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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (45 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Michel extendió las manos y explicó:

—Esta primera planta recrea los elementos de la naturaleza y albergará las artes del
Trivium
: la gramática, la dialéctica y la retórica; también las ciencias que el hombre ha aprendido de su paso por este valle de lágrimas. Aquí depositaremos los relatos antiguos sobre Irlanda que los druidas confiaron al hermano Patrick, pero antes habrá que traducirlos al gaélico y al latín.

—Aunque sean paganos, merecen ocupar un lugar de honor, pues son la memoria de esta tierra —dijo entonces Adelmo mirando a la joven.

Sin duda Eber había luchado con denuedo para convencer al resto de los
frates
, lo que enorgulleció a Dana.


Te Deum laudamus
! —exclamó Galio, maravillado.

Berenguer señaló el oscuro corredor.

—Una escalera oculta asciende a la segunda planta, la región intermedia, donde brillan los planetas y los astros sobre el orbe; es el lugar de las ciencias humanas más complejas para el entendimiento, lo abstracto, lo inspirado por las alturas, el
Quadrivium
: la aritmética, la geometría, la música y la astronomía; las matemáticas, los textos astrológicos, la filosofía de los antiguos clásicos, los tratados proféticos y los oráculos que anunciaron la llegada de Jesús a los paganos, apócrifos religiosos judíos y cristianos que la Iglesia desechó por considerarlos fantasiosos o heréticos.

—Dicen que guardáis los oscuros libros de Enoc… —comentó Rodrigo.

—La versión griega y etíope —afirmó Berenguer.

—Y los oráculos sibilinos…

—Tenemos numerosos textos proféticos: las cartas de la sibila Tiburtina, los Apocalipsis apócrifos de Daniel, Isaías y Esdras. —El amago de sonrisa de Michel mostraba sus diminutos dientes; no disimulaba su complacencia—. Ningún escrito será despreciado aquí.

—¡Dios Todopoderoso, es extraordinario! —exclamó el hispano, pero acto seguido su rostro mostró una expresión aviesa y añadió—: Pero el universo tiene una región oscura.

—También este lugar lo posee —repuso Michel mudando su semblante—. Hasta las entrañas de la falsa montaña descenderá el bibliotecario, en silencio, siempre con su crucifijo y el breviario. Allí reposarán, en la oscuridad, los relatos de cuando la luz del Evangelio aún no brillaba en el orbe: libros de plegarias a dioses paganos, grimorios, libros que versan sobre las criaturas infernales, artes heréticas como la cábala judía y árabe —miró directamente a Muhammad sin arredrarse—, y artes oscuras que más vale conservar a buen recaudo.

El aprendiz musulmán no pudo contenerse.

—Dicen que el obispo Gerberto entregó al abad Brian un viejo texto que robó en su juventud a un sabio de Córdoba.

Los monjes se miraron cautelosos.

—El
Abacum…
musitó Adelmo con el ceño fruncido.

—Contenía poderes para alterar las leyes naturales —dijo Muhammad—, impedir que el cuerpo fuera visto, invocar demonios, volar…

Michel cortó sus palabras con un seco gesto.

—¡Deberías desconfiar de las habladurías, joven Muhammad! —Su tono defensivo intrigó a Dana, los otros monjes lo miraban contenidos—. Llena tu mente de razón y abandona esas leyendas fantasiosas, propias de charlatanes y embaucadores. Recuerda que eso mismo te dirían los sabios andalusíes si te escucharan.

El increpado retrocedió avergonzado. Michel, que sólo había pretendido reprenderle y zanjar aquella cuestión, le tomó por el hombro.

—Joven amigo, has hecho un largo viaje y te hallas entre extraños que no adoran a tu dios. Disculpa el carácter irritable de este viejo monje. Acompáñame.

Intrigados, siguieron su andar seguro hasta que se detuvo ante una celda con una pequeña entrada; se agacharon ligeramente y penetraron en su interior. Adelmo colgó el candil en un rincón y su luz se reflejó en varias lascas de cuarzo pulido encastradas en los muros. La pequeña estancia se iluminó tenuemente.

—¡Prodigioso! —exclamó Galio, sobrecogido.

A su alrededor, cientos de códices y pergaminos se disponían ordenadamente sobre baldas, algunas de las cuales, a pesar de la reciente factura, ya comenzaban a combarse. El olor a pergamino era intenso.

Michel buscó con tiento y entregó a Muhammad varios pergaminos atados con una cinta de cuero. La extraña grafía, de trazos sinuosos y delicados, fascinó a Dana. El musulmán frunció el ceño, las páginas comenzaron a temblar en sus manos.

—¡Son partes del
Sirat Rasul Allah
, la biografía perdida del poeta Mahoma que Muhammad ibn Isaac escribió hace más de doscientos años! Pero… ¡es imposible! ¡Fue destruida! Las tensiones en Bagdad entre el cuarto califa Alí y la dinastía de los omeyas llevaron a remodelar la obra.

Michel le palmeó el hombro.

—Alguna copia logró salvarse y reposaba en un lugar perdido de la biblioteca de Córdoba. De haber sido descubierta por los teólogos, ahora no sería más que ceniza.

—La alforja ha llegado lejos —apuntó Adelmo con una sonrisa triunfal.

Muhammad, nervioso, efectuó varias reverencias y expresó su agradecimiento en su lengua natal, que Michel parecía comprender a la perfección.

Rodrigo, impresionado, pasó los dedos por los lomos de los códices y las etiquetas de viejos rollos. Algunos, encuadernados hacía sólo unos años, tenían la piel lustrosa, pero otros estaban ennegrecidos y agrietados, carecían de tapas y tenían los bordes quemados.

—Aristarco de Samos —dijo Michel señalando un deslavazado códice—. Se conservan fragmentos de sus tratados en los que aseguraba que la Tierra era un planeta que orbita alrededor del Sol y que las estrellas están muy lejanas en el espacio. —Siguió avanzando—. Treinta volúmenes de la historia de Estrabón, alguno probablemente único, fragmentos del astrólogo babilónico Beroso y muchas obras perdidas para el mundo.

—Pero ¿cómo es posible que guardéis textos tan antiguos? —inquirió Muhammad; su emoción le hacía olvidar el respeto debido a los monjes—. Beroso vivió cuatro siglos antes del nacimiento de vuestro Mesías…

Michel asintió antes de explicarse.

—El secreto está en los palimpsestos. Los pergaminos de calidad son muy escasos y los copistas los reaprovechan: borraban con leche o piedra pómez su texto original y escribían encima obras pías y teológicas. —Miró a Guibert, que se irguió con orgullo; sin duda participaba en aquel proyecto—. Con ayuda de Eber y sus elaborados compuestos químicos hemos logrado resaltar las líneas originales, de modo que con paciencia podemos leer un texto de Cicerón escrito bajo un comentario de salmos de san Agustín del que tenemos decenas de copias. Mis ojos ya no pueden obrar el milagro, pero sí los de los copistas jóvenes. Si a Dios le place, podremos rescatar textos de los clásicos en lo que ahora son breviarios y homilías.

Dana escuchaba impresionada. Esos monjes sentían auténtica devoción por aquellas obras, muchas conservadas casi milagrosamente, pero ya le habían explicado que sólo se preservaba una ínfima parte de lo que antaño albergaron bibliotecas como la de Celso en Éfeso, la de Adriano en Atenas, las de Timgad, Pérgamo, Alejandría, Roma y otras cuyos nombres no había conseguido retener. Para ella, criada en aquel lugar verde y salvaje, donde las necesidades eran simples y la vida se regía por el ritmo de las cosechas y la fertilidad de las reses, pensar que Dios había permitido a pueblos ya desaparecidos acercarse a su saber la hacía sentirse pequeña, insignificante en su vasto plan. Deseó poder hojear algún día esas valiosas obras, soplar el polvo de sus páginas y controlar el temblor de sus dedos mientras pasaba cada vitela y leía su texto abigarrado, con abreviaturas y errores.

Fue más consciente que nunca que ese deseo, intenso y apremiante, libre de prejuicios, era el Espíritu de Casiodoro. ¡Su fe sólida les impedía desviarse del camino de la luz! Su vocación los llevaba a conservarlos y estudiarlos.

Y de pronto todo se desvaneció. Un vertiginoso regreso a la realidad la hizo tambalearse. Cerró los ojos en un gesto pueril, pero algo terrible había ocurrido.

Eber vociferaba llamando a los monjes con urgencia.

Capítulo 54

Brian se irguió, alarmado, al oír el aviso desesperado del irlandés, cuya voz se colaba por la trampilla. Sacudió la cabeza, aturdido, y miró la montaña de vitelas que había sobre la mesa. No sabía cuántas horas llevaba en el subterráneo. Tenía que rendirse a la evidencia: Patrick no había dejado ninguna señal que explicara el final del antiguo monasterio. Había encontrado algunas notas referidas a cuestiones de intendencia, pero ningún indicio de que se avecinaba un peligro. El nefasto ataque había sido por sorpresa. La acusación,
prodictor
, no tenía sentido.

Las sienes le latían con fuerza. En cuanto oyó la voz de Eber supo que auguraba malos presagios. Sin poder contenerse, empujó con violencia la mesa y los pergaminos quedaron esparcidos sobre las losas del suelo. Sentía una mezcla de frustración y remordimientos que lo ahogaba. Se había apartado una vez más de su obligación y la desgracia planeaba sobre el monasterio.

—¡Perdóname, Dios! —gritó con voz quebrada mirando el hueco donde había permanecido el cadáver de Patrick O’Brien durante treinta años—. Que los muertos descansen en paz. Ahora soy yo el abad de San Columbano y nada debe apartarme de mi camino.

Subió con presteza la escalera, cruzó la cámara secreta y salió hacia el
scriptorium
.

—¿Qué ocurre? —preguntó, apremiante.

Eber se hallaba junto al resto de los
frates
y los recién llegados; tenía el semblante pálido.


Et nomen stellae dicitur Absinthium
—dijo—;
et facta est tertia pars aquarum in absinthium: et multi hominum mortui sunt de aquis, quia amarae factae sunt
. La tercera trompeta del Apocalipsis.

—¡Ajenjo! —exclamó Michel clavando su mirada reprobatoria en el pálido abad.

—¡El pozo ha sido envenenado! —prosiguió Eber, alterado—. Ha venido uno de los artesanos a avisarnos.

Brian se acercó al desconcertado Rodrigo y se abrazaron en silencio.

—Tenemos que hablar,
frates
dijo entonces el hispano con expresión severa—. El séptimo
strigoi
os ha encontrado. Es posible que ya esté en la isla.

Los semblantes de los monjes se tornaron de cera. Michel apretó los puños con fuerza. Dana observaba en silencio la reacción de cada uno de ellos.

—Ésa es una noticia terrible —dijo el abad encaminándose hacia la salida—, pero ahora debemos atender lo ocurrido. Esta gente nos necesita. El Señor nos está sometiendo a una dura prueba.

Cuando todos hubieron salido del edificio principal, Berenguer cerró la puerta con una gruesa llave. Dana entonces corrió hasta el herbolario, con el corazón en un puño. Brigh no estaba ahí. No le extrañó.

—Ella nos dará de nuevo la clave —explicó cuando alcanzó a Eber que, cargado de vomitivos y hierbas calmantes, atravesaba el agitado campamento en dirección a un pozo de agua dulce cercano al círculo de piedras.

Un montón de hombres y mujeres se arremolinaban alrededor de la antigua boca circular, mientras otros, más apartados, se retorcían de dolor con las manos en la barriga. No había muerto nadie, pero las expresiones eran de profundo terror. El irlandés se dirigió hacia los que habían sido víctimas del veneno y Dana se acercó al pozo.

Consagrado a los antiguos dioses, sus aguas eran cristalinas y de gran pureza; según los druidas, tenían propiedades curativas. Reconoció alguna túnica gris entre los presentes; sus rostros mostraban una profunda tribulación.

Los monjes se abrieron paso ante las miradas desconfiadas de la gente.

—¡El agua sabe amarga!

Brian tomó el pozal y bebió un sorbo con cautela. Al momento escupió con repulsión. Los demás se limitaron a oler el líquido no sin cierto reparo.

—¡Satanás no descansa! —clamó una mujer, y fue inmediatamente coreada.

Los monjes y Rodrigo formaron un corro.

—Como dice san Juan: «Las aguas se tornaron amargas» —señaló Michel, más pálido de lo habitual—. La estrella que las envenenó se llamaba Ajenjo.

Eber olió el agua y tendió la escudilla a Dana.

—¿Qué opinas?

Despedía un olor extraño y tenía unas pequeñas partículas oscuras en suspensión.

—Efectivamente, es ajenjo disuelto.

—También es conocida como artemisa amarga, pues los antiguos griegos la consagraban a la diosa Artemisa —explicó el monje irlandés—. Tiene propiedades curativas, pero es peligrosa en grandes cantidades…

Ella lo miró intrigada.

—En el herbolario guardabais un frasco lleno de esa hierba. Parecía cubierta de un vello plateado…

—No es propia de estas tierras, son demasiado húmedas. La recolecté en los caminos cerca de un monasterio de Rávena. Suelo utilizarla para elaborar un licor fuerte que ayuda en las digestiones pesadas y estimula el apetito en los enfermos.

—¿Creéis que…?

—Sí, alguien se ha hecho con ella —concluyó Eber ante las graves miradas de los
frates
—. Beber sin medida de esta agua significa exponerse a graves consecuencias. Afortunadamente, las corrientes subterráneas limpiarán el pozo en pocos días.

—Hay otras formas de convertir el agua en letal —indicó Michel observando con intensidad a los allí congregados—. El que lo ha hecho pretendía intensificar el pánico.

—Esto es un aviso —susurró Brian—. El mal no afectará sólo a los monjes. —No podía disimular el desconsuelo que le producía el nuevo cariz de los ataques.

Dana se acercó al abad y lo miró con compasión y firmeza.

—Esta gente necesita oír palabras de consuelo. —Tuvo que hacer esfuerzos para no tomarle las manos.

Él asintió y se volvió hacia la recelosa muchedumbre, que no cesaba de murmurar.

Mientras oía de fondo la improvisada homilía, Dana se adentró en la espesura del bosque. Caminaba lentamente, observando cada oscuro rincón, atenta a cualquier sonido revelador. Estaba segura de que no tardaría en encontrarla, y así fue. Escuchó los quedos sollozos tras el tronco nudoso de un roble y se acercó con el alma encogida.

—Brigh…

La muchacha estaba sentada sobre una raíz y se balanceaba espasmódicamente. Sus ojos oscuros miraban fijamente el bosque y tenía un nuevo fragmento de pergamino entre los dedos. Esclava de su terrible capacidad para traspasar umbrales vetados a los mortales, se había convertido en emisaria del infortunio. La recordó sonriente y ruborizada ante la inesperada llegada del joven Galio, y sintió una profunda pena. Tras superar la muerte de su padre, se había revelado como una muchacha alegre, despierta, que parloteaba sin parar en el herbolario llegando a exasperar al hermano Eber, para regocijo de Dana. Sin embargo, en ese momento sólo era una triste sombra de la verdadera Brigh.

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