—¿Qué ha dicho? —gritó.

El hombre volvió a hablar con un sonido áspero, perturbador y espeluznante. Thomas captó las palabras «tormenta», «terror» y «mala gente». Ninguna de ellas sonaba muy inspiradora.

—¡Una vez más! —gritó Thomas, con la cabeza aún ladeada, de modo que su oreja estaba a sólo unos centímetros de la cara del anciano.

Esta vez Thomas lo entendió casi todo y sólo le faltaron pocas palabras:

—Se avecina una tormenta… Mucho terror… Trae…, manteneos alejados… mala gente.

El hombre de pronto se incorporó, con los ojos abiertos de par en par y blancos alrededor del iris.

—¡Tormenta! ¡Tormenta! ¡Tormenta!

No paró de repetirlo una y otra vez; al final, una hebra de saliva, densa y mucosa, se le pegó al labio inferior, y salía y entraba como el péndulo de un hipnotizador. Le soltó el brazo y, de inmediato, Thomas retrocedió para alejarse. Incluso mientras lo hacía, el viento se intensificó y pareció pasar de fuertes ráfagas a un absoluto vendaval con la fuerza de un huracán, que provocaba terror, justo como había dicho el hombre. El mundo estaba perdido en el sonido de los rugidos y aullidos del aire. Thomas tenía la impresión de que en cualquier instante iba a arrancarle el pelo y la ropa. Casi todas las sábanas de los clarianos habían salido volando, se agitaban sobre el suelo y en el aire como ejércitos de fantasmas. La comida se dispersó por todas partes.

Thomas se puso de pie, una tarea casi imposible con aquel viento tratando de tumbarle. Se tambaleó hacia delante varios pasos hasta que volvió a inclinarse al tiempo que unas manos invisibles le mantenían erguido.

Minho estaba cerca y empezó a agitar los brazos como un desesperado para atraer la atención de todos. La mayoría le vio y se reunió a su alrededor, incluido Thomas, que luchaba por deshacerse del pánico que se arremolinaba en sus entrañas. Tan sólo era una tormenta. Mucho mejor que los laceradores o los raros con cuchillos. O cuerdas.

El anciano había perdido sus mantas por el viento y ahora se acurrucaba en posición fetal, con sus flacas piernas apretadas contra el pecho y los ojos cerrados. Thomas tuvo la fugaz idea de que debían llevarlo a algún lugar seguro, salvarlo porque al menos había tratado de avisarles de la tormenta. Pero algo le decía que el hombre lucharía con uñas y dientes si intentaban tocarlo o cogerle en brazos.

Los clarianos estaban ahora todos juntos. Minho señaló la ciudad. El edificio más cercano se hallaba a una media hora si corrían a buen ritmo. Por la manera en que el viento tiraba de ellos, la manera en que las nubes de arriba se espesaban, se arremolinaban y adquirían un tono morado, casi negro; por la manera en que el polvo y los escombros volaban por el aire, alcanzar aquel edificio parecía la única opción sensata.

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