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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (22 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Parecía que tenía algo en las manos, pero estaba de espaldas y ella no podía identificar qué era. De pronto el monje abrió las piernas, levantó la mano derecha y el bruñido acero de una espada de hoja corta reflejó el sol; su filo había sido el origen del destello.

Dana observó impresionada la danza de Brian sobre los resbaladizos cantos negros. Con movimientos precisos, de experto guerrero, hendía el aire con su arma, volteándola y estocando con pasmosa habilidad. Ella siempre había sospechado que era algo más que un hombre de Dios… Sin embargo, a pesar de las semanas transcurridas, Brian seguía siendo un profundo enigma, se mantenía hermético sobre su pasado. Bajo el brillante sol se le revelaba una intrigante faceta que la hechizaba.

El monje imprimió más energía al entrenamiento; aceleró los ejercicios, saltaba, giraba por el aire y rodaba por el pedregoso terreno con la agilidad de un felino. Cada gesto era ejecutado con pavorosa precisión; el invisible adversario se enfrentaba a un luchador formidable. De pronto se detenía y esperaba completamente inmóvil, en un estado contemplativo, para retomar con reflejos de acero la agresiva danza de fintas y contorsiones que escapaban a la vista. El solitario duelo no parecía un juego para amenizar la tediosa existencia de recogimiento y oración, sino el resultado de años ejercitando una depurada técnica digna de un guerrero de profesión.

Brian clavó la espada entre las rocas y dejó caer el pequeño paño que le cubría la entrepierna. Dana contuvo el aliento pero fue incapaz de apartar la mirada. Brian, con el cuerpo brillante por el sudor y el reflejo del sol en su piel, se internó en las gélidas aguas y nadó mar adentro con largas brazadas. Dana, que imaginaba lo que sucedería a continuación, quiso retirarse pero no se movió, y en ese momento él salió de las aguas. Luchó consigo misma para volverse pero no pudo. Él sonreía tras el refrescante baño. Una turbadora sensación la acometió inesperadamente. Sentía el tibio sol calentando su túnica, el rubor en sus mejillas y el corazón latiendo con fuerza en su pecho. Su cuerpo despertaba después de un letargo de años.

Absorta como estaba, no reaccionó cuando Brian, como si percibiera que era vigilado, dirigió la vista hacia la cumbre del acantilado. Dana, avergonzada, se encogió tras la roca mientras respiraba agitadamente. ¿La había visto? Se maldijo por no haber sido más cauta. ¿Qué pensaría? ¿Cómo iba a mirarle a la cara después de eso?

Lentamente se irguió lo justo para mirar hacia la rocosa cala. No había ni rastro del monje, como si todo hubiera sido una sugestiva fantasía de su mente. Sin embargo, la sensación de vergüenza perduraba y comenzó a barajar las excusas que esgrimiría en caso de que él la hubiera descubierto.

Mientras decidía si moverse o no, la paz del lugar se quebró por el tintineo de cencerros y el sonido de algunas voces. Intrigada, se levantó y ascendió hasta el borde del acantilado. La inesperada escena la dejó sin habla: por el camino de la pradera avanzaban tres carruajes enormes tirados por recios bueyes seguidos de cinco mulas cargadas con grandes alforjas. El pánico pasó en cuanto se dio cuenta de que no parecía cosa de Cormac. Junto al carretero que conducía el primer carro iba un hombre vestido con una cogulla oscura idéntica a la de Brian. A su espalda, la lona cubría al menos a tres más que, asomados, admiraban boquiabiertos la belleza esmeralda del paisaje.

—La comunidad de
frates
… —musitó recordando las palabras del clérigo.

Una oleada de desasosiego la acometió. Había precisado semanas para habituarse a la compañía de Brian y ahora las cosas iban a cambiar. Tuvo el súbito deseo de correr hacia la espesura del bosque y olvidarse de aquella absurda aventura en el monasterio, pero en el momento en que comenzó a caminar algo la detuvo. El monje que acompañaba al carretero la había visto. Tendría unos cuarenta años, una fina barba pelirroja y tez pálida, pero lo que la retuvo fue su sonrisa. Sin duda no esperaba encontrar a una mujer joven, de rubia trenza a un lado, en aquel inhóspito lugar, y la sorpresa le causó gran regocijo. Este gesto cordial fue para Dana crucial, y decidió concederse una oportunidad. «Eres libre», le había dicho Brian casi cada día. Contendría sus recelos al menos hasta saber qué ocurriría a continuación.

Mientras la comitiva pasaba ante ella, tuvo que responder a los saludos amistosos de los carreteros y las bendiciones de los sorprendidos monjes. Los siguió en silencio. Cruzaron la vieja muralla y ascendieron trabajosamente la pendiente hasta detenerse en la verde explanada entre las ruinas. En ese momento el monje pelirrojo saltó al suelo y se inclinó para acariciar con los dedos de las dos manos la suave hierba que cubría la planicie.

—¡Este lugar parece sacado de las antiguas leyendas! —exclamó, fascinado.

—Sí, y se alza en el último lugar donde al Altísimo se le ocurrió separar las aguas… —rezongó otro con voz hosca desde el interior del carro.

Los carreteros y varios monjes bajaron de los carruajes para estirar las piernas y aspirar el aire limpio y fresco del promontorio. Dana dudaba si debía acercarse a los recién llegados. Contó a seis hombres con hábito clerical y al menos a otros siete vestidos con camisa y calzas y cuyas facciones los delataban como isleños.

De pronto percibió una sombra a su lado y, antes de que pudiera reaccionar, Brian les salió al paso con una cálida sonrisa en los labios y el pelo mojado. Dana de nuevo notó en sus mejillas un rubor delatador, pero el monje le dirigió una mirada animosa y le hizo señas de que lo acompañara. Si la había descubierto espiándole, no dio muestras de ello.


Dominus vobiscum
! —exclamó Brian abriendo los brazos en señal de bienvenida.


Et cum spiritu tuo
! —respondieron los monjes al unísono con el mismo entusiasmo.

Abrazó efusivamente a cada uno de los recién llegados susurrándoles palabras al oído que ellos contestaban con leves asentimientos o frases cortas.

—¿Habéis tenido un buen viaje?

—El trino de los pájaros, las olas del mar, los cantos de los marineros… todo se mezclaba con las constantes quejas del hermano Michel —explicó uno de los más jóvenes causando las risas del resto, incluido Brian—. Por lo demás, ha sido como la placidez de una buena siesta.

El tal Michel, un hombre de edad avanzada y aspecto extraño, torció el gesto fingiendo sentirse ofendido.

—¡De no ser por mí, habríamos llegado para el solsticio de verano! El hermano Adelmo quería detenerse en cada isla, en cada ermita, en cada aldea… —los demás asintieron sin perder la sonrisa—, pero, claro, ¿qué se puede esperar del inquieto trasero de un veneciano?

La sorprendida Dana los veía reírse sin reparos. Eran más que una comunidad de piadosos monjes; un vínculo, tan firme como las rocas circundantes, los unía, y tal vez por eso se hablaban entre ellos sin el comedimiento que ella recordaba de otros cenobitas. Incluso los carreteros sonreían, acostumbrados a las animadas discusiones que los habían entretenido durante el largo trayecto desde Dyflin, el lugar en el que habían desembarcado, según explicaban.

Dana se había dejado llevar por esas reflexiones cuando se dio cuenta de que se había hecho el silencio y que todas las miradas convergían en ella.

—Es Dana —explicó Brian con naturalidad—. La historia que la ha traído hasta aquí merece un contexto más apropiado. Hablaremos de este asunto en el capítulo. —En ese momento le hizo un gesto con la mano y añadió—: Ven, acércate.

Los monjes formaron un semicírculo a su alrededor. En sus rostros vio desde muestras de admiración hasta la profunda mirada cautelosa del hermano Michel. En su fuero interno agradeció entender el latín. Al primero que Brian señaló fue al risueño monje al que el anciano había identificado como veneciano.

—Es el hermano Adelmo de Venecia; como tendrás ocasión de comprobar, no puede negar el espíritu indómito de su linaje de comerciantes.

Después Brian se volvió hacia uno de los más jóvenes, que no podía disimular su desconcierto. Tenía unos veinticinco años, rasgos delicados, casi femeninos, y una escasa barba rubia un tanto descuidada debido al viaje. Sus ojos reflejaban una profunda inteligencia y una serenidad impropia de su juventud.

—Nuestro hermano Berenguer de Ripoll —dijo Brian con orgullo—, hijo de condes catalanes. Por sus venas corre sangre de reyes, pero él ha preferido ofrecérsela al Altísimo…

A continuación señaló al monje de mayor edad, de aspecto circunspecto. Dana sintió un escalofrío que al hombre no le pasó desapercibido. Era completamente calvo y de una delgadez extrema. Había superado los sesenta años pero tenía un aspecto recio. Su piel acerada tenía un tinte siniestro que parecía mitigar con las arrugas de la edad. Viendo sus marcadas facciones, Dana se preguntó si en su juventud habría sido terrorífico o inmensamente atractivo. Tampoco supo determinar si era germano, vikingo o de algún lugar aún más remoto. Tenía grandes orejas pegadas a la cabeza, y en el flácido lóbulo izquierdo, un agujero como si en el pasado hubiera lucido un grueso anillo; pero lo que más llamó su atención fueron sus pequeños dientes, como si apenas hubieran brotado de las encías. El hombre la observó con gran fijeza; ella supo que sus ojos demasiado claros podían leer su alma y luchó por no revelar la desazón que le había causado.

—Veo que la presencia del hermano Michel de Reims te ha sobrecogido —comentó Brian—. Suele ocurrir. Pero no te dejes guiar por su gesto huraño; tienes ante ti a uno de los hombres más sabios de Europa.

Dana pensó que ese hombre parecía irradiar una leve aura de frío. Pero los monjes, en cambio, lo miraban con veneración.

—¡Y su pasado llenará esta biblioteca de relatos y aventuras! —exclamó Adelmo golpeando con afecto la espalda del de mayor edad, quien respondió a las risas con un gruñido, aunque en el fondo parecía complacido.

—A su lado, el hermano Roger de Troyes —prosiguió Brian. El corpulento monje, que rondaría los cincuenta años, de semblante ligeramente sonrosado e incipiente calva, hizo una leve reverencia con sonrisa transparente—. Un buen francés tocado por la mano de Dios en la cocina, amante del orden y del cumplimiento de la regla de nuestro fundador, además de un extraordinario copista. Él hará que este monasterio sea digno de ser llamado así.

El siguiente rostro también llamó la atención de Dana: era el monje que había saltado del carruaje en primer lugar y se había agachado para acariciar la hierba. Sus rasgos marcados, la piel clara y el cabello ralo, rojizo, le resultaban demasiado familiares. Miraba a su alrededor con la dicha del peregrino que regresa a su hogar, y sus ojos inquietos, del azul del mar cercano, volaban raudos por el paisaje embebiéndose de cada matiz cromático.

—A qué negarlo… —asintió Brian—, el hermano Eber de Corcaigh es irlandés, de la norteña provincia del Ulster.

—Dios bendiga Irlanda… —susurró el otro casi con lágrimas en los ojos.

De todos los hermanos, era al que menos parecía sorprenderle la presencia de una mujer en el cenobio. Durante siglos, en la isla, hombres y mujeres habían alabado a Dios y habían decidido habitar juntos en el recogimiento de la vida monástica, ajenos a las reservas de la Iglesia de Roma. De hecho, el ver que Brian iba aceptando las costumbres celtas parecía satisfacerle.

—Todos sus antepasados vivieron y murieron en la isla esmeralda —prosiguió Brian con orgullo—. A pesar de los años que ha pasado alejado de la isla, ama la naturaleza como vuestros druidas y lleva toda la vida estudiando sus misterios. Dana, con él llegarás mucho más lejos en el arte de sanar.

—Si así lo deseas —dijo Eber de Corcaigh—. Llevas el nombre de la madre de los dioses que una vez habitaron estos lares —añadió en gaélico.

Por último, Brian puso la mano sobre el hombro del más joven, que no tendría más de diecisiete años. Su túnica de una tonalidad gris perla, en contraste con las más oscuras, la tonsura más marcada y la ausencia del crucifijo de madera en el pecho lo diferenciaban del resto de los monjes.

—Y éste es nuestro joven novicio Guibert de Saint-Omer, un galo disputado por los monasterios más importantes del continente debido a su habilidad en la escritura y la iluminación de códices.

El joven se ruborizó e inclinó la cabeza. Su mirada huidiza evitaba quedar atrapada en la esbelta mujer o en el gesto severo del hermano Michel.

Dana no sabía qué decir. Intentó sonreír pero una vez más no estuvo segura de haberlo conseguido. La inesperada llegada de los
frates
le causaba una profunda incertidumbre. Durante días había convivido con un solo hombre en la soledad de aquel páramo. Las últimas semanas habían sido las más dichosas en mucho tiempo, y la imagen del monje desnudo en la pedregosa cala seguía fija en su mente. Ahora los ojos de Brian ya no se posaban en ella con tanta frecuencia, vagaban entre sus compañeros y brillaban de alegría de tenerlos por fin allí. ¿Habría lugar para ella en San Columbano?

—Aquí hay mucho trabajo que hacer… —comentó el hermano Berenguer observando el viejo cenobio.

Dana se fijó en él. Bajo el hábito gastado se adivinaba un cuerpo enjuto y espigado. Sólo sus manos, blancas y finas, eran prueba de una infancia acomodada, preservada de las penurias de la plebe. Estudiaba las ruinas con gesto concentrado, con un ojo cerrado y situando los dedos ante la cara, como si usara una extraña técnica para medir las distancias.

Brian se acercó a él y le pasó el brazo por el hombro.

—Tus visiones aquí tomarán forma… El esfuerzo del camino poco importa.
Deus autem meus impleat omne desiderium
.

Los hermanos asintieron con gesto optimista. Brian señaló los carruajes.

—Veo que habéis venido cargados.

—Todo lo que hemos podido sin despertar sospechas —explicó el hermano Adelmo encogiéndose de hombros. Su cautivadora sonrisa, de dentadura blanca y perfecta, era más propia de un bardo que de un monje. Tenía una edad similar a la de Brian y la piel dorada por un sol más poderoso que el de Irlanda. El cabello negro y ensortijado, que trataba vanidosamente de ocultar la tonsura, rodeaba un bello rostro con labios carnosos entre una fina barba negra. A Dana le hizo pensar en los pícaros mozalbetes de Dyflin. Estaba segura de que muchas jóvenes suspirarían por él si se acercaba a Mothair, pero por algún motivo, tal vez la cauta actitud de Brian, ella quedó resguardada de su mirada seductora, lo que agradeció con profundo alivio.

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