Las horas oscuras (50 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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Dana bajó la mirada y suspiró.

—No tengo fuerzas para asistir al velatorio.

—Yo tampoco. Dios tenga en su alma a Galio. Teníamos la misma edad. ¿Cómo está Brigh?

Dana esbozó una triste sonrisa. Se preguntaba si Guibert hubiera deseado ser el objeto de las miradas de la bonita muchacha.

—Es muy joven. El tiempo la curará. —Entonces señaló el pupitre con las vitelas y los tintes—. ¿Has venido para buscar consuelo en tu oficio?

—El hermano Michel quiere que estudie con atención estos pergaminos, su vista ya no es la de antes —acabó confesando mientras ella se situaba a su lado.

—¿Vas a copiarlos?

—En realidad no, pero intentar hacerlo es la única manera de conocer la técnica del iluminador.

—¿Eso es importante?

—Para el abad y el hermano Michel sí.

Ella asintió en silencio. El novicio dejó la pluma en uno de los tinteros y rozó los fragmentos entornando los ojos. Dana señaló el del extremo.

—¿Es el cuarto? —preguntó—. ¿El de hoy?

Junto a la ciudad ardiendo, en el extremo superior aparecía un ángel idéntico al de los otros tres fragmentos. Hacía sonar su trompeta ante el sol y la luna, teñidos de negro en una tercera parte, como las estrellas a su alrededor. De la ciudad salían diminutos hombres y mujeres que vagaban perdidos entre las tinieblas, miraban hacia lo alto y tenían expresión de terror. Pensó en Mothair.

—Es el final de los tiempos —musitó, aterrada—. Eso es lo que está ocurriendo, ¿verdad?

Guibert luchó por no rehuir su mirada. La presencia de aquella mujer tan hermosa lo turbaba profundamente, pero no merecía frases entrecortadas ni remilgos.

—Las señales anunciadas en el Apocalipsis son cósmicas, en cambio lo que estamos padeciendo sólo afecta al monasterio y a quienes trabajan en su reconstrucción. El misterioso agresor es tan tangible como tú o como yo, y lo que pretende es que abandonemos este lugar.

Ella asintió, aliviada.

—Desde que ardió el andamio, he tenido la seguridad de que el culpable se hallaba entre nosotros, y yo creí saber quién era.

—Tu esposo, Ultán.

Ella se mordió el labio. Brian lo había descartado, y además tenía una buena coartada. Sabía que la lealtad de Guibert estaba fuera de toda duda, pero no pudo reprimir confesar la sospecha que la reconcomía.

—Brigh ha visto al autor, un monje, varias veces, y en el campamento aseguraban que su oscura silueta vagaba sin que los muros del convento fueran un obstáculo para él. —Al ver la expresión escandalizada del novicio se apresuró a corregir—: Yo no dudo de vuestra fe inquebrantable, pero ¿y si alguno de vosotros estuviera dominado por una fuerza superior?

—¿Estás hablando de posesión?

—En los Evangelios se narran casos similares.

—¡La fe en Jesucristo nos protege! —zanjó el joven.

Dana temió la respuesta pero decidió seguir adelante.

—He sido testigo de las amenazas de Michel a Brian. En cierta ocasión también me advirtió a mí. —Al ver el rostro horrorizado del joven trató de suavizar sus recelos—. Sé que lo estimas profundamente, pero su actitud es muy extraña y cada vez está más alterado.

—¡No sabes nada del hermano Michel! —le espetó Guibert con acritud, pero al momento se quedó pensativo. Sus labios temblaban y al final apuntó en un susurro—: Siempre se ha mantenido fiel a la comunidad. La abertura del túmulo lo afectó profundamente, al igual que al abad, pero… yo confío en él.

Ella asintió; era consciente de que el novicio callaba algunos hechos en el intento de proteger a su mentor. Entonces él la miró fijamente, como si valorara si podía confiarle sus pesquisas.

—Dana, escucha —comenzó con tiento, mirando de soslayo la puerta del
scriptorium
. Su mano se posó por primera vez sobre la de ella, que permanecía apoyada en la mesa. Aquel inesperado contacto la desconcertó; intuyó que Guibert se disponía a confesarle algo importante—. Tenemos algo.

—¿A qué te refieres?

Él señaló los cuatro pergaminos.

—Estas vitelas son especiales. Brian fue el primero en detectarlo y Michel pudo corroborarlo a pesar de que sus ojos cansados apenas perciben los detalles. —Tocó las vitelas para dar énfasis a sus palabras, pero habló con un hilo de voz—: ¡Sus trazos son semejantes a los del Códice de San Columcille! El enigma está en estas miniaturas, y si logramos descubrir quién…

—¿Guibert?

La figura encorvada del hermano Michel se recortaba en la puerta.

Dana dio un respingo.

—Hermano, Guibert me comentaba…

—Sé lo que te decía, y yo te aseguro que sólo son conjeturas —cortó Michel secamente.

—Pero…

—¡No insistas! —la reprendió mientras se hacía a un lado invitándola a salir—. Indagar en estos hechos no te hará ningún bien.

Dana sintió que su sangre bullía encolerizada y se encaminó con determinación hacia la salida. Miró soliviantada al monje, pero cualquier rastro de recelo había desaparecido de su rostro: se topó contra el muro pétreo, anguloso y pálido de su semblante.

—Este lugar ya no es seguro, Dana —concluyó con un leve matiz de advertencia en sus ojos flamígeros—. Es hora de que te plantees tu futuro y el de Brigh.

En cuanto se envolvió en la capa y salió al exterior, las lágrimas afloraron. Aquella muestra de desconfianza había sido un duro revés. Su mundo en el monasterio se desvanecía. Tal vez aquellos extraños
frates
la habían confundido desde un principio. Deseó buscar a Brian, pero las sospechas que tenía sólo servirían para lacerar su noble alma.

Quizá los habitantes de Mothair estaban en lo cierto… Alguna clase de malignidad se había instalado en el alma de alguno de los monjes. De ser así, ella y Brigh estaban condenadas.

Capítulo 60

Morann y Cormac, sentados a la mesa larga de banquetes, se miraban fijamente en silencio. En un rincón de la sala, junto al fuego, Ultán aguardaba inmóvil con la espalda pegada al muro, como si formara parte del escaso mobiliario. Aunque el astuto Brian lo mantenía la mayor parte del tiempo en las canteras, él se las arreglaba para oír los testimonios y rumores que circulaban en el campamento e informar puntualmente al monarca. Las obras se habían interrumpido, pero las desgracias no parecían doblegar la firmeza de los monjes. El cenobio poseía la fortaleza y la voluntad de su santo patrón.

Esa tarde aún no había tenido oportunidad de hablar. La presencia de Morann, profundamente agitado, lo apocó y, al ver que ni el obispo ni el rey pedían su palabra, prefirió retirarse a una esquina en silencio. Anhelaba salir de allí cuanto antes.

A través de las ventanas se filtraba el rumor de la muchedumbre congregada desde el amanecer ante la puerta de la fortaleza. De vez en cuando, un grito rasgaba el aire y era coreado por multitud de voces.

—¡Su sufrimiento es el mío! —dijo entonces el obispo. Su natural carácter afable se había agriado desde los disturbios de la noche anterior.

Cormac soltó un gruñido gutural.

—En parte, vos sois responsable de lo ocurrido. Protegisteis a Brian y habéis intercedido por él todo este tiempo.

—Le advertí que la abertura del túmulo traería la desgracia, ¿acaso no lo recordáis? Ahora lamento haberlo defendido, jamás pensé que un humilde monje benedictino se dejara seducir con tanta facilidad por las tradiciones paganas… He condenado en repetidas ocasiones la violación de ese maldito túmulo. Sólo deseo que se marchen y que la paz regrese a esas ruinas y a Clare.

Enfrentados en la mesa, se miraron un instante. Ambos tenían razones para callar lo que sus mentes gritaban.

—¡Sois un hombre de Dios! —estalló Cormac, incapaz de sostener la encendida mirada del prelado—. ¡Deberías saber interpretar lo que está ocurriendo!

—Creedme: no os gustaría escucharlo.

El monarca, sin contener la frustración, apartó de un manotazo las copas metálicas, que repiquetearon contra las losas del suelo. El licor se esparció y su aroma despertó la ansiedad de Ultán.

—Mis súbditos tienen miedo y exigen mi protección. Me entregan parte de sus cosechas, el mejor cerdo de la piara, los novillos más tiernos… Tal vez en estas circunstancias les asista el derecho a requerirme. También los jueces Brehon me exigen que reaccione… Los druidas, en cambio, callan.

—¡Ellos alentaron el sacrilegio de Brian de Liébana! —Morann se levantó y comenzó a caminar por la estancia, fuera de sí; al poco se volvió y señaló al monarca con el dedo—. Estamos de acuerdo en que los monjes deben desalojar San Columbano, pero ¿qué pensáis hacer?

—¡Deshacerme de ellos!

—¿Atacar un monasterio benedictino como si fuera una cueva de malhechores? —El obispo sacudió la cabeza—. Su llegada fue aceptada por los abates de Kells y Glendalough. ¿No recordáis la recomendación de la abadesa Chiomara de Kildare?

—¡Esto es Irlanda, obispo! Aquí nos regimos por nuestras leyes y no por religiosos romanos de carnes fofas.

El otro se dejó caer en la silla y apoyó los codos en la mesa para dar más énfasis a sus argumentos.

—Veo que no lo entendéis. La Iglesia celta está sometida a Roma, así quedó sellado en el sínodo de Whitby, en Northumbria, hace dos siglos. La discusión entre celtas y romanos versó sobre la fecha de la Pascua, pero lo que se debatía en el fondo era el problema de la sumisión. —Sus ojos brillaron casi con frustración—. No hubo batallas dialécticas ni discursos trascendentales. Fueron hombres prácticos. Los celtas veneramos los huesos de san Columcille, al que invocamos en todas las ceremonias, y los romanos los de san Pedro. —Sus palabras resonaban con cierta sorna—. La jerarquía establecida por Cristo se impuso: sus huesos son más santos que los nuestros y, por tanto, Roma es más grande que Iona. —Chasqueó la lengua—. Nadie quería enojar al apóstol que guarda las llaves del cielo.

El monarca agitó la mano con desprecio.

—No es momento para chácharas de clérigos.

El obispo golpeó la mesa con fuerza. Sus ojos refulgían.

—¡Esos monjes cuentan con la protección de una influyente liga de abates y un puñado de obispos dispersos por Italia y Francia! Es posible que el mejor amigo de Brian de Liébana sea nada menos que Gerberto de Aurillac, consejero del emperador germano Otón III y amigo del Papa. ¡No me sorprendería que llegase a ocupar la silla de san Pedro! Sabemos que la correspondencia entre el prelado y Brian es fluida y rápida. De hecho, lo que no comprendo es por qué el abad no ha denunciado vuestros actos.

—¡Éstos son mis dominios! ¿Qué pueden hacer un puñado de monjes aislados tras el colérico mar?

El tono burlón del monarca sólo sirvió para exasperar más a Morann.

—¡En toda Irlanda no hay cristiano más devoto que Brian Boru! ¿Cómo creéis que reaccionará si el hecho se le expone como un crimen contra la Iglesia?

La copiosa ingesta de vino no pudo evitar que Cormac palideciera.

—Entonces, ¿debo ignorar lo ocurrido? ¿Desoír el clamor del pueblo? —insistió el monarca, desesperado.

—No os equivoquéis. —El prelado se inclinó hacia Cormac—. Gobernáis un territorio que sólo cuenta con un puñado de aldeas. Siglos de paz os han hecho olvidar los peligros de una guerra: preferís llenar vuestra fortaleza de muchachas de piel blanca y pechos turgentes antes que de soldados. Este territorio siempre ha pertenecido al clan O’Brien, y Brian Boru os permitirá seguir gobernándolo mientras le rindáis pleitesía y no le causéis vergüenza. Ya no es ningún secreto que el líder de Munster alberga un ambicioso plan para dominar la isla. Su expansión desde el sur está siendo un éxito, ni siquiera el gran rey de Tara podrá detenerlo. Pero no son territorios lo único que anhela. Desea extirpar para siempre la imagen de nuestros reyes: rudos caudillos de hordas de saqueadores que recorren sus tierras exigiendo tributos y dádivas. Sus aspiraciones van más allá: pretende erigirse como elegido de Dios, con toda la parafernalia y simbología religiosa que envuelve a los sacros emperadores y reyes del continente. —Clavó su mirada en Cormac—. ¡Imagen que se verá dañada si uno de sus súbditos arrasa un monasterio de benedictinos bien relacionados!

—Pero el ataque…

—¿Argumentaréis que somos víctimas del Maligno? —replicó Morann sin permitir que el otro acabara la frase—. ¿Que el final de los tiempos comienza en estos acantilados? ¿Creerá que un grupo de monjes ha esparcido el mal en vuestros dominios?

Cormac se pasó la mano por la frente, cubierta de gotas de sudor frío. No era un gran estratega, no le hacía falta para mantener el orden en sus valles, pero sabía que su gobierno, e incluso su vida, pendía de un hilo si causaba la ira del invencible Brian Boru. La extensión de sus dominios era imparable; cada día llegaban noticias de nuevos territorios conquistados.

El obispo se acercó a la alacena, tomó una copa y se escanció un poco de vino que apuró de un trago. Su mirada se posó por primera vez en el callado Ultán y lo observó durante un instante. El antiguo soldado ansió fundirse con el muro en el que se apoyaba.

—Pero ya me habéis oído antes —prosiguió Morann volviéndose de nuevo hacia Cormac—. Coincido con vos en que han traído la desgracia a este pacífico lugar, pero ellos son los primeros que están sufriendo las consecuencias. Sin duda estarán planteándose marcharse de allí, y debemos confiar en que así sea. Haríais bien en convocar a Brian y transmitirle el pesar de nuestro pueblo. Es un hombre razonable.

Cormac sonrió cínico.

—¿Por qué no vais vos allí en calidad de obispo? ¿Acaso tenéis miedo? Sólo pisasteis una vez el monasterio, y me implorasteis que regresáramos de inmediato.

Ultán observó que la palidez del prelado se tornaba púrpura y que sus manos comenzaban a temblar; se preguntó qué había causado aquella extraña reacción.

—No os inquietéis —indicó Cormac mientras buscaba otra copa y se arrellanaba complacido—, sé cómo conseguir que esos malditos monjes nos dejen en paz.

Morann lo miró con recelo.

—No pretenderéis…

—Ningún monasterio de Irlanda es un lugar seguro. —El monarca sonrió taimado—. Todos se han visto saqueados alguna vez desde su fundación. Kildare fue reducida a escombros, al igual que Bangor, Moville, Clonmacnois, incluso Glendalough ha sido saqueada en varias ocasiones a lo largo de los siglos.

Cormac hablaba con la mirada fija en la mesa, la misma que durante décadas había acogido grandes banquetes e inconfesables excesos. Por primera vez en muchos años, sentía que el agradable efluvio del poder se escurría de sus manos y tenía que tomar una decisión.

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