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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (59 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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4. LA HISTORIA

Se ha hablado de las ciencias humanas; se ha hablado de esas grandes regiones que delimitan, poco más o menos, la psicología, la sociología, el análisis de las literaturas y de las mitologías. Pero no se ha hablado de la Historia, si bien es la primera y como la madre de todas las ciencias del hombre, si bien es quizá tan vieja como la memoria humana. O mejor dicho, por esta misma razón se la ha pasado hasta ahora en silencio. En efecto, quizá no tiene un lugar entre las ciencias humanas ni al lado de ellas: es probable que mantenga con todas ellas una relación extraña, indefinida, imborrable y más fundamental de lo que sería una relación de vecindad en un espacio común. Es verdad que la Historia ha existido mucho antes de la constitución de las ciencias humanas; desde el fondo de la época griega, ha ejercido un cierto número de funciones mayores en la cultura occidental: memoria, mito, trasmisión de la Palabra y del Ejemplo, vehículo de la tradición, conciencia crítica del presente, desciframiento del destino de la humanidad, anticipación del futuro o promesa de un retomo. Lo que caracterizaba a esta historia —cuando menos lo que puede definirla, en sus rasgos generales, por oposición a la nuestra— es que, al ordenar el tiempo de los humanos según el devenir del mundo (en una especie de gran cronología cósmica como en los estoicos) o, a la inversa, al extender justo hasta las menores parcelas de la naturaleza el principio y el movimiento de un destino humano (un poco a la manera de la Providencia cristiana) se concebía una gran historia lisa, uniforme en cada uno de sus puntos que entrañarían en una misma deriva, una misma caída o una misma ascensión, un mismo ciclo, a todos los hombres y con ellos a las cosas, los animales, todo ser vivo o inerte, y hasta los rostros más calmados de la tierra. Ahora bien, esta unidad es la que se fracturó a principios del siglo XIX en el gran trastorno de la
episteme
occidental: se descubrió una historicidad propia de la naturaleza; se llegó a definir aun, para cada gran tipo de lo vivo, formas de ajuste al medio que permitirían definir en consecuencia su perfil de evolución; además se pudo mostrar que actividades tan singularmente humanas como el trabajo o el lenguaje detentaban, en si mismas, una historicidad que no podía encontrar su lugar en el gran relato común de las cosas y de los hombres: la producción tiene modos de desarrollo, el capital modos de acumulación, el precio leyes de oscilación y cambios que no pueden ni rebajarse a las leyes naturales ni reducirse a la marcha general de la humanidad; así también, el lenguaje no se modifica con las migraciones, el comercio y las guerras, según lo que le ocurre al hombre o la fantasía de lo que puede inventar, sino bajo condiciones que pertenecen propiamente a las formas fonéticas y gramaticales de las que está constituido; y si se ha podido decir que los diversos lenguajes nacen, viven, pierden su fuerza al envejecer y acaban por morir, esta metáfora biológica no se creó para disolver su historia en un tiempo que sería el de la vida, sino más bien para subrayar que tienen también leyes internas de funcionamiento y que su cronología se desarrolla de acuerdo con un tiempo que destaca desde luego su coherencia singular.

De ordinario, se inclina uno a creer que el siglo XIX prestó, por razones en su mayor parte políticas y sociales, una atención más aguda a la historia humana, que se abandonó la idea de un orden o un plan continuo del tiempo y también la de un progreso ininterrumpido, y que, al querer relatar su propia ascensión, la burguesía volvió a encontrar, en el calendario de su victoria, el espesor histórico de las instituciones, la pesantez de los hábitos y de las creencias, la violencia de las luchas, la alternancia de los éxitos y de los fracasos. Y se supone que a partir de allí se extendió la historicidad descubierta en el hombre hasta los objetos que había fabricado, al lenguaje que hablaba y, más lejos aún, hasta la vida. El estudio de las economías, la historia de las literaturas y de las gramáticas, a fin de cuentas la evolución de lo vivo no serían más que el efecto de la difusión, sobre playas del conocimiento cada vez más lejanas, de una historicidad descubierta primero en el hombre. Lo que pasó fue en realidad lo contrario. Las cosas recibieron primero una historicidad propia que las liberó de este espacio continuo que les imponía la misma cronología que a los hombres. Tanto que el hombre se encontró como despojado de lo que constituía los contenidos más manifiestos de su Historia: la naturaleza no le habla ya de la creación o del fin del mundo, de su dependencia o de su juicio próximo; no habla más que de un tiempo natural; sus riquezas no le indican ya la antigüedad o el próximo retorno de una edad de oro; no hablan más que de las condiciones de la producción que se modifican en la Historia; el lenguaje no lleva ya las marcas de antes de Babel o de los primeros gritos que pudieron resonar en el bosque; lleva las armas de su propia filiación. El ser humano no tiene ya historia o más bien, dado que habla, trabaja y vive, se encuentra, en su ser propio, enmarañado en historias que no le están subordinadas ni le son homogéneas. Por la fragmentación del espacio en el que se extendía en forma continua el saber clásico, por el enrollamiento de cada dominio así liberado sobre su propio devenir, el hombre que aparece a principios del siglo XIX está "deshistorizado".

Y los valores imaginarios que tomó entonces el pasado, todo el halo lírico que rodeó, por esta época, a la conciencia de la historia, la viva curiosidad por los documentos o las huellas que el tiempo haya podido dejar tras de sí —todo esto manifiesta superficialmente el hecho desnudo de que el hombre se encontró vacío de historia, pero que trabajaba ya por reencontrar en el fondo de sí mismo, y entre todas las cosas que podían aún remitirle su imagen (las otras se habían callado y replegado sobre sí mismas), una historicidad que le estaba ligada esencialmente. Pero esta historicidad es ambigua de inmediato. Dado que el hombre no se da al saber positivo sino en la medida en que habla, trabaja o vive, ¿podrá ser su historia otra cosa que el nudo inextricable de tiempos diferentes, que le son extranjeros y son heterogéneos unos a otros? ¿No será más bien la historia del hombre una especie de modulación común a los cambios en las condiciones de vida (clima, fecundidad del suelo, modos de cultura, explotación de las riquezas), a las transformaciones de la economía (y a título de consecuencia de la sociedad y de las instituciones) y a la sucesión de las formas y los usos de la lengua? Pero entonces el hombre mismo no es histórico: el tiempo le viene de fuera de sí mismo, no se constituye como sujeto de Historia sino por la superposición de la historia de los seres, de la historia de las cosas, de la historia de las palabras. Está sometido a sus acontecimientos puros. Pero pronto se invierte esta relación de pasividad pura: pues quien habla en el lenguaje, quien trabaja y consume en la economía, quien vive en la vida humana, es el hombre mismo; y con este título, tiene derecho él también a un devenir tan positivo como el de los seres y las cosas, no menos autónomo —y quizá aún más fundamental: no es una historicidad propia del hombre e inscrita profundamente en su ser, que le permite adaptarse como todo ser vivo y evolucionar también él (pero gracias a los útiles, a las técnicas, a las organizaciones que no pertenecen a ningún otro ser vivo), que le permite inventar formas de producción, estabilizar, prolongar o abreviar la validez de las leyes económicas por medio de la conciencia que toma de ellas y por medio de las instituciones que distribuye a partir de ellas, o alrededor de ellas, que le permite en fin ejercer sobre el lenguaje, en cada una de las palabras que pronuncia, una especie de presión interior constante que lo hace deslizarse insensiblemente sobre sí mismo en cada instante del tiempo. Así aparece detrás de la historia de las positividades aquella, más radical, del hombre mismo. Historia que concierne ahora al ser mismo del hombre, ya que él comprueba que no sólo "tiene" en tomo a sí mismo "Historia", sino que es en su historicidad propia aquello por lo que se dibuja una historia de la vida humana, una historia de la economía, una historia de los lenguajes. Habría, pues, en un nivel muy profundo, una historicidad del hombre que sería con respecto a sí misma su propia historia, pero también la dispersión radical que fundamenta todas las demás. Es esta primera erosión la que el siglo XIX buscó en su preocupación de historizarlo todo, de escribir a propósito de cualquier cosa una historia general, de remontar el tiempo sin cesar y de recolocar las cosas más estables en la liberación del tiempo. Aun allí es necesario sin duda alguna revisar la manera en que se ha escrito tradicional- mente la historia de la Historia; se tiene la costumbre de decir que, con el siglo XIX, cesó la pura crónica de los acontecimientos, la simple memoria de un pasado poblado tan sólo por individuos y accidentes, y que se buscaron las leyes generales del devenir. De hecho, ninguna historia fue más "explicativa", ninguna estuvo más preocupada por las leyes generales y constantes que las de la época clásica —cuando el mundo y el hombre, de un solo golpe, se hicieron cuerpo en una historia única. A partir del siglo XIX, lo que sale a luz es una forma desnuda de la historicidad humana —el hecho de que el hombre en cuanto tal está expuesto al acontecimiento. De allí, la preocupación por encontrar leyes a esta forma pura (y son las filosofías del tipo de la de Spengler), o por definirla a partir del hecho de que el hombre vive, el hombre trabaja, el hombre habla y piensa: y son las interpretaciones de la Historia a partir del hombre considerado como especie viviente, a partir de las leyes de la economía o a partir de los conjuntos culturales.

En todo caso, esta disposición de la Historia en el espacio epistemológico tiene una gran importancia para su relación con las ciencias humanas. Puesto que el hombre histórico es el hombre vivo, que trabaja y habla, todo contenido de la Historia sea cual fuere depende de la psicología, de la sociología o de las ciencias del lenguaje. Pero, a la inversa, puesto que el ser humano se ha convertido en histórico de un cabo a otro, ninguno de los contenidos analizados por las ciencias humanas puede permanecer estable en sí mismo ni escapar al movimiento de la Historia. Esto se debe a dos razones: porque la psicología, la sociología, la filosofía, aun cuando se las aplica a objetos —es decir, a hombres— que les son contemporáneos, no consideran, jamás sino recortes sincrónicos en el interior de una historicidad que los constituye y los atraviesa; porque las formas tomadas sucesivamente por las ciencias humanas, la elección que hacen de su objeto, los métodos que le aplican son dados por la Historia, sostenidos sin cesar por ella y modificados a su gusto. Mientras más intenta la Historia rebasar su propio enraizamiento histórico, más esfuerzos hace para alcanzar, por encima de la relatividad histórica de su origen y sus opciones, la esfera de la universalidad, más evidentemente lleva los estigmas de su nacimiento histórico, más evidentemente aparece a través de ella la historia de la que forma parte (y allí también Spengler y todos los filósofos de la historia dan testimonio de ello); a la inversa, mientras mejor acepta su relatividad, más se hunde en el movimiento que le es común con lo que relata, más tiende entonces a la nimiedad del relato y todo el contenido positivo que se dio a través de las ciencias humanas se disipa.

Así, pues, la Historia forma, con respecto a las ciencias humanas, un medio de acogida que es, a la vez, privilegiado y peligroso. Da a cada ciencia del hombre un trasfondo que la establece, que le fija un suelo y como una patria: determina la playa cultural —el episodio cronológico, la inserción geográfica— en que puede reconocerse su validez a este saber; pero las discierne de una frontera que las limita y arruina desde el principio su pretensión de tener validez en el elemento de la universalidad. Revela, de esta manera, que si el hombre —aun antes mismo de saberlo— ha estado sometido siempre a determinaciones que pueden manifestar la psicología, la sociología y el análisis de las lenguas no es, sin embargo, el objeto intemporal de un saber que, cuando menos en el nivel de sus derechos, carecería él mismo de edad. Aun si evitan toda referencia a la historia, las ciencias humanas (y bajo este título puede colocarse a la historia entre ellas) no hacen nunca otra cosa que poner un episodio cultural en relación con otro (aquel al que se aplican como su objeto y aquel en el que se enraizan en cuanto a su existencia, su modo de ser, sus métodos y sus conceptos); y si ellas se aplican a su propia sincronía, relacionan consigo mismo el episodio cultural del que han surgido. Tanto que el hombre no aparece nunca en su positividad sin que ésta esté de inmediato limitada por lo ilimitado de la Historia.

Vemos reconstituirse aquí un movimiento análogo al que animaba desde el interior a todo el dominio de las ciencias del hombre: tal como se lo analizó más arriba, este movimiento remitía perpetuamente las positividades que determinan el ser del hombre a la finitud que hace aparecer a estas positividades; de suerte que aun las ciencias mismas estarían presas en esta gran oscilación, pero a su vez la retomarían en la forma de su propia positividad al tratar de pasar sin cesar de lo consciente a lo inconsciente. Ahora bien, he aquí que, con la Historia, recomienza una oscilación semejante; pero esta vez no juega entre la positividad del hombre tomado como objeto (y manifestado empíricamente por el trabajo, la vida y el lenguaje) y los límites radicales de su ser; juega entre los límites temporales que definen las formas singulares del trabajo, de la vida y del lenguaje y la positividad histórica del sujeto que, por el conocimiento; encuentra acceso hasta ellas. Aun aquí, el sujeto y el objeto están ligados en un recíproco poner en duda; pero en tanto que allá este poner en duda se hacía en el interior mismo del conocimiento positivo y por el progresivo develamiento de lo inconsciente por la conciencia, aquí se hace en los confines exteriores del objeto y del sujeto; designa la erosión a la que están sometidos ambos, la dispersión que los separa uno de otro, arrancándolos a una positividad calmada, enraizada y definitiva. Al develar lo inconsciente como su objeto más fundamental, las ciencias humanas mostraron que había siempre aún que pensar en aquello que estaba ya pensado en el nivel manifiesto; al descubrir la ley del tiempo como límite externo de las ciencias humanas, la Historia muestra que todo lo que se ha pensado será pensado aún por un pensamiento que todavía no ha salido a luz. Pero quizá no tenemos allí, bajo las formas concretas de lo inconsciente y de la Historia, más que las dos caras de esta finitud que, al descubrir que es su propio fundamento con respecto a sí misma, hizo aparecer en el siglo XIX la figura del hombre: una finitud sin infinito y, sin duda, una finitud que nunca ha terminado, que siempre está en retirada con relación a sí misma, a la que queda aún algo qué pensar en el instante mismo en que piensa, a la que queda siempre tiempo para pensar de nuevo lo que ya ha pensado.

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