Las palabras y las cosas (17 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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Por lo que respecta a la historia misma de los idiomas, no es más que erosión o accidente, introducción, reencuentro y mezcla de elementos diversos; no tiene ni ley, ni movimiento, ni necesidad propios. ¿Cómo se formó, por ejemplo, la lengua griega? "Son los mercaderes de Fenicia, los aventureros de Frigia, de Macedonia y de Iliria, los gálatas, los escitas, los grupos de exilados o de fugitivos, los que cargaron el primer fondo del idioma griego con tantas especies de partículas innumerables y tantos dialectos."
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En cuanto al francés, está formado de nombres latinos y godos, de giros y de construcciones galos, de artículos y de cifras árabes, de palabras tomadas de los ingleses y de los italianos, en el curso de los viajes, de las guerras o de las transacciones comerciales.
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Las lenguas evolucionan por el efecto de las migraciones, de las victorias y de las derrotas, de las modas, de los cambios; pero no por la fuerza de una historicidad que llevarían en sí mismas. No obedecen a ningún principio interno de desarrollo; son ellas las que desarrollan a lo largo de una línea las representaciones y sus elementos. Si existe, con respecto a los idiomas, un tiempo positivo, no hay que buscarlo en el exterior, del lado de la historia, sino en el ordenamiento de las palabras, en el hueco del discurso.

Ahora podemos circunscribir el campo epistemológico de la
gramática general
, que apareció en la segunda mitad del siglo xvii y se borró en los últimos años del siglo siguiente. La gramática general no es una gramática comparada: su tema no son los paralelos entre los idiomas, ni los utiliza como método. Pues su generalidad no consiste en encontrar leyes gramaticales propiamente dichas que serían comunes a todos los dominios lingüísticos y que harían apaiccer, en una unidad ideal y apremiante, la estructura de cualquier idioma posible; si es general, lo es en la medida en que logra hacer aparecer, por debajo de las reglas de la gramática, pero al nivel de su fundamento, la función representativa del discurso —lo que es la función vertical que designa algo representado o la horizontal que lo liga en el mismo modo que el pensamiento. Dado que hace aparecer el lenguaje como una representación que articula otra, es "general" con pleno derecho: lo que trata es el desdoblamiento interior de la representación. Pero, como esta articulación puede hacerse muy bien de maneras diferentes, habrá, de modo paradójico, diversas gramáticas generales: la del francés, la del inglés, la del latín, la del alemán, etc.
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La gramática general no intenta definir las leyes de todas las lenguas, sino tratar, por turno, cada lengua particular como un modo de articulación del pensamiento en sí mismo. En cualquier lengua tomada en forma aislada, la representación se da "características". La gramática general definirá el sistema de identidades y de diferencias que suponen y utilizan estas características espontáneas. Establecerá la
taxinomia
de cada lengua. Es decir, lo que fundamente, en cada una de ellas, la posibilidad de sostener un discurso.

De allí, las dos direcciones que toma necesariamente. Dado que el discurso liga sus partes como la representación sus elementos, la gramática general deberá estudiar el funcionamiento representativo de las palabras, en relación unas con otras: esto supone, en primer lugar, un análisis del lazo que anuda las palabras (teoría de la proposición y, en especial, del verbo), después un análisis de los diversos tipos de palabras y de la manera en que recortan la representación y se distinguen entre sí (teoría de la articulación). Pero dado que el discurso no es simplemente un conjunto representativo, sino una representación duplicada que designa a otra —a la misma que representa—, la gramática general debe estudiar la manera en que las palabras designan lo que dicen, primero en su valor primitivo (teoría del origen y de la raíz), después en su capacidad permanente de deslizamiento, de extensión, de reorganización (teoría del espacio retórico y de la derivación).

3. LA TEORÍA DEL VERBO

La proposición es, con respecto al lenguaje, lo que la representación con respecto al pensamiento: su forma más general y más elemental, dado que, a partir del momento en que se la descompone, no se encuentra ya más el discurso sino sólo sus elementos como otros tantos materiales dispersos. Por debajo de la proposición se encuentran las palabras, pero el lenguaje no se cumple en ellas. Es verdad que, originalmente, el hombre sólo producía simples gritos, pero éstos no empezaron a ser lenguaje sino el día en que encerraron —aunque sólo fuera en el interior de su monosílabo— una relación que pertenecía al orden de la proposición. El aullido del hombre primitivo que se debate no se convierte en verdadera palabra mientras no es más que expresión lateral de su sufrimiento y si vale por un juicio o una declaración del tipo: "me ahogo"
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Lo que erige a la palabra como tal y la sostiene por encima de los gritos y de los ruidos, es la proposición oculta en ella. El salvaje del Aveyron no llegó a hablar porque, para él, las palabras siguieron siendo marcas sonoras de las cosas y de las impresiones que producían en su espíritu; no recibieron el valor de la proposición. Podía pronunciar muy bien la palabra "leche" ante el tazón que le era ofrecido; pero esto no era sino "la expresión confusa de ese líquido alimenticio, del recipiente que lo contenía y del deseo de que era objeto";
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la palabra nunca se convirtió en signo representativo de la cosa, pues nunca quiso decir que la leche estaba caliente, lista o era esperada. En efecto, es la proposición la que separa el signo sonoro de sus valores inmediatos de expresión y la instaura, de modo soberano, en su posibilidad lingüística. Para el pensamiento clásico, el lenguaje comienza donde no hay ya expresión, sino discurso. Cuando se dice "no", no se traduce el rechazo por un grito; se encierra en una palabra "toda una proposición: …no oigo eso o no creo eso".
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"Vayamos directamente a la proposición, objeto esencial de la gramática."
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Allí todas las funciones del lenguaje son remitidas a tres elementos únicos que son indispensables para formar una proposición: el sujeto, el atributo y su enlace. Además, el sujeto y el atributo son de la misma naturaleza, ya que la proposición afirma que el uno es idéntico o pertenece al otro: así, pues, les es posible, en ciertas condiciones, cambiar sus funciones. La única diferencia, si bien decisiva, es la que manifiesta la irreductibilidad del verbo: "en toda proposición —dice Hobbes
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— deben considerarse tres cosas: a saber los dos nombres,
sujeto y predicado
y el enlace o la cópula. Los dos nombres despiertan en el espíritu la idea de una misma y única cosa, pero la cópula hace nacer la idea de la causa por la cual estos nombres han sido impuestos a estas cosas". El verbo es la condición indispensable de todo discurso: y cuando no existe, cuando menos de manera virtual, no es posible decir que haya un lenguaje. Las proposiciones nominales encubren siempre la presencia invisible de un verbo y Adam Smith
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cree que, en su forma primitiva, el lenguaje no se componía más que de verbos impersonales (del tipo: "llueve" o "truena") y que, a partir de este núcleo verbal se fueron separando todas las otras partes del discurso, como otras tantas precisiones derivadas y secundarias. El umbral del lenguaje se encuentra donde surge el verbo. Es, pues, necesario tratar éste como un ser mixto, que es, a la vez, palabra entre las palabras, apresado por las mismas reglas y que, como ellas, obedece a las leyes de régimen y concordancia; y después, en alejamiento de todas ellas, en una región que no es la de lo hablado, sino aquella de lo que se habla. Está en el límite del discurso, en el borde de lo que se dice y lo que es dicho, justo ahí donde los signos están en vías de convertirse en lenguaje.

Y es justo esta función la que hay que plantearse como interrogación —despojándola de lo que no ha dejado de recargarla y oscurecerla. No hay que detenerse, con Aristóteles, en el hecho de que el verbo significa los tiempos (muchas otras palabras, adverbios, adjetivos, nombres, pueden tener significaciones temporales). Tampoco hay que detenerse, como lo hizo Escalígero, en el hecho de que expresa acciones o pasiones, en tanto que los nombres designan las cosas, y permanentes (ya que existe justo este nombre mismo de "acción"). No hay que dar importancia, como lo hacía Buxtorf, a las diferentes personas del verbo, pues ciertos pronombres tienen también la propiedad de designarlas. Sino hacer salir a la luz plena de inmediato aquello que lo constituye: el verbo
afirma
, es decir, indica "que el discurso en el que se emplea esta palabra es el discurso de un hombre que no concibe sólo los nombres, sino que los juzga".
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Existe la proposición —y el discurso— cuando se afirma un enlace de atribución entre dos cosas, cuando se dice que esto es aquello.
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Toda la especie de los verbos se remite a uno solo, el que significa
ser
. Todos los otros se sirven secretamente de esta función única, pero la han recubierto de determinaciones que la ocultan: se le han agregado atributos y en vez de decir, "yo soy cantante", se dice, "yo canto"; se le han agregado indicaciones de tiempo y en vez de decir, "antes, yo soy cantante", se dice "yo cantaba"; por último, algunas lenguas han integrado el sujeto mismo con el verbo y así los latinos no decían:
ego vivit
, sino vivo. Todo esto no es más que un depósito y una sedimentación en torno y por encima de una función verbal absolutamente pequeña, aunque esencial: "no existe más que el verbo
ser
… que ha permanecido en esta simplicidad".
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Toda la esencia del lenguaje se recoge en esta palabra singular. Sin ella, todo hubiera permanecido silencioso y los hombres, como ciertos animales, habrían podido hacer uso de su voz, pero ninguno de esos gritos lanzados en la espesura hubiera eslabonado jamás la gran cadena del lenguaje.

En la época clásica, el ser en bruto del lenguaje —esta masa de signos depositada en el mundo para ejercer allí nuestra interrogación— se borró, pero el lenguaje anudó nuevas relaciones con el ser, más difíciles de apresar ya que el lenguaje lo enuncia y lo reúne por medio de una palabra; lo afirma desde el interior de sí mismo, y, sin embargo, no podría existir como lenguaje si esta palabra, por sí sola, no sostuviera de antemano todo posible discurso. Sin una manera de designar al ser, no habría lenguaje; pero sin lenguaje, no habría el verbo ser, que sólo es una parte de aquél. Esta simple palabra es el ser representado en el lenguaje; pero es también el ser representativo del lenguaje —aquello que, al permitirle afirmar lo que dice, lo hace susceptible de verdad o de error. Y por ello es diferente de todos los signos que pueden ser conformes, fíeles, ajustados o no a lo que designan, pero que no son jamás verdaderos o falsos. El lenguaje es, de un cabo a otro,
discurso
, gracias a este poder singular de una palabra que hace pasar el sistema de signos hacia el ser de lo que se significa.

Pero, ¿de dónde procede este poder? ¿Y cuál es el sentido que, desbordando las palabras, fundamenta la proposición? Los gramáticos de Port-Royal decían que el sentido del verbo era afirmar. Lo que indicaba muy bien en qué región del lenguaje estaba su privilegio absoluto, pero no en qué consistía. No es necesario comprender que el verbo ser contiene la idea de afirmación, pues esta palabra misma,
afirmación
, y el vocablo sí la contienen también;
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es más bien la afirmación de la idea lo que queda asegurado por ella. Pero, afirmar una idea ¿equivale a enunciar su existencia? Esto es lo que piensa Bauzée que encuentra en ello una razón para que el verbo haya recibido en su forma las variaciones del tiempo: pues la esencia de las cosas no cambia, lo único que aparece y desaparece es su existencia, sólo ella tiene un pasado y un futuro.
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A lo que Condillac pudiera observar que si la existencia puede ser retirada de las cosas, no es más que un atributo y que el verbo puede afirmar la muerte tanto como la existencia. Lo único que afirma el verbo es la coexistencia de dos representaciones: por ejemplo, la de verdor y la de árbol, la del hombre y la de la existencia o la de la muerte; por ello, los tiempos de los verbos no indican aquel en el cual las cosas han existido en lo absoluto, sino un sistema relativo de anterioridad o de simultaneidad de las cosas entre sí.
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En efecto, la coexistencia no es un atributo de la cosa misma, sino que sólo es una forma de la representación: decir que lo verde y el árbol coexisten es decir que están ligados en todas las impresiones que recibo o, cuando menos, en la mayor parte de ellas.

Tanto que el verbo
ser
tendría por función esencial el relacionar todo el lenguaje con la representación que designa. El ser hacia el cual desborda los signos no es, ni más ni menos, que el ser del pensamiento. Al comparar el lenguaje con un cuadro, un gramático de fines del siglo xviii definió los nombres como formas, los adjetivos como colores y el verbo como la tela misma sobre la cual aparecen. Tela invisible, totalmente recubierta por el colorido y el dibujo de las palabras, pero que da al lenguaje el lugar donde puede hacer valer su pintura; lo que el verbo designa es, en última instancia, el carácter representativo del lenguaje, el hecho de que tenga su lugar en el pensamiento y de que la única palabra que pueda franquear el limite de los signos y fundamentarlos en verdad, no alcanza nunca más que a la representación misma. Tanto que la función del verbo está identificada con el modo de existencia del lenguaje, que recorre en toda su extensión: hablar es, a la vez, representar por medio de signos y dar a éstos una forma sintética dominada por d verbo. Como dice Destutt, el verbo es la atribución: el soporte y la forma de todos los atributos: "el verbo ser se encuentra en todas las proposiciones, porque no se puede decir que una cosa sea de tal manera sin decir, en consecuencia, que es… Pero esta palabra es, que aparece en todas las proposiciones y siempre forma parte del atributo, es siempre su principio y su base, es el atributo general y común".
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Vemos cómo, una vez llegada a este punto de generalidad, la función del verbo no podrá hacer otra cosa que disociarse, ya que desaparecerá el dominio unitario de la gramática general. En el momento en que se libere la dimensión de lo gramatical puro, la proposición no será ya más que una unidad de sintaxis. El verbo figurará allí entre las otras palabras con su propio sistema de concordancia, de reflexiones y de régimen. Y en el otro extremo, aparecerá el poder de manifestación del lenguaje en una cuestión autónoma, más arcaica que la gramática. Y durante todo el siglo xix, se preguntará al lenguaje acerca de su naturaleza enigmática de
verbo
: ahí donde está más cercano al ser, donde es más capaz de nombrarlo, de trasmitir o de hacer centellear su sentido fundamental, de hacerlo absolutamente manifiesto. De Hegel a Mallarmé, este asombró ante las relaciones entre el ser y el lenguaje balanceará la reintroducción del verbo en el orden homogéneo de las funciones gramaticales.

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