—Putos perros…
Dos puñetazos más, y la pared ya gana para su decoración un cuadro abstracto de bonito color marronoso.
—Y ahora tú y yo nos vamos a ir a liquidar a los putos perros que te digo, porque yo he hecho un pacto con el diablo y un pacto con el diablo es algo que no se puede romper a no ser que quieras acabar en el infierno, y yo, amigo, yo no quiero acabar en el infierno que bastante infierno he tenido ya.
—Putos perros…
S
entada en aquel taburete, la detective Victoria González era una contradicción redonda. A las nueve de la mañana de un día laborable de agosto, tan levemente laborable como todos los del mes, una preñada en la barra del club Nighty de Castelldefels, frente al par de tetitas blancas de la joven camarera, era la imagen imposible, la toma preparada por un fotógrafo sin futuro.
—¿Qué te pasa en la tripa?
El Croata no tenía corazón. Nunca había tenido nada parecido.
—Tiempo sin verte, Santiago.
La cabeza rapada, los ojos dibujados a pincel como dos rayas en medio de una cara sin más datos. El resto, músculo sobre músculo, hasta compactar el metro setenta.
—Mucho tiempo, Vicky, deberías cuidar más de ti.
—Ya.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Vengo a tomar un café.
—Podría decirte que estás en el sitio adecuado, pero tú y yo sabemos que como cafetería este lugar resulta caro.
—Con leche.
El Croata le hizo un gesto a la chavala de dentro, que se inclinó solícita. Le susurró algo y ella despegó su cuerpo anguloso del borde de la barra para dejar al descubierto un tanga negro, un culo de melocotón y la desgana que a las ocho de la mañana provoca una preñada en la barra de un prostíbulo.
—¿Quién te manda? —preguntó el hombre mirando hacia la puerta.
—Nunca me ha mandado nadie.
La camarera regresó con un vaso de cartón humeante y cara de fastidio. En la sala, de una oscuridad sin relojes, sólo se aburrían otras dos rubias sucintas.
—Mira, tía —masculló el Croata—, tú tienes tus negocios y yo los míos. ¿Qué coño te pasa?
—Tranquilízate, Santiago —insistió ella, muy consciente de que cada mención del nombre era una bofetada de confianza—, sólo pasaba por aquí y me he dicho Vamos a ver a un viejo conocido y me tomo un café.
A medida que iba hablando, Victoria pudo ver cómo aparecían en la sala uno, dos, tres y cuatro hombretones jóvenes y neumáticos, seguramente convocados por la chica de la barra.
—Demasiada gente para una desvalida, querido, vas a hacer que me sienta halagada.
Pero el Croata no era el Conseguidor, y de un golpe seco de su palma contra la barra cortó el aire. Acercó su cara a la de la detective y mostró a la fiera.
—¡Basta de mierda! ¿Quieres conservar lo que llevas en la tripa o prefieres decirme algo?
Victoria conocía al Croata, lo conocía tanto como para llamarlo por su nombre, como para saber su nombre, lo conocía tanto como para saber que le gustaban las chiquillas secas sin tetas, las ojeras moradas y las heridas abiertas. Además de eso, sólo sabía que tenía que ganar tiempo. Había llamado a Estella, no podían tardar, le había dicho que en su despacho dejaba los informes bancarios de Adela, que se fijara en las sumas del padre, que ella se iba al Nighty, que tenía miedo, que no iba a detenerse y que le diera media hora, pero no más.
—Necesito una información.
El Croata pareció destensarse un ápice, nada, apenas un mínimo gesto en las ranuras veteranas de sus ojos. Necesito una información era, al menos, una frase que él entendía mejor que ponme un café. Sólo eso.
—Necesito una información que sólo tú tienes.
—¿Cuánto?
—Lo que pidas, claro.
—¿Con quién estás en esto?
—Sola.
—Tú nunca estás sola.
—Te equivocas. Yo siempre estoy sola.
—Dime.
—¿Quién mató a tu socio, al calvo pederasta?
El Croata soltó una risa viuda, volvió a golpear la barra, esta vez sin fuerza, y se soltó a reír afónicamente sacudiendo su cabeza calva como si negara algo tremendamente gracioso.
—¿Y para eso has venido hasta aquí?
Más risas.
—Claro.
—Júrame que has venido a mi casa sólo para que yo te diga quién mató a ese hijo de puta.
Los cuatro tipos que, al salir, habían ocupado lo que debían de ser puntos estratégicos de la sala, en aquel momento se habían juntado ya en el fondo y hablaban entre ellos. Dibujaban un bulto duro y aún nocturno. Victoria dedujo que la actitud de su patrón los estaba desconcertando.
—Me ofendes. —La detective consiguió un aire de total ofensa, preguntándose dónde andarían en ese momento el asesino del gordo, que a esas alturas le importaba ya poco, y Jesús, sobre todo Jesús. Y rogando para que no se les ocurriera moverse del prostíbulo en el que se habían instalado.
—Perdóname —contestó el otro sin dejar de reírse—, perdóname en serio. ¿Es que ya no tienes tratos con tu amigo del alma?
La detective supo que se refería al Conseguidor. A través de él había conocido al Croata cuando era Santiago. Los dos sabían.
—Claro que no, ¿por qué?
—Bueno, mujer, no te lo tomes así —hablaba con condescendencia, se le notaba cierto orgullo recuperado—. Es que no hay camino directo hacia el mal que no pase por él, ya sabes.
—No, no sé a qué te refieres.
—Ay, Vicky, Vicky, demasiado tiempo alejada de tu ambiente, demasiada tripa… ¿Quién puede localizar a un demonio y acceder a él si no es otro demonio?
De golpe, el Croata empezaba a esponjarse.
—Dímelo tú, Croata.
A Victoria no le pasó desapercibido, pese a que no les dirigió ni una mirada, que los secuaces del Croata se habían sentado en los sillones del fondo de la sala y les miraban con más tedio que interés.
—A ver, niña, como no eres tonta y sé que trabajas bien en lo tuyo, sabrás que el gordo del que hablas era consumidor de opio. Sabrás que era consumidor de infantiles. Sabrás que era, además, de lo peor.
La detective no pudo pasarlo por alto: consumidor de infantiles.
Pensó un segundo, porque no fue más de un segundo, que no había pensado en su tripa desde que entró en el club Nighty del Croata. Y también que le sorprendía no sentir nada, ni rabia ni nada.
—Sí —dijo—. Sé todo eso.
—¿Por dónde pasa el opio en esta ciudad? ¿Por dónde pasan los infantiles, los contactos, las transacciones? ¿En casa de quién está el nexo?
Tiempo, pensó entonces, ganar tiempo es imprescindible. Y más: ¿Cuánto rato llevo aquí? Estaba esperando y no pasaba nada. ¿Por qué no llegaban ya los hombres de Estella? ¿A qué estaban esperando? También empezó a pensar que se había equivocado mucho, que estaba en el sitio equivocado, en el caso equivocado y a lo mejor en la vida equivocada, pero eso lo pensó sin pararse a enunciarlo. No podía, ya no.
—Pero eso no responde a mi pregunta.
—¿Qué más da quién mató al calvo, niña? Quiero decir, ¿qué te importa quién lo ejecutó? Las claves para llegar hasta allí se las tuvo que dar tu amiguito. Y además, ¿qué coño te importa el calvo? ¿Para quién lo estás investigando?
Victoria entonces giró el cuerpo pesadamente hacia la barra, buscando en su café una salida a esa conversación que no sabía cómo seguir, y en el preciso instante en el que iba a coger el vaso de cartón, el recipiente de máquina pasillera en el que se lo habían traído, se abrió la puerta del club Nighty y apareció Genaro como una polvorilla convulsa. Más exactamente, aparecieron los brazos estirados de Genaro por delante de él, y aun antes de sus brazos, la Walter 9 milímetros como una promesa de verbena. Pero nadie se dio exacta cuenta, ni ella, ni el Croata que frente a ella sonreía satisfecho, ni los cuatro matones sentados al fondo, hasta que sonó el primer tiro como inicio de la traca, y luego otros tres, la verbena en todo su esplendor, a la que se unieron inmediatamente los fuegos artificiales procedentes de dentro, y Victoria sintió por detrás la embestida de un cuerpo que la tiró al suelo, el olor conocido de Jesús, y luego una patada en la cara y un pinchazo feroz en el vientre y, ya de lejos, muchos más ruidos que parecían fuertes y definitivos pero sólo eran un sueño feroz.
N
ada de lo que pasa me incumbe. Estáis ahí porque lo noto. No voy a abrir los ojos. Ya sé todo lo que ha pasado. Sé que lo peor no es lo que hemos descubierto y vosotros sabéis que lo sabré, pero no sabéis que lo sé. No voy a abrir los ojos. Hace demasiado tiempo que necesitaba esto, la cama de un hospital, dejarme, abandonarme a esto, tan aséptico, los hospitales no están en el mundo, los hospitales son paréntesis de vida. Estáis ahí, vosotros, los míos. Yo iba a hacerlo bien, al menos iba a hacerlo. Al menos iba a hacerlo.
En el hospital de la Santa Creu i Sant Pau cae la tarde de un día inicial de agosto que se desliza lamentablemente hacia las jornadas cortas. Por la red de túneles subterráneos que conecta todo el recinto corren los camilleros, gimen los operados, las limpiadoras arrastran sangres, apósitos y compresas y los enfermeros tratan de cruzarse con ésta o aquella doctora o viceversa.
En el pabellón de San Manuel, la detective Victoria González abre por fin los ojos.
—Ya lo sé. —No reconoce su voz, porque quizá no es suya.
A su derecha, sentada, su madre tiene cara de haber masticado los cigarrillos que no puede fumar. Más allá, Jesús asiente.
—¿Llegó Estella?
—Sí —su compañero no la mira de frente, fija los ojos en sus manos, más exactamente en el catéter que sale de su muñeca derecha—, llegó a tiempo, pero yo no pude parar a Genaro; y lo desbarató todo.
—Genaro…
—No, no sabemos qué pasó con él. En medio de todo el despelote, desapareció, como si no hubiera estado allí. Andan buscándolo aún.
—¿Qué ha pasado con Adela? Su padre…
Jesús se acerca y se sienta en el borde de la cama. Victoria tiene la misma sensación que cuando estuvieron, ¿hace tanto tiempo?, sentados al borde de la playa, después de que él llorara tanto y después de no largarse a Venezuela, que no es lugar para él, un hombre fuera de lugar.
—Vicky…
—Ya lo sé, Jesús, no estoy muerta, siento mi cuerpo.
—Lo siento.
—Yo iba a hacerlo bien.
—Ya lo sé.
—O no, compañero, o no. Pero al menos iba a hacerlo. Esto sí, iba a hacerlo hasta el final. Mi niña…
—Ibas a ser una madre estupenda.
Victoria piensa Éste no es sitio para ti, compañero, más vale que te marches, compañero del alma… En lugar de decirlo, vuelve a cerrar los ojos. Y sigue Mi querido Jesús, tan lejos de entender estas cosas de mierda, estas cosas que nada tienen que ver con la supervivencia, tu vida está lejísimos, en Venezuela o en Katmandú, tu preciosa vida delincuente, y yo lo siento tanto. Nada de lo que pasa me incumbe. Mi cabeza está con ellos ahora, yo soy ellos, los que me matan, ellos se me han cruzado dentro, son mi dolor que no tiene frontera. Ellos prescinden porque pueden hacerlo. Las madres, de las hijas; las hijas, de las nietas de las madres; los nexos, de los nexos mal unidos. Todo está en los informes de los bancos, informes de movimientos, ahí se cuenta la vida de estas gentes, ésa es su narración. Mi malquerida Adela, hija de la gran puta, en tu cuenta corriente está lo que una madre paga para que recuperen a sus hijas, para que se las roben a una madre seca, para recuperarlas, a las hijas que luego no irá a buscar. Ahí tienes tu encargo, «los culpables de todo esto en un sentido amplio».
Esto querías, ¿no? Esto, que llegara hasta ti, hasta tu amplio sentido, ni siquiera ser responsable de tu castigo. Para eso me pagaste, aquí estoy, ¿y para qué? Para darme cuenta de que ha acabado por salirme a mí más caro. ¿Cómo fuiste capaz, qué neurona se te descolgó para olvidar ese encargo de vida? En tu cuenta corriente está lo que una madre, tú, paga para que alguien la descubra, yo. Otra madre. Ja, madre… Y lo que una madre nunca llegará a pagar porque ningún castigo llegará jamás a rozarte, desclasada, inútil, asesina. Nada de lo que pasa me incumbe. Yo la he perdido. He perdido a mi niña, era mi pequeña, joder, a cambio de descubrir lo que una madre paga. La madre que prescinde porque puede. Nada de todo esto me incumbe ya.
FIN
Epílogo
E
n el momento en que la pareja sale del ascensor al amplio portal de mármol, la calle se dibuja en un parpadeo blanco y negro con el fogonazo de un rayo y vuelve a desaparecer más allá. Ella se agarra instintivamente a su marido, chasquea la lengua y se mira los zapatos. Ocho centímetros, piensa. Y luego: quién me manda a mí salir de casa, qué pinto en esa cena, aún estoy a tiempo de echarme atrás. Pero sigue andando y traspone el portalón de reja gruesa asida al antebrazo todavía fuerte. Afuera no ha roto a llover, pero la tarde es como una noche cerrada que amenaza sapos y culebras.
El extraño les corta el paso.
—Ese hombre ya no necesita ayuda.
Ella se fija en que lleva el pelo limpio, más: brillante, pese a que debe de ser un mendigo o un vagabundo. Tiene pelo como de niña, melena lacia color miel, melena de niña suave, dentadura del infierno, ojos de ámbar, uñas marfileñas, dientes amarillos, piel lisa de cuero brillante tensada por dos pómulos como albaricoques maduros. Parece un indio alto, o la máscara de cuero de la cara de un indio grande. El hombre pone su mano sobre el brazo de su esposa, aprieta y la mira con un gesto que ambos conocen: ni caso, ahora se aparta y seguimos, porque esto no ha sucedido.
—De todas formas, alguien tendrá que hacerse cargo.
El desconocido, lejos de retirarse, cambia el peso de una pierna a otra y señala hacia la entrada del aparcamiento que se abre a su izquierda tomando aire. El marido mete la mano que le queda libre en el pantalón y tantea en busca de monedas. Ella piensa y no dice Yo me subo a casa, que total no pinto nada en la cena, no voy calzada para la tormenta, tengo la jaqueca a mil.
—No tardará en llegar la policía.
La mujer vuelve a pensar lleva el pelo tan limpio que parece mojado, o quizás usa gomina, estos zapatos me están matando, qué tontería, un mendigo con gomina. Su esposo se ha quedado paralizado y empieza a mirar al tipo como si lo conociera, o como si no tuviera otro remedio que aguantar su charla. Y ella se comporta consecuentemente. La norma número uno de su marido es: si no nombras el conflicto, no hay conflicto. La norma número uno de su matrimonio es la misma. No les va mal así, se podría llamar sedación, no hace falta hurgar en el dolor, meter la uña en los errores hasta la infección. Su marido sabe de eso, los ginecólogos saben cómo amañar dolores finales. Todo puede ser mucho más fácil, verdaderamente es mucho más fácil.