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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (18 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Brian desconfiaba de Cormac; había salvado la vida gracias a las precauciones tomadas. Tal vez tuvo en cuenta su consejo, pensó un tanto sorprendida.

Tuvo serias dificultades para quitar la cota y descubrir el corte. Al ver los bordes, ya hinchados y morados, frunció el ceño. Debía actuar rápido. La pócima ya hervía con fuerza y despedía un intenso olor a hierbas. Preparó una vasija con hidromiel y derramó el licor sobre la herida, que sangraba profusamente. Metió varias gasas en la olla, las sacó humeantes y las colocó sobre el tajo. Repitió la operación varias veces y, a continuación, hirvió la aguja con la que se disponía a suturar.

El monje gimió y se removió, y ella descubrió entonces una extraña marca grabada a medio palmo de la nuez: un pequeño tatuaje negro en el que aparecía una cruz y, sobre ella, una serpiente en forma de círculo mordiéndose la cola. La imagen recordaba vagamente a las cruces celtas, pero no era momento de hacer elucubraciones, debía detener la hemorragia.

De pronto Brian abrió mucho los ojos y ella se sobresaltó.

—El arcón… hay que protegerlo… —Le agarraba la túnica, implorante—. Esconde la Virgen, allí está todo, en su interior… Hasta que lleguen mis hermanos… —Tenía los ojos desorbitados, era presa de un delirio febril lleno de profundos terrores—. ¡Los ojos del
strigoi
me observan! ¡Está cerca! ¡El libro…! ¡Oculta el libro de Kells! —Las fuerzas le abandonaron y se desvaneció.

Dana lo contempló sobrecogida. Sus palabras podían ser fruto de las alucinaciones o un último ruego. Apretando los dientes, se concentró en detener el flujo de sangre que manaba de la herida.

Cuando se sentó por fin al lado del monje, sudorosa y con la túnica cubierta de sangre, habían pasado horas. Brian había recuperado la conciencia varias veces para volver a desmayarse otras tantas. No volvió a hablar. Si la reconoció, no dio muestras de ello. En ese momento permanecía dormido, con la espalda vendada. Una mancha roja en las telas señalaba la herida, pero Dana comprobó con satisfacción y alivio que no se extendía.

—Os advertí sobre Cormac. Sólo Dios sabe si sobreviviréis —susurró antes de levantarse para salir a aspirar un poco de aire fresco.

La oscuridad se cernía prematuramente sobre San Columbano. El melodioso silbido de la flauta no precedería la llegada de la noche. Los jóvenes iniciados habían regresado al bosque comentando admirados la intervención de Dana, pero ella no las tenía todas consigo: ignoraba cuánta sangre había perdido Brian en el trayecto desde Mothair.

Se asomó al acantilado, ni siquiera la espuma de las olas se veía al fondo del risco, y se empapó de la serenidad del paisaje oculto. Era un momento propicio para forjar historias y revivir antiguas leyendas, pero en su mente sólo veía brechas sangrantes y gasas empapadas. Con desprecio, lanzó al vacío una toalla enrojecida. Le habría gustado enviársela a Cormac como respuesta a su traicionera acción.

Entonces pensó en los druidas, especialmente en Finn y Eithne; sabían cosas sobre el monje que evitaban revelar. En todo aquello había un misterio que se perdía entre lóbregos senderos del tiempo y que comenzaba a atraparla sin remedio.

Suspirando, se acercó al pozo, junto a la pequeña iglesia, y se lavó a conciencia en la gélida agua del pilón. Refrescada, se encaminó hacia la iglesia. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pisado un templo cristiano; avanzó con cautela, como si temiera ofender a la figura crucificada que imaginaba que el monje había colgado en el altar. Una lámpara de sebo iluminaba tenuemente al fondo. En una esquina distinguió un arcón y recordó las palabras de Brian. Intrigada, se acercó y descubrió que un grueso candado protegía la tapa. Movida por la curiosidad, recorrió el altar buscando la llave. Cuando llegó a la hornacina del muro, su corazón se aceleró: allí descansaba una pequeña talla de la Virgen con el Niño en brazos.

El pequeño, de negra piel, la miraba con gesto adusto. Dana desvió la atención a su portadora. Era la progenitora de una divinidad, pero su cara evocaba el sufrimiento de una mujer ante la futura pérdida de su hijo. Ella no había podido sentar el suyo en su regazo… Sabía que la mera comparación era una blasfemia, pero su tristeza era tanta que no pudo evitar ni el pensamiento ni las lágrimas. Buscando el perdón, tomó la imagen y besó su base.

Al bascularla notó una curiosa vibración, como si algo en su interior se hubiera desplazado. «Esconde la Virgen, allí está todo, en su interior…», ésas habían sido las palabras del monje. Examinó con detenimiento la talla. La base era una tapa de madera; durante mucho tiempo estuvo palpando diferentes puntos de la figura hasta dar con el resorte en su pequeño pie. Tras un leve chasquido, la base se abrió.

Atónita, comprobó que estaba hueca y que dentro había varios pergaminos enrollados con esmero. Se acercó a la lámpara y los extrajo con cautela. Las vitelas contenían textos y planos. A juzgar por las distintas tonalidades de la tinta cada pocos párrafos, los escritos, redactados con letra abigarrada y trazos irregulares, parecían un diario. Como otros habitantes de la isla, entendía y hablaba latín con bastante fluidez, pero no sabía leer, así que los apartó a un lado. Los planos eran de distintas épocas, o eso parecía indicar el estado de los pergaminos. Los más antiguos mostraban la distribución del monasterio de San Columbano levantado por Patrick O’Brien. Identificó la muralla alrededor del cerro, la ermita en la cumbre, las aisladas celdas circulares de los monjes, la torre defensiva y el edificio de la antigua fortaleza convertida en refectorio, cocinas y biblioteca. Otra vitela parecía mostrar la estructura interior del edificio, en concreto las inaccesibles plantas superiores, con una inaudita distribución a modo de anillos concéntricos, con corredores y pequeños cubículos. ¿Había tenido el monasterio un diseño parecido a los antiguos círculos de piedra?

El plano del pergamino más reciente representaba el mismo edificio pero vacío en su interior y con minúsculas anotaciones. Algo llamó la atención de su fino olfato. Se acercó el plano a la nariz y, por debajo del olor del cuero curtido, percibió un ligero aroma a limón que sin duda había persistido por el hecho de haber estado oculto en la base de la talla. Conocía la técnica: si acercaba la hoja a la lámpara, lo escrito con el jugo de limón se oscurecería y revelaría lo invisible a sus ojos, pero eso delataría su curiosidad.

En la última hoja aparecía una masa informe con sencillos trazos que semejaban árboles. Supo que se trataba del robledal cuando distinguió varias señales curiosas: un roble partido por un rayo, el paso a través de un risco, la curva en forma de hoz de un arroyo. Eran accidentes del Sendero de las Brumas, uno de los secretos de los druidas.

—¿Quién eres, Brian? —dijo, sobrecogida.

Volvió a enrollar las vitelas y dejó la imagen en la hornacina, casi temiendo un castigo fulminante por su osadía. Echó un vistazo de soslayo al misterioso arcón y salió furtivamente de la iglesia.

Tras su fortuito hallazgo, ya no había duda de que aquel monje representaba un enigma. Ella le había abierto su corazón y había logrado conmoverle, recordaba bien la expresión de sus ojos, y ahora le había salvado la vida. La deuda contraída era la llave para descubrir los secretos que el monje ocultaba celosamente.

Ella tenía esa llave y comenzaba a entender las palabras de Finn y Eithne.

Capítulo 20

Cormac trató de contener el temblor de sus manos aferrando los brazos del trono. Evitar el encuentro tal vez habría sido lo mejor, pero el obispo Morann, de pie a su lado con expresión circunspecta, le había recomendado que afrontara la situación. Cormac le había reprochado lo fácil que era para un clérigo, en pugna con las viejas tradiciones, enfrentarse con los druidas, pero el prelado se había limitado a fijar su mirada en la puerta a la espera del momento.

Uno de los soldados penetró en la estancia y anunció la llegada de la druidesa Eithne. La anciana se acercó hasta la tarima con paso renqueante. El rey la recordaba más vieja y frágil. Al ver el fuego que ardía en sus ojos comenzó a inquietarse y miró de soslayo a los guardias, que estaban tan atemorizados como él; dudaba que obedecieran en caso de que diera la orden de atacar a la druidesa.

Eithne efectuó una leve reverencia reconociendo la legitimidad del rey, y luego cargó directamente.

—¿Has sido tú el responsable del asalto al monje extranjero?

El monarca observó el gesto grave de la anciana y trató de apartar recuerdos de su infancia, cuando la mujer, en el esplendor de su belleza, acudía con regularidad a visitar a su padre. Veía la acusación en su semblante y fue más consciente que nunca de la influencia que aún tenía aquella casta sobre el alma irlandesa. Debía ser extremadamente cauto, pues su reinado, y tal vez su propia vida, dependían de la respuesta que le diera.

—¡Muy osada te muestras, mujer, al dirigirte a mí en ese tono! —respondió tratando de insuflar firmeza a sus palabras—. Yo acepté su ofrecimiento y lo dejé marchar en libertad, el obispo y varios soldados estaban presentes.

El régulo soportó el dardo azul de la mirada de la druidesa escrutándole el alma.

—He sabido —dijo Eithne— que, después de la agresión, fue traído de vuelta al castillo y arrojado al barranco sin piedad…

—Todo se realizó a mis espaldas. —Cormac se encogió de hombros—. Ese monje envenenó a uno de mis verdugos, que estuvo a punto de morir, luego escapó burlando a toda la guardia y tuve que reprocharles con dureza su negligencia. Como ves, se había granjeado unos cuantos enemigos. Yo, en cambio, nada tengo ya contra él. Cumplió con la ley y así lo he aceptado.

Eithne levantó un dedo y le señaló al pecho.

—¡Busca a los responsables! —gritó. De pronto la luz de la sala pareció menguar y el corazón del rey comenzó a latir con fuerza.

—¿Cómo se encuentra el hermano Brian? —terció el obispo Morann, intranquilo.

—Lleva tres días debatiéndose entre la vida y la muerte. Es un hombre fuerte y desea vivir, pero perdió mucha sangre…

—Ha sido algo lamentable. —El tono sincero del obispo pareció calmar la cólera de la anciana—. Ruego a Dios por la salud de ese monje.

—Harías bien en unirte a ese rezo, Cormac —espetó la anciana sin mostrar el menor respeto por el rey—. Ya te anunciamos que ese monje se halla bajo nuestra protección. Todos los ancianos del bosque hemos memorizado el
glam dicinn
que lleva tu nombre…

La amenaza estremeció al monarca. En sus puestos, los soldados se removieron incómodos. Sólo el obispo permaneció sereno, demostrando que era un cristiano convencido y que para él esa maldición formaba parte de las vetustas tradiciones celtas.

—El rey aceptó el
derbfine
, druidesa, ése es el hecho y así debéis aceptarlo. Las sospechas no deben ser objeto de juicio. ¡Sin pruebas, más vale que os mordáis la lengua!

La anciana miró al prelado en silencio, fijamente, hasta que comprobó satisfecha que el otro hacía esfuerzos para no retroceder atemorizado. La insistencia de los cristianos acabaría imponiéndose, pero aún faltaban siglos para que la luz del «conocimiento del roble» se extinguiera.

—Si el monje sobrevive, no queremos más injerencias —exigió Eithne con un vigor impropio de su edad.

—Ya te lo he dicho —insistió Cormac apartando los ojos de la abrasadora fuerza que desprendían los de ella—, yo no tuve nada que ver.

La anciana, sin relajar su semblante, efectuó una nueva reverencia y se disponía a abandonar la sala cuando la voz del obispo la detuvo.

—Resulta curioso el interés que los druidas se han tomado en este asunto…

Por primera vez la anciana pareció perder parte de su aplomo. Fue un gesto fugaz de inquietud que sólo Morann percibió.

—Ese monje respeta nuestras costumbres y fue piadoso con una de nuestras iniciadas. Eso nos basta.

—Sólo recuerdo una vez en la que los druidas mostrasteis el mismo interés por un cenobita: Patrick O’Brien.

—Ambos comparten el mismo propósito, ¿no es cierto, Morann?

El tono envenenado de la anciana hizo comprender al prelado que no era prudente seguir provocándola. La fe era aún frágil en la remota región de Clare. Si caía en desgracia o resultaba maldecido, perdería toda su feligresía y, con seguridad, su influyente cargo.

—Ciertamente —se avino a contestar—. El rey sabe que desde el primer momento me ha complacido que San Columbano vuelva a ser un monasterio cristiano, santificando así un terreno que fue pagano en tiempos pretéritos. Pero vuestra disposición hace que me pregunte si en esas ruinas hay algo más que os interese. Sabéis, como todos, que el
sid
ya no existe…

Eithne le lanzó una mirada de furia con sus penetrantes iris azules y abandonó la sala. Cuando la puerta se cerró tras ella, un pesado silencio se instaló en la estancia.

—Os lo advertí… —musitó Morann poco después; tenía la boca seca.

—¡Callaos! —espetó el rey—. Ahora tengo más claro que nunca cuál es el siguiente paso.

Hizo un mudo gesto a uno de los soldados y éste abandonó la sala del trono. Morann miraba receloso al monarca, pero Cormac permanecía sentado en el trono con expresión de profunda concentración.

Cuando la puerta se abrió de nuevo, el soldado entró, se hizo a un lado para dejar pasar a alguien, y dijo:

—Señor, está aquí desde esta mañana, esperando a ser recibido.

Entró un hombre con semblante temeroso. Tenía algo más de treinta años pero lucía una incipiente calva, su piel estaba ajada y los dientes, ennegrecidos por los abusos con el vino y el hidromiel. Caminaba arrastrando los pies. Morann compuso una mueca de repulsión y el resto de los guardias se miraron incrédulos.

—¡Ultán! ¡Mi soldado más fiel! —gritó el monarca en tono de burla.

El otro, sin embargo, exageró su reverencia. Su cuerpo, consumido y tembloroso, era una deleznable sombra del apuesto soldado que había sido.

—Es un honor regresar, rey Cormac —saludó con voz cascada.

El hombre observó la cámara, que tan gratos recuerdos le traía. Las pieles de animales seguían colgadas en los muros, incluso la majestuosa piel de uno de los últimos osos de la isla, que él mismo había ayudado a abatir. Cada rincón de aquella fortaleza era una puerta que conducía a momentos antaño agradables pero cuya evocación laceraba su abatido espíritu. Aspiró profundamente y trató de calmarse. Su mente, embotada por los efluvios del alcohol, no conseguía recordar la breve excusa de los dos soldados que lo habían sacado a rastras de un decrépito prostíbulo de Doolin y conducido durante la noche al castillo. Ignoraba por qué estaba allí.

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