Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Así, desde el corazón mismo de la empiricidad, se indica la obligación de remontar o, a voluntad, descender justo hasta una analítica de la finitud en la que el ser del hombre podrá fundar en su positividad todas las formas que le indican que él no es infinito. Y el primer carácter cuyo modo de ser del hombre señalará esta analítica o, más bien, el espacio en el que se desplegará por entero, es el de la repetición —de la identidad y de la diferencia entre lo positivo y lo fundamental—; la muerte que roe anónimamente la existencia cotidiana de lo vivo es la misma que aquella, fundamental, a partir de la cual se me da a mí mismo mi vida empírica; el deseo, que liga y separa a los hombres en la neutralidad del proceso económico, es el mismo a partir del cual cualquier cosa es deseable para mí; el tiempo que sostiene a los lenguajes, se aloja en ellos y termina por usarlos, es el tiempo que estira mi discurso aun antes de que yo lo haya pronunciado en una sucesión que nadie puede dominar. De un cabo a otro de la experiencia, la finitud se responde a sí misma; es en la figura de lo Mismo la identidad y la diferencia de las positividades y su fundamento. Vemos cómo la reflexión moderna, desde el primer inicio de esta analítica, lleva, por un rodeo, hacia un cierto pensamiento sobre lo Mismo —donde la Diferencia es lo mismo que la Identidad— a la exposición de la representación, con su dilatación en cuadro, tal como lo ordenaba el saber clásico. En este espacio minúsculo e inmenso, abierto por la repetición de lo positivo en lo fundamental que toda esta analítica de la finitud —tan ligada al destino del pensamiento moderno— va a desplegarse: allí va a verse sucesivamente repetir lo trascendental a lo empírico, al Cogito repetir lo impensado, el retorno al origen repetir su retroceso; es allí donde va a afirmarse a partir de sí mismo un pensamiento de lo Mismo irreductible a la filosofía clásica.
Se dirá tal vez que no era necesario esperar el siglo XIX para que la idea de la finitud fuera sacada a luz. Es verdad que quizá sólo la desplazó en el espacio del pensamiento, haciéndola desempeñar un papel más complejo, más ambiguo, menos fácil de rodear: para el pensamiento de los siglos XVII y XVIII, era su finitud la que constreñía al hombre a vivir una existencia animal, a trabajar con el sudor de su frente, a pensar con palabras opacas; era esta misma finitud la que le impedía conocer en forma absoluta los mecanismos de su cuerpo, los medios de satisfacer sus necesidades, el método para pensar sin el peligroso auxilio de un lenguaje tramado de hábitos y de imaginaciones. Como inadecuación al infinito, el límite del hombre daba cuenta también de la existencia de esos contenidos empíricos, lo mismo que de la imposibilidad de conocerlos inmediatamente. Y así la relación negativa con el infinito —ya sea que se lo concibiera como creación, caída, enlace del alma con el cuerpo, determinación en el interior del ser infinito, punto de vista singular sobre la totalidad o enlace de la representación con la impresión— se daba como anterior a la empiricidad del hombre y al conocimiento que pudiera tomar de ella. Con un solo movimiento, fundaba la existencia del cuerpo, pero sin referencia recíproca ni circularidad, de las necesidades y de las palabras y la imposibilidad de dominarlos por medio de un conocimiento absoluto. La experiencia que se forma a principios del siglo XIX aloja el descubrimiento de la finitud, no ya en el interior del pensamiento de lo infinito, sino en el corazón mismo de estos contenidos que son dados por un conocimiento finito como formas concretas de la existencia finita. De allí, el juego interminable de una referencia duplicada: si el saber del hombre es finito, esto se debe a que está preso, sin posible liberación, en los contenidos positivos del lenguaje, del trabajo y de la vida; y a la inversa, si la vida, el trabajo y el lenguaje se dan en su positividad, esto se debe a que el conocimiento tiene formas finitas. En otros términos, para el pensamiento clásico, la finitud (como determinación positivamente constituida a partir de lo infinito) da cuenta de esas formas negativas que son el cuerpo, la necesidad, el lenguaje y el conocimiento limitado que de ellas puede tenerse; para el pensamiento moderno, la positividad de la vida, de la producción y del trabajo (que tienen su existencia, su historicidad y sus leyes propias) fundamenta como su correlación negativa el carácter limitado del conocimiento; y a la inversa, los límites del conocimiento fundamentan positivamente la posibilidad de saber, pero siempre en una experiencia limitada, lo que son la vida, el trabajo y el lenguaje. En tanto que estos contenidos empíricos estuvieron alojados en el espacio de la representación, no sólo era posible una metafísica del infinito, sino necesaria: en efecto, se exigía que fueran las formas manifiestas de la finitud humana y, sin embargo, que pudiesen tener su lugar y su verdad en el interior de la representación; la idea de lo infinito y la de su determinación en la finitud permitían una y otra. Pero, desde que los contenidos empíricos se separaron de la representación e implicaron en sí mismos el principio de su existencia, la metafísica del infinito se hizo inútil; la finitud no dejaba de referirse a sí misma (de la positividad de los contenidos a las limitaciones del conocimiento, y de la positividad limitada de éste al saber limitado de los contenidos). Así, pues, todo el campo del pensamiento occidental se invirtió. Allí donde en otro tiempo había una correlación entre una
metafísica
de la representación y de lo infinito y un
análisis
de los seres vivos, de los deseos del hombre y de las palabras de su lengua, vemos constituirse una
analítica
de la finitud y de la existencia humana y, en oposición a ella (pero en una oposición correlativa), una tentación perpetua de constituir una
metafísica
de la vida, del trabajo y del lenguaje. Pero éstas no son nunca más que tentaciones, disputadas de inmediato y como minadas desde el interior, ya que no puede tratarse más que de metafísicas medidas por las finitudes humanas: metafísica de una vida que converge hacia el hombre aun cuando no se detenga en él; metafísica de un trabajo que libera al hombre de tal suerte que él, a su vez, puede librarse del trabajo; metafísica de un lenguaje que el hombre puede apropiarse de nuevo en la conciencia de su propia cultura. De tal suerte que el pensamiento moderno disputará consigo mismo en sus propios avances metafísicos y mostrará que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que valen como analíticas de la finitud, manifiestan el fin de la metafísica: la filosofía de la vida denuncia la metafísica como velo de ilusión, la del trabajo la denuncia como pensamiento enajenado e ideología, y la del lenguaje como episodio cultural.
Pero el fin de la metafísica no es más que el aspecto negativo de un acontecimiento mucho más complejo que se produjo en el pensamiento occidental. Este acontecimiento es la aparición del hombre. No hay que creer, sin embargo, que ha surgido de súbito en nuestro horizonte, imponiéndose de una manera abrupta y absolutamente desconcertante para nuestra reflexión, el hecho brutal de su cuerpo, de su labor, de su lenguaje, no es la miseria positiva del hombre la que ha reducido violentamente la metafísica. Sin duda alguna, en el nivel de las apariencias, la modernidad empieza desde que el ser humano se puso a existir dentro de su organismo, en la concha de su cabeza, en la armadura de sus miembros y entre toda la nervadura de su fisiología; desde que se puso a existir en el corazón de un trabajo cuyo principio lo domina y cuyo producto se le escapa; desde que alojó su pensamiento en los pliegues de un lenguaje de tal modo más viejo que él que no puede dominar las significaciones reanimadas, a pesar de ello, por la insistencia de su palabra. Pero más fundamentalmente, nuestra cultura ha franqueado el umbral a partir del cual reconocemos nuestra modernidad, el día en que la finitud fue pensada en una referencia interminable consigo misma. Si es verdad, en el nivel de los diferentes saberes, que la finitud es designada siempre a partir del hombre concreto y de las formas empíricas que pueden asignarse a su existencia, en el nivel arqueológico que descubre el
apriori
histórico y general de cada uno de sus saberes, el hombre moderno —este hombre asignable en su existencia corporal, laboriosa y parlante— sólo es posible a título de figura de la finitud. La cultura moderna puede pensar al hombre porque piensa lo finito a partir de él mismo. Se comprende, en estas condiciones, que el pensamiento clásico y todos aquellos que lo precedieron hayan podido hablar del espíritu y del cuerpo, del ser humano, de su lugar tan limitado en el universo, de todos los límites que miden su conocimiento o su libertad, pero que ninguno de ellos haya conocido jamás al hombre tal como se da al saber moderno. El "humanismo" del Renacimiento, el "racionalismo" de los clásicos han podido dar muy bien un lugar de privilegio a los humanos en el orden del mundo, pero no han podido pensar al hombre.
El hombre, en la analítica de la finitud, es un extraño duplicado empírico-trascendental, ya que es un ser tal que en él se tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento. Pero ¿acaso no desempeñaba la naturaleza humana de los empiristas el mismo papel en el siglo XVIII? De hecho lo que se analizaba entonces eran las propiedades y las formas de la representación que permitían el conocimiento en general (así, Condillac definía las operaciones necesarias y suficientes para que la representación se despliegue en conocimiento: reminiscencia, conciencia de sí, imaginación, memoria); ahora que el lugar del análisis no es ya el de la representación, sino el hombre en su finitud, se trata de sacar a luz las condiciones del conocimiento a partir de los contenidos empíricos que son dados en él. Para el movimiento general del pensamiento moderno, importa poco dónde se localicen estos contenidos: el punto no es saber si se los ha buscado en la introspección o en otras formas de análisis. Pues el umbral de nuestra modernidad no está situado en el momento en que se ha querido aplicar al estudio del hombre métodos objetivos, sino más bien en el día en que se constituyó un duplicado empírico-trascendental al que se dio el nombre de
hombre
. Se vio nacer entonces dos tipos de análisis: los que se alojan en el espacio del cuerpo y que han funcionado, por el estudio de la percepción, de los mecanismos sensoriales, de los esquemas neuromotores, de la articulación común a las cosas y al organismo, como una especie de estética trascendental: se descubrió allí que el conocimiento tenía condiciones anatomofisiológicas, que se formaba poco a poco en la nervadura del cuerpo, que tenía quizá una sede privilegiada, que en todo caso sus formas no podían ser disociadas de las singularidades de su funcionamiento; en breve, que había una
naturaleza
del conocimiento humano que determinaba las formas de éste y que, al propio tiempo, podía serle manifestada en sus propios contenidos empíricos. Ha habido también análisis que, por el estudio de las ilusiones, más o menos antiguas, más o menos difíciles de vencer, de la humanidad, han funcionado como una especie de dialéctica trascendental: se mostró así que el conocimiento tenía condiciones históricas, sociales o económicas, que se formaba en el interior de las relaciones que se tejen entre los hombres y que no era independiente de la figura particular que podían tomar aquí o allá, en suma, que había una
historia
del conocimiento humano que podía ser dada a la vez al saber empírico y prescribirle sus formas.
Ahora bien, estos análisis tienen esto de particular: que no tienen, al parecer, ninguna necesidad unos de otros; más bien, que pueden prescindir de cualquier recurso a una analítica (o a una teoría del sujeto); pretenden reposar sólo en sí mismos, ya que son los contenidos mismos los que funcionan como una reflexión trascendental. Pero, de hecho, la búsqueda de una naturaleza o de una historia del conocimiento, en el movimiento en que rebaja la dimensión propia de la crítica hacia los contenidos de un conocimiento empírico, supone el uso de una cierta crítica. Crítica que no es el ejercicio de una reflexión pura, sino el resultado de una serie de particiones más o menos oscuras. Y, en primer lugar, de particiones relativamente dilucidadas, aun en caso de que sean arbitrarias: la que distingue el conocimiento rudimentario, imperfecto, mal equilibrado, naciente, de aquel que pudiera llamarse, si no acabado, cuando menos constituido en sus formas estables y definitivas (esta partición hace posible el estudio de las condiciones naturales del conocimiento); la que distingue la ilusión de la verdad, la quimera ideológica de la teoría científica (esta partición hace posible el estudio de las condiciones históricas del conocimiento); pero hay una partición más oscura, y más fundamental: es la de la verdad misma; en efecto, debe existir una verdad que es del orden del objeto —aquella que se esboza poco a poco, se forma, se equilibra y se manifiesta a través del cuerpo y los rudimentos de la percepción, aquella igualmente que se dibuja a medida que las ilusiones se disipan y que la historia se instaura en un
status
desenajenado—; pero debe existir también una verdad que es del orden del discurso —una verdad que permite tener sobre la naturaleza o la historia del conocimiento un lenguaje que sea verdadero. Es el status de este discurso verdadero el que sigue siendo ambiguo. Una de dos: o bien este discurso verdadero encuentra su fundamento y su modelo en esta verdad empírica cuya génesis rastrea en la naturaleza y en la historia y se tiene entonces un análisis de tipo positivista (la verdad del objeto prescribe la verdad del discurso que describe su formación), o bien el discurso verdadero anticipa esta verdad cuya naturaleza e historia define, la esboza de antemano y la fomenta de lejos y entonces se tiene un discurso de tipo escatológico (la verdad del discurso filosófico constituye la verdad en formación). A decir verdad, se trata aquí menos de una alternativa que de la oscilación inherente a todo análisis que hace valer lo empírico al nivel de lo trascendental. Comte y Marx dan buen testimonio del hecho de que la escatología (como verdad objetiva por venir del discurso sobre el hombre) y el positivismo (como verdad del discurso definida a partir de la del objeto) son arqueológicamente indisociables: un discurso que se quiera a la vez empírico y crítico no puede ser sino, de un solo golpe, positivista y escatológico; el hombre aparece en él como una verdad a la vez reducida y prometida. La ingenuidad precrítica reina allí sin partición.