—Debes guardar esta enseñanza, pues la biblioteca de San Columbano será como ahí se describe. El claustro servirá de guía a los futuros monjes, pero todo se ha inspirado en este códice.
Ella lo miró emocionada: los monjes, por decisión de Brian, ponían en sus manos su bien más preciado: la biblioteca. Sin embargo, era consciente de que el monasterio vivía momentos delicados, el recelo de la población de los valles cercanos aumentaba día a día. Sólo los druidas elevaban sus voces en defensa de la restauración de San Columbano. Si eran atacados u obligados a marcharse, probablemente no tendrían tiempo de llevarse los libros. Comprendió, sobrecogida, que la comunidad le encomendaba a ella, una simple mujer, la labor de custodia en caso de que la voluntad divina diera la espalda a San Columbano. También era consciente de que no todos estaban de acuerdo.
Mientras tanto, Galio deambulaba cerca de la cabaña tratando de hilar los retazos de frases que se colaban a través del mimbre de las paredes cuando escuchó otra voz. Movido por la curiosidad, rodeó la construcción y se acercó con sigilo al herbolario. Desde el vano de la puerta entreabierta vio que Brigh recitaba en voz alta un poema. Pero de pronto la muchacha calló. Había intuido que había alguien y con una rapidez pasmosa se volvió hacia Galio, que no tuvo tiempo de retroceder. Brigh, nerviosa, se pasó una mano por el pelo mientras el joven aprendiz cruzaba el dintel sin saber muy bien cómo excusar su indiscreción.
—Dana no está… —indicó ella, cohibida, imaginando que había venido a cumplir un recado.
—Lo sé, está en el taller. —Paseó la mirada por la estancia. Podía irse, pero era la primera vez que estaban a solas y la sensación le gustaba—. Eso que recitabas… sonaba extraño.
Ella sonrió. Su corazón palpitaba tan fuerte que temió que él lo notara saltar bajo la túnica.
—«Halcón hoy, jabalí ayer… ¡Hermosa fluctuación!…» Es un poema muy antiguo: «El viaje de Bran». —Entonces entrecerró los ojos para dar más énfasis a sus palabras y añadió—: Estos versos los canta el brujo Tuan Mac Cairill…
Galio abrió la boca, asustado, y ella soltó una carcajada. Sabía lo temerosos que eran los cristianos del continente y le divertía escandalizar al joven extranjero.
—No deberías leer esas cosas… —musitó Galio con gravedad. Y a continuación se vio en la obligación de advertirle—: Si los monjes se enteraran…
La muchacha estalló en una nueva carcajada alegre ante la ingenuidad de Galio.
—¡Fue el hermano Eber el que copió para mí estos versos de las varas de Filí que han encontrado!
Aquella revelación dejó atónito al joven, que entornó los ojos, suspicaz. Parecía que los irlandeses disfrutaban de sus historias antiguas sin valorar si eran adecuadas. También el monje se dejaba arrastrar por su sangre celta.
Brigh miraba a Galio con admiración. Había visto cómo trabajaba la piedra e imaginaba su brillante porvenir. Tenía diecisiete años pero se comportaba como un adulto; sus ojos irradiaban serenidad y nobleza. Los rizos cobrizos, que le llegaban casi a los hombros, se veían deslustrados por el polvo y las esquirlas de piedra; vestía una túnica gastada y remendada incontables veces, pero a ella le parecía tan imponente como un príncipe. Alentada por Dana, a Brigh le gustaba aprender poemas irlandeses, llenos de héroes, osadas mujeres, amores apasionados, druidas, brujos, magia… porque era el modo que había encontrado de llamar la atención de aquel apuesto joven que desde los trece años trabajaba entre los muros de los monasterios con su maestro Rodrigo de Compostela.
Galio se acercó y miró el pequeño pergamino que ella sostenía. Luego miró a Brigh y permaneció embelesado durante demasiado tiempo. El silencio resultaba turbador, pero no sabía qué decir para demorar su estancia allí. Finalmente fue ella la que preguntó:
—¿Quieres que te lo recite?
—No sé si debo escucharlo…
Al ver la pícara sonrisa en el rostro del joven, ella rió aún más fuerte para disimular la emoción que la embargaba.
La fría humedad del río Shannon a su paso por la fortaleza de la ciudad de Limerick se filtraba hasta las sórdidas mazmorras subterráneas. La única antorcha apenas lograba combatir las tinieblas del largo corredor, pero alcanzaba a iluminar los charcos en la tierra oscura y fangosa del suelo. De las estrechas celdas surgían lamentos y gritos. La mayoría de los reclusos, hacinados sobre mugrientas esteras de esparto infestadas de piojos, se retorcían sudorosos manoteando la perenne oscuridad de aquel lugar de dolor y olvido.
—¡Ya está aquí! —gritó una voz acompañada de una febril risotada—. ¡Siento su oscuridad!
—¡Cállate, Llochru!
El carcelero recorrió el corredor mascullando insultos. Aquel preso llevaba más tiempo que él en el agujero y nadie recordaba cuándo había perdido la razón. Eran tantos sus crímenes sangrientos que habían borrado en él todo rastro de cordura, pero pocas veces hablaba o reía. Sin embargo, esa lóbrega noche parecía fuera de sí.
El único vigilante de las mazmorras ansiaba que llegara el amanecer para salir de allí. Poco antes de descender al subterráneo había observado la niebla sobre el Shannon, más espesa y gélida de lo habitual. No era un buen presagio, y para colmo los presos sufrían sueños inquietos y se comportaban como bestias nerviosas ante un peligro invisible.
Cuando llegó a la oxidada reja, tomó un guijarro y se lo lanzó al preso sin piedad.
—¡Si despiertas a los demás, te daré otra paliza!
Tomó la antorcha y trató de atisbar el fondo de la celda. El preso no gemía ni se había refugiado en las sombras como hacía siempre. Sus ojos, enturbiados por la enajenación, permanecían fijos en él. Sonreía de manera siniestra. Al vigilante se le erizó el vello.
—Oigo sus pasos sobre las losas de arriba… —susurró Llochru gesticulando exageradamente—. Se acerca a la escalera…
El guardia tragó saliva e, incapaz de sostener por más tiempo aquella mirada, se apartó de la reja. Un mal augurio le atenazó. De pronto se oyeron alaridos procedentes de otras celdas y empezó a temblar. La noche parecía dominada por espíritus infernales.
¿Qué ocurría?
No pudo controlar el terror y corrió hacia la salida. El abandono del puesto en la fortaleza vikinga era duramente castigado, pero lo soportaría con tal de no volver a ese lugar en mucho tiempo. En su desbocada carrera tropezó y perdió la antorcha. El castillo de Limerick no era antiguo, sus recios muros habían sido levantados por el vikingo Thormodr Helgason a principios de siglo, pero décadas más tarde había sufrido los ataques de hordas vikingas de Dyflin y el asedio de Ceallachan, aliado con Munster. Las entrañas de la fortaleza no habían sido reparadas y el carcelero maldecía cada obstáculo que le retrasaba.
Llegó a la escalera resoplando, pero entonces sus músculos se negaron a seguir: paralizado y boquiabierto, vio descender una negra sombra que parecía arrastrar tras de sí la niebla del exterior, y a continuación, sin poder reaccionar, unas manos pálidas lo lanzaron al enlosado. Trató de escapar a rastras de aquel ser ominoso, pero el pánico le nublaba la razón y supo que iba a morir sin remedio. Al ver los dientes afilados del atacante, notó un fuerte dolor en el pecho. Luego inclinó la cabeza y vio con horror la empuñadura en forma de dragón de una daga clavada en su tórax.
Los alaridos del desdichado carcelero, mezclados con el sonido de la tela al rasgarse y un siniestro crujido de huesos, llegaron hasta el último rincón de las mazmorras. Los presos se alteraron aún más. Murmullos y oraciones reverberaban en los enmohecidos muros mientras se acercaban unos pasos amortiguados por el barro.
—¡Es Satán! —gimió uno de los prisioneros santiguándose.
—¡La malvada Morrigan ha regresado! —balbució otro al ver la sombra encapuchada pasar ante la celda.
—¡Salvadme, señor, y os serviré con mi vida! —gritó Llochru asiéndose a la reja.
El inesperado visitante tomó la antorcha que aún ardía en el suelo y la levantó. Los presos, agolpados en las puertas, contuvieron el aliento al ver la siniestra cabeza calva de nívea piel. El brillo de sus pupilas cautivó todas las miradas y sus ojos se abrieron horrorizados al ver su puntiaguda dentadura. Alzó la mano lentamente y mostró algo viscoso y humeante en el gélido ambiente del subterráneo.
Era el corazón del carcelero; aún goteaba sangre. Los cautivos gritaron aterrorizados, pero ninguno de ellos fue capaz de regresar al fondo de la celda.
—He venido de muy lejos para mostraros el Paraíso si me seguís como fieles corderos.
Los hombres, andrajosos y famélicos, se miraron unos a otros. Las mazmorras de Limerick eran la antesala del infierno. Encerrados por terribles crímenes, condenados sin remisión, sólo ansiaban la llegada de la muerte para liberarse de su mísera existencia. Las palabras de aquel ser extraño, en un gaélico mal pronunciado, ardían en sus cabezas y los aturdían como un fuerte licor.
—El Paraíso… —musitó el viejo enajenado, paladeando como si saboreara miel.
El siniestro visitante arrojó la víscera en el interior de una de las celdas y al momento los presos la pisotearon con furia, vengándose así del trato vejatorio dispensado por los carceleros.
—No tengo mucho tiempo. Quien desee seguirme verá la luz del sol una vez más pero aún no será libre, me servirá con su vida hasta que la sagrada misión para la que he venido a esta isla termine. Después, un fabuloso Edén aguarda a los más fieles; los demás conocerán ese destino. —Señaló el corazón aplastado.
—¿De qué Paraíso habláis, extranjero? —osó preguntar uno de los cautivos; su desesperación le hacía más audaz que al resto.
El interpelado mostró de nuevo su siniestra sonrisa, como si hubiera estado aguardando esa pregunta. Sin decir nada, sacó un pequeño incensario de plata de debajo de la capa. Lo abrió y acercó el sahumerio a la llama de la antorcha. Cuando empezó a humear, lo dejó en el suelo.
Una neblina azulada acompañada de un penetrante olor se esparció por el corredor, penetró en las celdas y enturbió sus mentes. Pronto se escucharon algunas risas extraviadas. Una capa de sudor cubrió la mugre de sus rostros.
—¡Cerrad los ojos y contemplad lo que os aguarda si me servís!
Los que obedecieron no tardaron en sonreír y balancearse como si danzaran con jóvenes doncellas.
Esa noche los presos de Limerick vivieron fantasías y delirios que colmaron sus dichas. La sustancia que ardía en el sahumerio los transportó a una región donde el horror no tenía sentido. Fue una visión efímera que se desvaneció en cuanto las resecas hojas y semillas dejaron de humear, pero al despertar ya eran prisioneros de un incontenible anhelo. Se miraron unos a otros parpadeando, asqueados y horrorizados ante el regreso a la terrible realidad.
Eran esclavos.
Se postraron, asidos a las rejas de las celdas, y aquella negra figura alzó los brazos con gesto amenazante y sonrió triunfal.
—¡Éste es mi ejército, Brian! —exclamó—. El esperado momento por fin está cerca…
El cuarto ángel se abatió sobre San Columbano la séptima noche después de la llegada de Rodrigo de Compostela, dos horas después de que la comunidad se recogiera en sus celdas tras el rezo de completas.
Brian abrió los ojos, alertado por su instinto, y se levantó de un salto. Recorrió la oscuridad de la celda empuñando la daga que guardaba bajo el jergón de paja. Parpadeó e intentó orientarse en las tinieblas. El silencio era absoluto, amenazante. Pero percibía que no estaba solo y todos sus músculos se tensaron para repeler el ataque. Revisó cada rincón de la celda hasta detenerse en la estrecha puerta. El vello se le erizó al comprobar que estaba entreabierta. Una silueta permanecía de pie bajo el dintel y lo observaba fijamente.
El pánico inicial dio paso al desconcierto cuando sospechó su identidad.
—¿Brigh?
Ella no respondió. Su cuerpo temblaba bajo la capa. El abad se acercó con cautela y le tomó el rostro entre las manos. Las mejillas estaban frías por la humedad de las lágrimas.
—Está ocurriendo —susurró por fin la muchacha—. He sentido su presencia y he venido a avisaros…
El abad sitió un escalofrío y la abrazó para tratar de calmarla. Fue entonces cuando notó algo en el ambiente: un rumor sordo, lejano, y un hedor acre.
—¡Espera aquí! —le ordenó.
Daga en mano, corrió por el claustro desierto hasta salir a la explanada que se extendía ante el edificio principal. El corazón le dio un vuelco.
—¡Dios mío!
El
rath
de Rodrigo ardía como una tea, pero aún seguía en pie. Comprendió que el incendio se había desatado hacía apenas un instante, Brigh ni siquiera debía de haber visto las llamas al encaminarse hacia las celdas. Sin perder un segundo, corrió hasta la
nola
y avisó a los
frates
. Luego volvió a la cabaña rogando a Dios que el cincelador y los dos muchachos hubieran podido salir a tiempo. Se detuvo a pocos pasos y se protegió el rostro con las manos. El fuego consumía el mimbre con excesiva virulencia.
—Deben de haberla rociado con alcohol o algo parecido —informó Eber situándose a su lado, jadeando—. ¿Dónde están?
Sin pensarlo, Brian se cubrió la cabeza con la capucha y penetró en aquel infierno. El calor y el humo lo aturdieron al instante; supo que debía salir sin demora o moriría asfixiado. Algo le hizo dar un traspié y se agachó. Ropa. Un cuerpo. El fuego que prendía la tela mordió sus dedos, pero agarró la prenda con las dos manos y, arrastrándola, retrocedió hacia la salida. Vio una sombra que pasaba por su lado. Con ojos llorosos identificó a Adelmo que, con el hábito empapado, corría hacia el infierno en busca de los otros. El abad salió y comenzó a boquear aire fresco. Los monjes le echaron cubos de agua para apagar el hábito, que ya humeaba. Entre ellos divisó a Dana, horrorizada ante el desastre. Sus miradas se cruzaron un instante y en la de ella vislumbró alivio al verle ileso. En el suelo, con la ropa casi consumida, estaba Muhammad, inconsciente. Entonces los monjes gritaron y corrieron hacia el veneciano, que salía con Rodrigo a rastras. El hispano se retorcía gimiendo, desorientado.
Brian, sin aire casi, se disponía a volver a entrar cuando la cabaña se hundió y una columna de fuego los obligó a retroceder.
—¡Galio! —gritó Dana con las manos en el rostro.
Las vanas esperanzas de los presentes se hundieron como el
rath
. Una hoguera gigantesca iluminaba la gélida noche. A los pies del túmulo, los artesanos golpeaban la puerta de la muralla y gritaban alarmados. La siniestra catástrofe era visible desde el campamento.