Brian permaneció pensativo largo tiempo. Parecía que había pasado una eternidad desde que ella le abrió su alma y trató de purificarla revelando su pasado. La terrible historia tenía para el monje un sentido especial que enlazaba con secretos que Dana ignoraba y que por el momento debían permanecer ocultos. A pesar de todo, durante aquel día de labor había percibido la energía que vibraba en el interior de la mujer y que le había permitido salir del pozo de amargura y desesperación en el que el rey Cormac y Ultán la habían sumido. Ella no era consciente de esa fuerza, pero los druidas sí, por eso la acogieron. Para Brian su presencia allí era un regalo del Altísimo que le llenaba de dicha. Trataba de convencerse de que el único motivo radicaba en su utilidad para la causa del Espíritu, pero en su corazón deseaba sentir su cercanía, contemplar su sonrisa, cada vez más animosa, y el brillo azul de su mirada, aún un tanto recelosa. Jamás había permitido que su corazón fuera permeable a esas sensaciones, pero era la primera vez que permanecía tanto tiempo aislado de sus hermanos monjes y de la recatada regla benedictina. Con desconcierto y temor, Brian sentía que la esencia de Irlanda, salvaje y sensual, acariciaba su endurecida alma.
Sabía que la joven había manipulado la figura de la Virgen y que sin duda la curiosidad la reconcomía, pero no hizo ningún comentario. La paciencia y la discreción serían dos virtudes esenciales en el nuevo monasterio. Sus secretos debían permanecer ocultos y preservados del peligro de ultramar. Había llegado al confín del orbe y ése sería el último refugio. Los hermanos estaban preparados para combatir la oscura amenaza si el monasterio finalmente era descubierto, pero sólo con sus fuerzas no sería suficiente: necesitaban aliados, y Dana era el puente con la comunidad druídica de Irlanda. Si la joven iba a residir en San Columbano, debía conocer y aceptar el Espíritu que los alentaba. Debía someterla a una prueba y comprobar en su actitud si merecía tal honor.
—Acompáñame.
—¿Adónde? —preguntó ella, desconcertada.
—No temas, ven conmigo.
Salieron al oscuro exterior y el frío los hizo estremecerse. El monje se cubrió la cabeza con la capucha y ella le siguió reticente, sin poder sonsacarle ni una palabra más.
En el interior de la capilla, Brian tomó la lámpara que brillaba permanentemente junto a la Virgen y se aproximó al arcón. Dana, intrigada, se acercó; había elucubrado en varias ocasiones acerca de lo que podía contener el recio baúl que el monje tenía como el bien más preciado. De entre las piedras del muro extrajo una gran llave de hierro y le dio varias vueltas en el herrumbroso candado. Su semblante se tornó grave mientras oía los chasquidos del viejo mecanismo.
Entonces se volvió a Dana y sus miradas se encontraron. La de él era exultante.
—Eres la primera persona de Irlanda a la que muestro la esencia del Espíritu de Casiodoro.
Brian le relató la misión emprendida por aquella hermandad de benedictinos en los mismos términos que había usado con Finn en el círculo de menhires. Ella le escuchaba impresionada. Le parecía que casi podía oír el corazón del monje latiendo con fuerza mientras le revelaba aquella particular cruzada por preservar el saber antiguo.
Cuando por fin calló y los ecos de su voz se desvanecieron en la capilla, levantó la tapa lentamente, con gesto solemne. Al chirrido de las bisagras siguió un fuerte olor a pergamino. Dana arrugó la nariz. Brian acercó la lámpara y ella se inclinó hacia delante.
—Hace treinta años, San Columbano era la mayor biblioteca de la isla, pero el fuego la arrasó —comentó el monje con gravedad—. Roguemos a Dios para que nos permita levantarla de nuevo. El orbe necesitará algún día la luz de todo este saber.
La joven, impresionada por sus enfáticas palabras, vio cientos de códices y pergaminos enrollados. Estaban perfectamente ordenados para aprovechar el espacio y tenían pequeñas etiquetas colgando de sus extremos. Los había de apariencia antiquísima y otros de factura reciente. El monje rozó uno de ellos con el dedo y asintió complacido.
—Una biblioteca… —musitó ella, desconcertada.
—Esto sólo es una pequeña parte, lo que urgía esconder con más premura. Pronto mis hermanos llegarán con el resto, y, con el tiempo, habrá muchas obras más…
—Pero todos los monasterios tienen colecciones de libros.
—Así es —repuso él con una sonrisa—. Muchas de estas obras son meras copias de códices teológicos, breviarios, vidas de santos y martirologios, pero otras resultan muy difíciles de conseguir: el pensamiento de los clásicos griegos y romanos en muy diversas materias: aritmética, geometría, historia, poesía, filosofía… —Señaló algunos pergaminos carcomidos y oscurecidos por el paso de los siglos—. Los hay que los monjes tocan con aprensión y, reacios a copiarlos por temor a la ira del Altísimo, dejan que se pudran en los anaqueles. Algunos son quemados en hogueras junto a las iglesias mientras se recitan plegarias para exorcizar sus efluvios. Otros relatan mitos y gestas de dioses paganos, sus cultos y sus ritos, escritos por griegos o romanos. Los hay de invocaciones o reflexiones sobre el más allá; textos que ya causaban pavor cuando fueron inspirados. Algunos, redactados por cultivados magos persas, versan sobre los astros y su influencia en las criaturas vivientes. Conservamos obras heréticas como esta de Prisciliano, evangelios gnósticos rechazados en el Concilio de Nicea y denostados por Roma, tal vez equivocados en sus lecciones pero no por ello menos valiosos. Y muchos más, de cualquier materia, incluso las más oscuras y pecaminosas.
Dana pasó el índice derecho por una cubierta de cuero reseco con unas manchas siniestras.
—Es sangre —comentó con un hilo de voz.
Brian miró las gotas resecas casi con reverencia.
—El amargo recuerdo del sacrificio de un
frate
que compartió esta misión. Ése es el oscuro reverso del Espíritu de Casiodoro. —El monje clavó su mirada en ella, sus ojos brillaban con intensidad—. ¡Recuperarlos ha costado vidas! Es una larga historia que tal vez algún día deberás conocer, pues el mal que nos acecha es astuto e implacable.
Dana vio que el entusiasmo de Brian se ensombrecía. También él tenía profundas cicatrices en el alma. Siguió la dirección de la mirada del monje. Estaba fija en un códice que a ella le resultó familiar. Se atrevió a cogerlo con cuidado y abrió la seda carmesí que lo resguardaba de los roces. Era el libro iluminado que tanto la había reconfortado antes de atreverse a relatar su historia.
—Éste es un códice muy especial, como pudiste comprobar; se trata del Códice de San Columcille y procede del monasterio de Kells —explicó él, complacido por el respeto con que ella lo admiraba—. Además de contener las Sagradas Escrituras, guarda una historia maravillosa y una maldición. —Su rostro se contrajo con una repentina mueca de amargura y, a continuación, su voz sonó cavernosa y tensa—: De todas las obras de este arcón, ésta es la más peligrosa, pues es el origen de una contienda cuyo final no se ha resuelto. El bien y el mal luchan en torno a él y la balanza sigue sin decantarse.
Dana sintió un escalofrío. Había deseado mirar de nuevo sus fascinantes láminas, pero tras esas palabras el monje lo depositó en el arcón con aprensión.
—¿Los habéis traído aquí para ocultarlos? —quiso saber tras un largo silencio.
Brian volvía a sonreír.
—San Columbano revivirá con la misma vocación con la que nació: ser refugio de todo el saber, moderno y antiguo, cristiano y pagano. Algunas de estas obras son únicas; si desaparecen, el autor y su conocimiento morirán para siempre. Muchas de ellas han sido copiadas de manuscritos hacinados en varios cenobios esparcidos por el orbe; en cambio, otras, las que están en peor estado, se han recuperado de las ruinas de Roma, de secretas excavaciones en Éfeso, entre los escombros de Pérgamo y otras ciudades cuyo esplendor se desvaneció siglos atrás. Están aquí para su conservación, pues también Dios las creó —dijo resaltando las últimas palabras.
La joven se vio seducida por la ferviente pasión del monje, una utopía que olía a pergamino. Ella amaba el conocimiento, había aprendido con interés los secretos de las plantas, pero aquella empresa estaba muy por encima de lo jamás soñado.
Brian estudiaba su expresión buscando signos que le revelaran si podrían compartir aquella misión. Su semblante reflejaba desconcierto y una viva curiosidad, el germen que él sintió también una vez ante los anaqueles repletos de códices del monasterio de Liébana. Conmovido, dio gracias a Dios y, siguiendo un impulso, comenzó a rebuscar entre los escritos guardados en el arcón.
Ella advirtió intrigada que en el fondo, sepultadas entre las pieles, había cajas brillantes que él parecía evitar rozar, pero no se atrevió a preguntar. Cuando Brian acercó la lámpara para proseguir la búsqueda, Dana comprobó que eran relicarios de plata con bellos arabescos e incrustaciones de piedras preciosas. Al poco el monje asintió satisfecho y extrajo un grueso volumen.
—Con este libro tal vez entiendas mejor lo valioso de nuestra empresa.
Se trataba de un códice con tapas gruesas de madera forrada con piel parda y con una palabra en latín grabada a fuego sobre el lomo. Lo abrió con sumo cuidado y las páginas crujieron. Contenía cientos de hojas de abigarrado texto en dos columnas y bellas policromías de plantas envueltas en hornacinas con decoraciones geométricas.
—
De Materia Medica…
anunció Brian con orgullo—. Así se llama esta obra escrita por Pedanio Dioscórides Anazarbeo, de Cilicia, que vivió durante el reinado del emperador Nerón, apenas unas décadas después de la muerte de Nuestro Señor. Fue cirujano en el ejército romano y recorrió el mundo recopilando toda la información farmacológica posible. Describe las propiedades de más de seiscientas plantas medicinales, numerosos minerales y casi treinta sustancias animales usadas por los físicos. Este compendio, llamado vulgarmente
Dioscórides
, es el mayor que existe en materia médica. —Se lo ofreció con una sonrisa—. Forma parte de la biblioteca, pero me gustaría que lo estudiaras, que enriquecieras tus conocimientos y perfeccionaras tu habilidad para sanar.
Ella lo tomó casi con temor, aturdida.
—No sé leer —reconoció con un hilo de voz.
—¡Yo te enseñaré! De hecho, ésa es una de las reglas de este monasterio benedictino inspirado en la regla que impuso el sabio Casiodoro hace siglos. —Brian se señaló el pecho, el lugar donde tenía el misterioso tatuaje, la serpiente mordiéndose la cola sobre la cruz. Ella lo había visto mientras lo curaba, pero él no se molestó en explicarse—. Ésta es una versión traducida del griego al latín. Deberás esforzarte, pero lo lograrás. Pronto tendrás acceso a otros textos griegos y te sorprenderán las depuradas técnicas de aquellos antiguos sabios para sanar los malos humores del cuerpo. Con tu experiencia y el saber que extraerás de los libros, prestarás un valioso servicio a la comunidad de
frates
y a toda la región.
—¿La comunidad? —inquirió ella, sorprendida.
Brian se limitó a asentir.
—Llévatelo. Pasa las páginas con cuidado, observa las detalladas reproducciones de las plantas, familiarízate con el olor del pergamino. Mezclado con el humo de los cirios y el incienso, será el aroma de San Columbano.
—Pero…
—Que Dios te bendiga, Dana.
Con aquellas palabras, Brian dio fin a la conversación y cerró el arcón. Sin perder la sonrisa, se retiró al fondo de la iglesia y extendió su estera para dormir cerca de los libros.
Ella, sin saber qué decir, salió al exterior y se encaminó hacia el antiguo refectorio, pensativa. Sostenía el pesado códice y sentía la rudeza del cuero en sus manos.
—
Dioscórides
musitó al tiempo que se sentaba sobre las cortinas que hacían de lecho.
En su semblante se dibujó una amplia sonrisa. Algo pulsaba en su pecho, algo que apenas recordaba que podía sentir: era la ilusión de seguir adelante. Sabía que las lágrimas fluirían de nuevo, pero no esa noche.
Las semanas que siguieron fueron para Dana tan vivificantes como la lluvia fresca de primavera: la podredumbre que cubría su espíritu fue diluyéndose. Cada mañana acudía a la iglesia para asistir a la susurrante Eucaristía y sentía, como la primera vez, que las palabras y los guturales cánticos la arrullaban y la elevaban a un estado de paz absoluta.
El otoño concluía con humedad y días grises, las cosechas se habían recogido y en el calendario celta el año moría para dar paso al oscuro invierno. Un día sudaban bajo el brumoso sol y al siguiente se empapaban y tiritaban de frío bajo la fina llovizna, pero su voluntad no flaqueaba. Lo primero fue reconstruir el que sería el refugio de Dana. Levantaron de nuevo los muros fijando las piedras con mortero de cal, confeccionaron la techumbre con el bálago proporcionado por la solícita comunidad del bosque, y aislaron el suelo con trozos de las losas originales. Cuando Dana encendió por primera vez el fuego en el pequeño hogar y, bajo la trémula luz de las llamas, fue colgando sus hierbas en las vigas, sintió deseos de llorar. Del monasterio pudo recuperar una mesa y un anaquel que habían resistido milagrosamente al fuego y la humedad. De los druidas obtuvo alfombras de esparto y una pieza de lino con la que hizo un lecho de paja seca.
Brian, casi recuperado del todo, bendijo la humilde cabaña ante la satisfecha mirada de la mujer, que ansiaba instalarse cuanto antes.
Dana, después de tantos años de vejaciones, no siempre lograba encerrar a la bestia oscura de la desconfianza y a veces se sorprendía analizando el comportamiento del monje. Pero poco a poco, de manera inconsciente, comenzó a contagiarse de su entusiasmo y actitud desenfadada. Brian cumplía rigurosamente sus votos pero se mostraba afable y jovial con ella; creía que ésa era la mejor cura para su mal. Con frecuencia se acercaba a su refugio, donde curioseaba las hierbas y se ganaba alguna reprimenda cuando Dana lo sorprendía husmeando las pequeñas ampollas. El monje logró arrancarle la risa y ella se estremeció de felicidad al comprobar que, a pesar de lo vivido, aún podía hallarla.
Desde la linde del bosque, Finn y Eithne observaban satisfechos el cambio que se había operado en la joven y se miraban con una sonrisa cómplice cuando los veían discutir ante las ruinas sobre cómo afrontar los inconvenientes de la reforma.