—Era un monje… —reveló sin aguardar la pregunta de Dana.
—¿Lo has visto? —inquirió con el corazón encogido.
—Aguas amargas, aguas amargas… —repetía sin dejar de sollozar. Al momento, una terrible imagen pareció formarse en su campo de visión y escondió el rostro entre las manos.
Dana contuvo el aliento; temía la respuesta.
—No sé… Sus ojos son odio y miedo. Se desprecia por lo que hace, pero no puede evitarlo.
El corazón de la Dana dio un vuelco.
—¿Es uno de los
frates
?
—¡Odio y miedo! ¡Odio y miedo! No me permite ver su rostro. Siempre lo encuentro, percibo su sombra y él me espera. Al principio me temía, pero ahora me busca para que sea su mensajera… Desea que nos marchemos de aquí. Si lo hiciéramos, todo acabaría.
El eco de sus palabras flotó en la sombría quietud del bosque. Los árboles y las piedras callaban, pero Dana sentía que el peligro acechaba cerca. La maldición de San Columbano pronto se tejería en forma de leyenda en los
tuan
de Clare y El Burren, pero el verdadero terror de Dana era pensar que los artesanos tenían razón: el atacante era uno de los
frates
; casi deseaba ver aparecer a Ultán.
Brigh comenzó a llorar y Dana la estrechó entre sus brazos y no reprimió sus propias lágrimas, tan amargas como el ajenjo que había emponzoñado las prístinas aguas del pozo.
Los monjes y Rodrigo mantenían una acalorada discusión en el refectorio. Desde el exterior se oía la voz exaltada de Michel exigiendo que abandonaran el monasterio y se llevaran los libros al continente. Mencionaba la inminente amenaza de los Scholomantes y la crítica situación de la biblioteca cuya restauración se ralentizaba inexorablemente. Brian trataba de mantener la calma y analizaba los misteriosos ataques eludiendo el temor supersticioso y la ofensa a Dios por haber abierto el túmulo, morada de los viejos dioses de Irlanda.
Los demás monjes intervenían en ocasiones con voces tímidas. Su apoyo ora a unos argumentos ora a otros denotaba el desconcierto que los dominaba. Todos se habían visto envueltos antes en situaciones difíciles y arriesgadas, pero aquellos hechos inexplicables y la sensación de hallarse a merced de un peligro constante apocaban sus ánimos.
Rodrigo intervino relatando la visita de Gerberto de Aurillac a Carcasona y el nefasto engaño perpetrado por el malvado Basarab, detenido por la condesa Ermesenda, prima del hermano Berenguer. Les había revelado que el séptimo
strigoi
había logrado averiguar el escondrijo de los
frates
en Irlanda. Michel inició una nueva arenga golpeando repetidamente la mesa y advirtiendo que todo estaba perdido si no reaccionaban.
En el exterior, envueltos en las sombras de la noche, Dana, Galio el aprendiz de cincelador y Guibert escuchaban la tensa reunión con el corazón encogido. Los dos jóvenes se habían conocido en Bobbio y eran amigos. Dana leía en sus miradas cómplices que comprendían el alcance de los comentarios de los monjes y llegó un momento en que no pudo contenerse más.
—No es la primera vez que oigo hablar de los Scholomantes —comentó buscando la esquiva mirada del novicio; confiaba en vencer la estricta regla de silencio que los
frates
mantenían sobre ese tema—. Sé lo suficiente sobre vosotros como para intuir que no se refieren a un peligro cualquiera.
Guibert respondió exaltado como su mentor:
—Los monjes manejan las armas y se han enfrentado a mil situaciones delicadas, pero nadie se halla realmente preparado para afrontar esta amenaza. ¡Eso es lo que el hermano Michel intenta transmitir!
—Pero… ¿quiénes son? —preguntó ella—. Por favor, Guibert, no estoy sola, ¡Brigh vive conmigo y necesito saber a qué nos exponemos!
El novicio se mordió el labio. El pánico en sus ojos aceleró el corazón de la joven.
—El Espíritu de Casiodoro ha alentado a los hermanos durante años. Han sido muchas las millas recorridas y muchos los lugares visitados hasta recalar en Irlanda, el último refugio. Sus azarosas vidas, alejadas de la existencia contemplativa de los benedictinos, podrían llenar varias alacenas de esta biblioteca si se decidieran a plasmarlas por escrito. En ese trayecto han logrado lealtades inquebrantables, pero también enemigos acérrimos. En San Columbano hay grandes tesoros; algunos reyes pagarían fortunas por una copia de la tragedia de Sófocles, pero también guardamos libros peligrosos y odiados… —La mirada del joven Guibert se encontró por primera vez con la de ella; su expresión era firme, sin titubeos de adolescente—. Tengo estrictamente prohibido hablar de ello, y el hermano Michel no dudaría en azotarme si nos descubriera tratando sobre este asunto. —Miró de soslayo la puerta del refectorio. Las voces seguían resonando vehementes, pero el novicio estaba muy lejos de allí, perdido en recuerdos siniestros—. Son varios, pero el que nos acecha es el más peligroso para nosotros… Su nombre es Vlad Radú; debido a su aspecto demoníaco, en su país lo llaman
strigoi
. Según cuenta la tradición, son nueve discípulos, pues el décimo es entregado al diablo en pago por sus lecciones. Algunos abandonan su refugio y vagan por el orbe con misiones secretas para su academia, llamada Scholomancia. —Iba a explicar el motivo pero calló de repente, respiró hondo y prosiguió por otros derroteros—: No se trata de un ser infernal, es un hombre de carne y hueso, mortal como cualquier otro, pero su aspecto, la cabeza rapada, su piel mortalmente pálida, los dientes limados a semejanza de las fieras, las uñas como garras, sus gestos y movimientos pausados, la gélida mirada y la crueldad de su sonrisa…, todo ello persigue un único objetivo: causar a su adversario un pavor tan intenso que lo deje a su merced. —Guibert hablaba casi como en trance, los otros lo escuchaban sobrecogidos—. Hay muchas formas de ejercer el poder: por linaje de sangre, por la violencia, por la riqueza y también por el miedo paralizante. En realidad, causar esa sensación en los demás es una técnica, pero los Scholomantes la han perfeccionado durante generaciones hasta convertirla en un arte tan sublime que nadie puede zafarse a su hechizante influencia.
»En su presencia, todas las sensaciones quedan bajo su dominio, cautivas de sus ojos. Suelen aparecer de noche, y prefieren las de tormenta, cuando las almas se encogen de pavor bajo el rugir de los cielos y los relámpagos rasgan las tinieblas. Por eso los habitantes de la vieja región de Ultra Silvam creen que pueden gobernar las tempestades. Comen carne cruda en público y no dudan en beber sangre para aterrorizar a los presentes. Generan oscuras leyendas en torno a sí mismos que acrecientan aún más su aura nefanda, siempre utilizan en su favor los ambientes lúgubres y te aseguro que es algo más efectivo que un bosque de lanzas. Aunque su destreza y su crueldad son legendarias, pues sus adversarios quedan anulados por el pavor que insuflan, combaten en pocas contiendas.
Dana se estremeció impresionada; un frío atroz se colaba por debajo de su capa.
—¿Lo has visto alguna vez?
Guibert se estremeció.
—Sí, y las noches en que regresa en mis pesadillas rezo para que Dios algún día me dispense de tal pena.
Ella tragó saliva, de pronto aquel lugar tan apartado y solitario se le antojó amenazante.
—Pero ¿tiene algo que ver con el monje que ataca el monasterio?
Guibert frunció el ceño y se encogió de hombros.
—Los ataques apocalípticos, Cormac, el
strigoi
… Pensábamos que cada amenaza tenía una naturaleza distinta, pero en definitiva el obispo Morann tenía razón: el fin del milenio está despertando fuerzas oscuras, vinimos a esta apartada tierra pero no hemos logrado zafarnos de la mirada del Maligno; todo parece converger aquí y ahora. Cada vez somos más débiles y la biblioteca no está debidamente protegida. Creíamos que tendríamos más tiempo, pero el relato de Rodrigo de Compostela no deja lugar a dudas: debemos prepararnos para lo peor.
En ese momento oyeron que el cincelador hispano solicitaba contemplar el Códice de San Columcille, del que Michel había decidido no separarse desde esa mañana. Escucharon cómo el monje se acercaba y el crujir seco del libro al abrirse. El efecto fue instantáneo. Los ánimos se serenaron y la conversación prosiguió en un murmullo amortiguado por los muros de la antigua fortaleza.
—¡Es el libro de la leyenda! —exclamó Galio con ojos emocionados—. ¡Entonces es cierto que está aquí!
—Era necesario sacarlo de Bobbio, donde quedó depositado hace más de tres décadas por expreso deseo de Patrick O’Brien. El hermano Michel era el encargado de su custodia —dijo Guibert con un hilo de voz, como si la explicación anterior lo hubiera agotado—. Pero nuestros informadores advirtieron que los Scholomantes rondaban el monasterio. Cualquier error o distracción resultarían fatales. Sabíamos que a medida que nos acercáramos al final del milenio la amenaza se incrementaría, pues esa fecha es fundamental para ellos y sus planes. Así pues, los hermanos convocaron un capítulo general, presidido por el obispo Gerberto de Aurillac, para dirimir la cuestión. Acudieron monjes del Espíritu de diversas partes del orbe y se decidió que era perentorio trasladar el libro y las colecciones más valiosas de nuestra biblioteca a un lugar seguro. El monje designado para encabezar esa empresa fue Brian, y con el hermano Michel, el obispo y otros monjes veteranos trazaron un complejo plan para despistar a los
strigoi
. Nuestro abad salió discretamente de Bobbio con un arcón escondido en un carro de heno; al mismo tiempo, una nutrida comitiva de monjes abandonó Bobbio con numerosos arcones y una campana. Brian logró pasar desapercibido mientras el grupo cruzaba el continente. Siguiendo los cálculos del hermano Michel, en una noche sin luna, ocultos en un barranco a las afueras de Aquisgrán, la caravana se dividió. La mayor parte de los monjes se instalaron, con arcones vacíos, en una vieja ermita cercana a la urbe, atrayendo la atención de los
strigoi
, mientras nosotros nos ocultábamos en los suburbios de la antigua capital del imperio. —Sus ojos temblaron por la emoción—. Logramos zafarnos con éxito, pero el precio en sangre de valientes y leales monjes del Espíritu fue excesivo…
—Todos lamentan la muerte de los monjes —musitó el joven Galio—, no hay día que en Bobbio y en otros monasterios amigos no se eleven plegarias por los caídos en combate.
—Ahora el hermano Michel se encarga de nuevo de custodiarlo —concluyó Gibert—, pero no sólo estamos aquí para preservarlo. Ese libro es valioso en muchos sentidos…
Galio sonrió.
—Oí decir que tú podrías averiguar cómo fue iluminado, descubrir lo que oculta la leyenda…
—Aún no hemos logrado desvelar su secreto —repuso el novicio, un tanto incómodo al saber que se hablaba de él en el continente—, pero Irlanda, la tierra que vio su creación, nos lo revelará si Dios así lo quiere.
Dana se volvió, sorprendida. Se había distraído recordando las singulares imágenes del códice, la sensación de paz que halló en sus láminas, trazadas con extraordinaria habilidad, y que la ayudaron a enfrentarse a las experiencias terribles de su vida.
—Habéis dicho que existe una leyenda en torno a ese libro… —musitó. Su sangre celta no podía desdeñar las historias antiguas que contenían retazos de verdades, enseñanzas o advertencias.
Galio y Guibert se miraron cómplices. La expresión interrogante de aquella hermosa joven pudo más que ellos.
—Poco después de la muerte del emperador Carlomagno —empezó Guibert con voz susurrante; el silencio se había instalado en el interior del refectorio y temió que algún monje le oyera—, nuestros predecesores del Espíritu de Casiodoro advirtieron que un terrible mal acechaba a la misión. Varios monasterios fueron saqueados de manera inexplicable y sus pacíficos monjes, amantes de los libros y concienzudos copistas, asesinados sin piedad. No parecían simples correrías de bandidos; había algo común en todas aquellas desgracias: la desaparición previa de ciertas colecciones de libros. —Sus ojos brillaron—. Entonces los supervivientes hablaron de sombras, del mal…
—Los Scholomantes —musitó Galio con voz gutural.
—Durante generaciones se creyó que eran brujos, los más agoreros hablaban de criaturas del infierno, pero pronto fue posible seguir el rastro de destrucción que dejaban a su paso y se averiguó su verdadera naturaleza y de dónde procedían. Hay viejas crónicas sobre eso. —Ante la mirada expectante de Dana, el novicio optó por seguir, agradeciendo que la oscuridad ocultara el rubor de sus mejillas—: La cuestión es que algunos hermanos, sobre todo hijos de nobles con recursos y aleccionados en su juventud en el manejo de las armas, juraron ante Dios y los hermanos del Espíritu de Casiodoro defender el legado con sus espadas. Así nació una hermandad formada por monjes que combinan la oración y el trabajo con el entrenamiento militar.
—Se dice que a partir de entonces se sucedieron sangrientas escaramuzas… —apuntó Galio.
Guibert asintió; su rostro revelaba su admiración al recordar las gestas que los monjes le habían descrito.
—Parte de lo compilado se ha perdido, pero conservamos lo esencial y más valioso. ¡El Espíritu de Casiodoro aún puede brillar! —exclamó exultante.
Dana lo miró y comprendió que bajo ese manto de timidez se ocultaba un joven orgulloso y decidido a cumplir su juramento sin titubear.
—Hace unas décadas —prosiguió Guibert con una leve sonrisa— hubo una terrible refriega en la que nuestros hermanos estuvieron a punto de perecer a manos de los Scholomantes y su ejército de lacayos, siempre reclutados entre la escoria humana. Nuestras fuerzas estaban comandadas por el hermano Patrick O’Brien, el rey irlandés de Clare, que se hizo famoso entre los monjes del Espíritu tras renunciar al poder terrenal por la fe y por nuestra misión. Lucharon con bravura pero, superados en número por los adversarios, todo presagiaba lo peor. Entonces ocurrió algo que les hizo comprender que el Altísimo bendice nuestro cometido. Patrick se las ingenió para que el más terrible y sanguinario
strigoi
, ya en el corazón del monasterio que defendían, tomara entre sus manos un libro, un viejo códice traído por el irlandés desde el monasterio de Kells.
—¡El Códice de San Columcille! —exclamó ella, emocionada.
—Aquel demonio, antes de destruirlo, hojeó el códice, se recreó en sus imágenes y cayó bajo su extraña influencia. El hecho es que en el último instante traicionó a sus compañeros, lo que dio una nueva oportunidad al Espíritu de Casiodoro.