Las palabras y las cosas (22 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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CAPÍTULO QUINTO. CLASIFICAR
1. LO QUE DICEN LOS HISTORIADORES

Las historias de las ideas o de las ciencias —que sólo se designan aquí en su perfil medio— dan crédito al siglo XVII y sobre todo al XVIII de una nueva curiosidad: la que les hizo, si no descubrir, cuando menos ampliar y precisar hasta un grado inconcebible antes las ciencias de la vida. Tradicionalmente se da a este fenómeno un cierto número de causas y se le adscriben muchas manifestaciones esenciales.

Del lado de los orígenes o motivos se colocan los nuevos privilegios de observación: los poderes que se le atribuirán, a partir de Bacon, y los perfeccionamientos técnicos que le otorga la invención del microscopio. También se colocan allí el prestigio entonces reciente de las ciencias físicas que proporcionaban un modelo de racionalidad; ya que se había podido analizar, por medio de la experimentación y de la teoría, las leyes del movimiento o las de la reflexión de un rayo luminoso, ¿acaso no era normal buscar, por medio de las experiencias, de las observaciones o de los cálculos, las leyes que permiten organizar el dominio más complejo y más cercano de los seres vivos? El mecanicismo cartesiano, que después se convirtió en un obstáculo, fue en un principio como el instrumento de una transferencia y habría conducido, un poco a pesar de sí mismo, de la racionalidad mecánica al descubrimiento de esa otra racionalidad que es la de lo vivo. Del lado de las causas, los historiadores ponen también, un poco revueltos, diversos puntos de atención: interés económico por la agricultura, del que los fisiócratas dan testimonio, pero también los primeros esfuerzos de la agronomía; a medio camino entre la economía y la teoría, la curiosidad por las plantas y los animales exóticos, a los que se trata de aclimatar y sobre los cuales los grandes viajes de investigación o de exploración —el de Tournefort al Medio Oriente, el de Adanson al Senegal— proporcionan descripciones, grabados y especímenes; y después, sobre todo, la valoración ética de la naturaleza, con todo ese movimiento, ambiguo en su principio, por el cual se "invierte" —ya se sea aristócrata o burgués— dinero y sentimiento en una tierra que por largos años las épocas precedentes habían abandonado. En el corazón del siglo XVIII, Rousseau herboriza.

En el registro de las manifestaciones, los historiadores señalan en seguida las formas variadas que tomarán estas nuevas ciencias de la vida y el "espíritu", como se dice, que las dirigió. Primero fueron mecanicistas, bajo la influencia de Descartes, y justo hasta fines del siglo XVII; así, pues, los primeros esfuerzos de una química apenas esbozada las habría marcado, pero todo a lo largo del siglo XVIII, los temas vitalistas habrían tomado o retomado su privilegio para formularse al fin en una teoría unitaria —este "vitalismo" que profesaron, en formas un tanto diferentes, Bordeu y Barthez en Montpellier, Blumenbach en Alemania, Diderot y después Bichat en París. Bajo estos diferentes regímenes teóricos, se plantean cuestiones, casi siempre las mismas, que reciben cada vez soluciones diferentes: posibilidad de clasificar a los seres vivos —unos, como Linneo, sosteniendo que toda la naturaleza puede entrar en una taxinomia; otros, como Buffon, que es demasiado diversa y rica para ajustarse a un marco tan rígido; proceso de la generación, con aquellos, más mecanicistas, que son partidarios de la preformación, y los otros que creen en un desarrollo específico de los gérmenes; análisis de los funcionamientos (la circulación, según Harvey, la sensación, la motricidad y, hacia fines del siglo, la respiración).

A través de estos problemas y de las discusiones que hicieron nacer, resulta un juego para los historiadores el reconstituir los grandes debates, de los que se dice que compartieron la opinión y las pasiones de los hombres, lo mismo que su razonamiento. Se cree volver a encontrar así el rastro de un conflicto mayor entre una teología que aloja, bajo cada forma y en todos los movimientos, la providencia de Dios, la simplicidad, el misterio y la solicitud de sus vías, y una ciencia que ya busca definir la autonomía de la naturaleza. Se encuentra también así de nuevo la contradicción entre una ciencia demasiado apegada a la vieja precedencia de la astronomía, de la mecánica y de la óptica y otra que supone ya que debe de haber algo irreductible y específico en los dominios de la vida. Por último, los historiadores ven dibujarse, como si fuera ante sus ojos, la oposición entre los que creen en la inmovilidad de la naturaleza —a la manera de Tournefort y de Linneo sobre todo— y los que, con Bonnet, Benoit de Maillet y Diderot, presienten ya la gran potencia creadora de la vida, su inagotable poder de transformación, su plasticidad y esta deriva que envuelve a todos sus productos, entre ellos nosotros mismos, en un tiempo del que nadie es dueño. Mucho antes de Darwin y de Lamarck, el gran debate del evolucionismo quedó abierto por el
Telliamed
, la
Palingénésie
y el
Rêve de D'Alambert
. El mecanicismo y la teología, apoyándose uno en otra o combatiéndose sin cesar, mantendrán la época clásica lo más cerca de su origen —por parte de Descartes y de Malebranche; frente a ellos, la irreligiosidad y algo así como una intuición confusa de la vida, en conflicto a su vez (como en Bonnet) o en complicidad (como en Diderot), la atraen hacia su porvenir más próximo: hacia ese siglo XIX del que se supone que ha dado a las tentativas, aun oscuras y encadenadas del siglo XVIII, su cumplimiento positivo y racional en una ciencia de la vida que no ha tenido necesidad de sacrificar la racionalidad para mantener en lo más vivo de su conciencia la especificidad de lo viviente y este calor, un poco subterráneo, que circula entre él —objeto de nuestro conocimiento— y nosotros que estamos allí para conocerlo.

Es inútil volver a los supuestos de tal método. Bastará con mostrar aquí las consecuencias: la dificultad para apresar la red que puede enlazar unas con otras investigaciones tan diversas como las tentativas de llegar a una taxinomia y las observaciones microscópicas; la necesidad de registrar como hechos de observación los conflictos entre los "firmes" y los que no lo son, o entre los partidarios del método y los del sistema; la obligación de repartir el saber en dos tramos que se embrollan, si bien son extraños uno a otro: el primero se define por lo que ya se sabía por demás (la herencia aristotélica o escolástica, el peso del cartesianismo, el prestigio de Newton), el segundo por lo que no se sabía aún (la evolución, la especificidad de la vida, la noción de organismo); y sobre todo la aplicación de categorías que son rigurosamente anacrónicas con respecto a este saber. Entre todas, la más importante es evidentemente la de la vida. Se quieren hacer historias de la biología en el siglo XVIII, pero no se advierte que la biología no existía y que su corte del saber, que nos es familiar desde hace más de ciento cincuenta años, no es válido en un período anterior. Y si la biología era desconocida, lo era por una razón muy sencilla: la vida misma no existía. Lo único que existía eran los seres vivientes que aparecían a través de la reja del saber constituida por la
historia natural
,

2
. LA HISTORIA NATURAL

¿Cómo pudo definir la época clásica este dominio de la "historia natural", cuya evidencia y unidad misma nos parecen ahora tan lejanas y como ya revueltas? ¿Cuál es el campo en el que la naturaleza apareció tan próxima a sí misma que los individuos que comprende pudieron ser clasificados, y tan alejada de sí misma que tenían que serlo por medio del análisis y la reflexión?

Se tiene la impresión —y así se Ha dicho con mucha frecuencia— de que la historia de la naturaleza ha debido aparecer al caer de nuevo el mecanicismo cartesiano. Cuando quedó finalmente en claro que era imposible hacer entrar el mundo entero dentro de las leyes del movimiento rectilíneo, cuando la complejidad del vegetal y del animal hubieron resistido lo suficiente a las formas simples de la sustancia extensa, fue necesario que la naturaleza se manifestara en su extraña riqueza; y la minuciosa observación de los seres vivientes nacería sobre esta playa de la que el cartesianismo acababa de retirarse. Por desgracia, las cosas no suceden con esta sencillez. Es muy posible —aunque habría que examinarlo— que una ciencia nazca de otra; pero una ciencia nunca puede nacer de la ausencia de otra, ni del fracaso, ni de los obstáculos encontrados por otra. De hecho, la posibilidad de la historia natural, con Ray, Jonston, Christoph Knaut, es contemporánea del cartesianismo y no de su fracaso. La misma
episteme
autorizó la mecánica de Descartes hasta D'Alambert y la historia natural de Tournefort a Daubenton.

Para que apareciera la historia natural, no fue necesario que la naturaleza se espesara, se oscureciera y multiplicara sus mecanismos hasta adquirir el peso opaco de una historia que sólo es posible retrazar y describir, sin poderla medir, calcular, ni explicar; lo que ha sido necesario —y es todo lo contrario— es que la Historia se convierta en Natural. Lo que existía en el siglo XVI y hasta mediados del XVII eran historias: Belon había escrito una Histoire
de la nature des Oiseaux
; Duret, una
Histoire admirable des Plantes
; Aldrovandi, una Histoire
des Serpents et des Dragons
. En 1657, Jonston publicó una Historia
naturalis de quadripedidus
. Desde luego, esta fecha de nacimiento no es rigurosa,
154
sólo sirve para simbolizar un punto de referencia y señalar, de lejos, el enigma manifiesto de un acontecimiento. Este acontecimiento es la súbita decantación, en el dominio de la Historia, de dos órdenes, desde entonces diferentes, de conocimiento. Hasta Aldrovandi, la historia era el tejido inextricable y perfectamente unitario, de lo que se ve de las cosas y de todos los signos descubiertos o depositados en ellas: hacer la historia de una planta o de un animal era lo mismo que decir cuáles son sus elementos o sus órganos, qué semejanzas se le pueden encontrar, las virtudes que se le prestan, las leyendas e historias en las que ha estado mezclado, los blasones en los que figura, los medicamentos que se fabrican con su sustancia, los alimentos que proporciona, lo que los antiguos dicen sobre él, lo que los viajeros pueden decir. La historia de un ser vivo era este mismo ser, en el interior de toda esa red semántica que lo enlaza con el mundo. La partición, para nosotros evidente, entre lo que nosotros vemos, y lo que los otros han observado o trasmitido, y lo que otros por último han imaginado o creído ingenuamente, esta gran tripartición, tan sencilla en apariencia y tan inmediata, entre la
observación
, el
documento
y la
fábula
no existía aún. Y no era que la ciencia vacilara entre una vocación racional y todo el peso de una tradición ingenua, sino que había una razón muy precisa y apremiante: los signos formaban parte de las cosas, en tanto que en el siglo XVII se convierten en modos de representación.

¿Al escribir Jonston su Historia
naturdis de quadripedidus
sabía más sobre el tema que Aldrovandi medio siglo antes? No mucho más, dicen los historiadores. Pero no es ésta la cuestión o, si se quiere plantearla en estos términos, habría que responder que Jonston sabía mucho menos que Aldrovandi. Éste despliega, a propósito de todo animal estudiado, y en el mismo nivel, la descripción de su anatomía y las formas de capturarlo; su utilización alegórica y su modo de generación; su habitat y los palacios de su leyenda; su nutrición y la mejor manera de ponerlo en salsa. Jonston subdivide su capítulo sobre el caballo en doce rúbricas: nombre, partes anatómicas, lugar de habitación, edades, generación, voz, movimientos, simpatía y antipatía, usos, usos medicinales.
155
Nada de esto falta en Aldrovandi, pero hay mucho más. Y la diferencia esencial está en lo que falta. Se ha hecho a un lado, como una parte muerta e inútil, toda la semántica animal. Las palabras que se entrelazaban con el animal han sido desatadas y sustraídas: y el ser vivo, en su anatomía, en su forma, en sus costumbres, en su nacimiento y en su muerte, aparece como desnudo. La historia natural encuentra su lugar en esta distancia, ahora abierta, entre las cosas y las palabras —distancia silenciosa, carente de toda sedimentación verbal y, sin embargo, articulada según los elementos de la representación, justo aquellos que podrán ser nombrados con pleno derecho. Las cosas llegan hasta las riberas del discurso porque aparecen en el hueco de la representación. El momento en el que se renuncia a calcular no es aquel en el que al fin se empieza a observar. La constitución de la historia natural, con el clima empírico en el que se desarrolla, no es la experiencia que fuerza, de buen o de mal grado, el acceso a un conocimiento que guardaba antes la verdad de la naturaleza; la historia natural — que justo por ello aparece en ese momento— es el espacio abierto en la representación por un análisis que se anticipa a la posibilidad de nombrar; es la posibilidad de
ver
lo que se podrá
decir
, pero que no se podría decir en consecuencia ni ver a distancia si las cosas y las palabras, distintas unas de otras, no se comunicaran desde el inicio del juego en una representación. El orden descriptivo que Linneo, mucho después de Jonston, propondrá a la historia natural es muy característico. Según él, todo capítulo concerniente a un animal cualquiera debe seguir el curso siguiente: nombre, teoría, género, especie, atributos, uso y, para terminar,
luterana
. Todo el lenguaje depositado por el tiempo sobre las cosas es rechazado hasta el último límite, como un suplemento en el que el discurso se contara a sí mismo y relatara los descubrimientos, las tradiciones, las creencias, las figuras poéticas. Antes de este lenguaje del lenguaje lo que aparece es la cosa misma, con sus características propias pero en el interior de esta realidad que, desde el principio, ha quedado recortada por el nombre. La instauración que la época clásica hace de una ciencia natural no es el efecto directo o indirecto de la transferencia de una racionalidad ya formada (a propósito de la geometría o de la mecánica). Es una formación distinta que tiene su arqueología propia, si bien está ligada (aunque en el modo de la correlación y de la simultaneidad) con la teoría general de los signos y el proyecto de la
mathesis
universal.

Cambia ahora de valor el viejo nombre de historia y, quizá, recobra una de sus significaciones arcaicas. En todo caso, si es verdad que el historiador era, para el pensamiento griego, aquel que
ve
y cuenta lo que ha visto, no siempre ha sido esto en nuestra cultura. Muy tarde, en el umbral de la época clásica, tomó o retomó este papel. Hasta mediados del siglo XVII, la tarea del historiador era establecer una gran recopilación de documentos y de signos —de todo aquello que, a través de todo el mundo, podía formar una marca. Era él el encargado de devolver al lenguaje todas las palabras huidas. Su existencia no se definía tanto por la mirada sino por la repetición, por una segunda palabra que pronunciaba de nuevo tantas palabras ensordecidas. La época clásica da a la historia un sentido completamente distinto: el de poner, por primera vez, una mirada minuciosa sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida, lo que recoge por medio de palabras lisas, neutras y fieles. Se comprende que, en esta "purificación", la primera forma de historia que se constituyó fue la historia de la naturaleza. Pues no necesita para construirse más que palabras, aplicadas sin intermediario alguno, a las cosas mismas. Los documentos de esta nueva historia no son otras palabras, textos o archivos, sino espacios claros en los que las cosas se yuxtaponen: herbarios, colecciones, jardines; el lugar de esta historia es un rectángulo intemporal en el que los seres, despojados de todo comentario, de todo lenguaje circundante, se presentan unos al lado de los otros, con sus superficies visibles, aproximados de acuerdo con sus rasgos comunes y, con ello, virtualmente analizados y portadores de su solo nombre. Se ha dicho con frecuencia que la constitución de los jardines botánicos y las colecciones zoológicas traducía una nueva curiosidad por las plantas y las bestias exóticas. De hecho, desde mucho tiempo atrás, éstas habían llamado la atención. Lo que ha cambiado es el espacio en el que se puede verlas y desde el cual se puede describirlas. En el Renacimiento, la extrañeza animal era un espectáculo; figuraba en las fiestas, en las justas, en los combates ficticios o reales, en las reconstituciones legendarias en las que el bestiario desarrollaba sus fábulas sin edad. El gabinete de historia natural y el jardín, tal como se les ha instalado en la época clásica, sustituyen el desfile circular del "espécimen" por la exposición en "cuadro" de las cosas. Lo que se ha deslizado entre estos teatros y este catálogo no es el deseo de saber, sino una nueva manera de anudar las cosas a la vez con la mirada y con el discurso. Una nueva manera de hacer la historia.

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