—¿Adonde?
—Hay una casa. En el interior de la Camarga. Cerca del
Marais de la Sigoulette
. Hace muchos años que cinco hermanos se pelean por ella; la heredaron de su padre, siguiendo al pie de la letra la ley napoleónica, claro, y luego no se pusieron de acuerdo sobre qué hacer con la propiedad. No se hablan entre sí. Así que nadie paga para mantener la casa, ni para que la vigilen. Mi padre ganó su uso en una apuesta, hará unos quince años, y desde entonces es territorio nuestro. Nuestro
patrin
.
—¿Les ganó su uso a los hermanos? ¿Me estás tomando el pelo?
—No, a unos gitanos que la encontraron. Para los payos es ilegal, claro, y nadie más conoce el trato. Pero para nosotros es como si estuviera escrito en piedra. Simplemente, es así. A veces nos quedamos allí cuando vamos a las fiestas. No hay carretera para llegar, sólo un camino lleno de baches. Por allí, los
gardians
sólo usan caballos para ir de un lado a otro.
—¿Los
gardians
?
—Los guardas de los toros de la Camarga. Van montados en sus caballos blancos, y a veces llevan picas. Se conocen todos los rincones de los pantanos de la Camarga. Son amigos nuestros. Cuando a
Sara le kali
la bajan al mar, es la
Nacioun Gardiano
la que la custodia.
—Entonces, ¿también saben lo de esa casa?
—No. Nadie sabe que la usamos, sólo nosotros. Por fuera no parece habitada. Pero tenemos una entrada por el sótano, así que parece que no vive nadie hasta cuando estamos usándola.
—¿Y qué hacemos con el coche?
—Deberíamos dejarlo muy lejos de la Camarga.
—Pero entonces Ojos de Serpiente nos perdería. Y tenemos un acuerdo con Calque, ¿recuerdas?
—Entonces lo dejamos en Arles de momento. Podemos llegar a la Camarga con otros gitanos. Nos llevarán en cuanto nos vean. Pintamos una
shpera
, una señal en la carretera, y seguro que paran. Luego nos bajamos a un par de kilómetros de la casa y vamos andando, con la comida. Si necesitamos algo más, puedo salir de
manguel
.
—¿De qué?
—A pedir en las granjas. —Alexi levantó los ojos de la carretera. Empezaba a acostumbrarse a explicarle las cosas del mundo gitano a Sabir. Incluso adoptó una expresión peculiar, a medio camino entre el experto televisivo con intenciones comerciales y el guía espiritual recién iluminado.
—Yola, como todas las chicas gitanas, ha tenido que aprender desde que era una
chey
a convencer a los agricultores de los pueblos de que compartan la comida que les sobra. Yola es una artista del
manguel
. La gente se siente privilegiada por darle cosas.
Sabir se echó a reír.
—Eso no me cuesta creerlo. A mí, desde luego, ha conseguido convencerme de que haga un montón de cosas que jamás habría imaginado que haría mientras tuviera dos dedos de frente. Y por cierto, ¿qué vamos a hacer cuando estemos en la casa y hayas saqueado el campo?
—Cuando estemos dentro, nos quedamos escondidos hasta las fiestas. Robamos a Sara. La escondemos. Luego volvemos al coche y nos vamos. Llamamos a Calque. Y la policía se encargará del resto.
A Sabir se le heló la sonrisa.
—Dicho así, parece muy fácil.
—Creo que le tengo.
—Pues reduzca.
—Pero no debería perderle de vista.
—No, Macron. Nos verá y se asustará. Sólo vamos a tener una oportunidad, sólo una. He ordenado que monten un control invisible justo antes de llegar a Millau, donde la carretera se estrecha al pasar por un cañón. Le dejaremos pasar. Medio kilómetro más adelante hay otro control de carretera, uno evidente. Dejamos pasar a Sabir y a los gitanos. Luego lo sellamos. Si Ojos de Serpiente intenta dar media vuelta, lo tendremos en una trampa, como una rata. Y ni él podrá trepar por esos barrancos.
—¿Y los versos?
—Que les den por culo a los versos. Yo quiero a Ojos de Serpiente fuera de las calles. De una vez por todas.
En su fuero interno, Macron empezaba a pensar que su jefe estaba perdiendo la cabeza. Primero, el embrollo de Rocamadour, que había dado como resultado la muerte innecesaria del guarda nocturno (Macron estaba convencido desde entonces de que, de haber estado él al frente de la investigación, aquello no habría ocurrido). Y, luego, la solemne estupidez de abandonar su puesto en Montserrat, por la que él había tenido que pagar los platos rotos (a fin de cuentas, había sido a él a quien Ojos de Serpiente le había dado una paliza, y no a Calque). Y ahora esto.
Macron estaba convencido de que podían atrapar solos a Ojos de Serpiente. Seguirle a distancia prudencial. Aislarle e identificar su vehículo. Colocar coches sin distintivos delante y detrás de él. Y luego llevárselo por delante. No hacían falta controles de carretera estáticos: daban tantos problemas que no merecían la pena. Si no se tenía cuidado, uno acababa persiguiendo a otro coche a toda velocidad por un campo de girasoles lleno de piedras. Y luego te tirabas tres semanas rellenando formularios para explicar los desperfectos de los vehículos policiales. La clase de burocracia que le ponía enfermo.
—Conduce un Volvo todoterreno blanco. Tiene que ser él. Me voy a acercar un poco. Tengo que asegurarme. Informar sobre el número de matrícula.
—No se acerque más. Nos va a ver.
—No es un superhombre, señor. No sabe que sabemos que va siguiendo a Sabir.
Calque suspiró. Había sido una estupidez concederle aquel único favor a Macron. Pero así actuaba el sentimiento de culpa. Le ablandaba a uno. Estaba claro que Macron era un racista. Y su racismo se acentuaba con cada día que pasaban en la carretera. Primero fueron los gitanos. Luego, los judíos. Y ahora, la familia de su novia. Eran
métis
. Mestizos. Por lo visto, Macron aceptaba que su novia fuera mestiza, pero no soportaba que lo fuera la familia de ella.
Calque imaginaba que votaba al Frente Nacional, pero él era de una generación para la que preguntar al prójimo por sus simpatías políticas era una falta de educación. Así que nunca lo sabría. O quizá Macron fuera comunista. En opinión de Calque, el Partido Comunista era todavía más racista que el Frente Nacional. Los dos partidos se apoyaban mutuamente con sus votos cuando lo creían necesario.
—Le digo que ya es suficiente. Olvida usted que en la sierra de Montserrat nos dio esquinazo. A Villada le parecía imposible que un hombre solo saliera de allí antes de que el monte estuviera rodeado por el cordón policial. Ese cabrón debe de moverse como un gato. Seguro que cruzó la raya antes de que los españoles empezaran con su operación.
—Está acelerando.
—Déjele. Quedan treinta kilómetros para echarle la soga al cuello. Tengo un helicóptero esperando en el aeropuerto de Rodez. Y un equipo de antidisturbios en Montpellier. No puede escapar.
Calque parecía competente, pensó Macron. Hablaba como si lo fuera. Pero todo eran idioteces. Aquel hombre era un aficionado. ¿Por qué dejar pasar la ocasión de atrapar a Ojos de Serpiente allí mismo, para poner en práctica un plan absurdo que seguramente acabaría cubriéndolos a todos de vergüenza? Un error más y él, Paul Éric Macron, tendría que olvidarse para siempre de ascender y hacerse a la idea de que volvería a patearse las calles como un eterno quiri.
Macron pisó suavemente el acelerador. Iban por carreteras rurales llenas de curvas. Ojos de Serpiente iría concentrado en lo que tenía delante. No se le ocurriría mirar si venía alguien por detrás, a medio kilómetro de él. Apretó discretamente el botón de la pistolera que esa mañana había metido bajo su asiento.
—He dicho que vaya más despacio.
—Sí, señor.
Calque volvió a acercarse los prismáticos a los ojos. La carretera tenía tantas curvas que, si miraba por ellos más de unos segundos seguidos, se mareaba. Sí. Macron tenía razón. El Volvo todoterreno tenía que ser el coche de Ojos de Serpiente. Desde hacía veinte kilómetros, era el único vehículo que circulaba entre ellos y Sabir. Notó la sequedad en la boca, el aleteo en el estómago que sólo le acometía en presencia de su ex mujer, una ruina de mantener.
Cuando doblaron la curva siguiente, Bale estaba de pie en medio de la carretera, a ochenta metros de distancia. Sostenía en alto la Star Z84 que le había quitado al policía catalán. Seiscientos disparos por minuto. Balas de 9 mm Lüger Parabellum en el cargador. Doscientos metros de alcance efectivo.
Sonrió, se apoyó la Z84 contra el hombro y apretó el gatillo.
Macron giró bruscamente el volante hacia la izquierda: fue una reacción instintiva, sin base alguna en conocimientos de conducción o manejo de emboscadas. El coche, sin distintivos policiales, se puso sobre dos ruedas. Macron dio un volantazo en dirección contraria para equilibrarlo. El automóvil siguió su trayectoria original, pero con una serie de violentas volteretas.
Bale miró el arma que empuñaba. Increíble. Funcionaba aún mejor de lo que esperaba.
El coche quedó de lado, entre tintineo y chirridos metálicos. Plástico, cristal y tiras de aluminio cubrían una faja de cincuenta metros de carretera. Bajo el coche y más allá de él iba formándose, como una hemorragia, un denso charco de aceite.
Bale miró rápidamente a un lado y otro de la carretera. Luego se agachó, recogió los casquillos gastados y se los guardó en el bolsillo. Había apuntado alto a propósito, hacia un descampado. Le hacía gracia pensar que (si habían sobrevivido al golpe) los dos policías no tendrían modo de probar que había estado allí.
Echando otra mirada hacia atrás casi con pereza, montó en el Volvo y siguió su camino.
—¿Qué va a impedir que Ojos de Serpiente nos ataque y nos obligue a decirle dónde están los versos?
—Que no sabemos dónde están los versos. Por lo menos, que él sepa.
Alexi puso cara de perplejidad. Miró a Yola inquisitivamente, pero se había quedado dormida en el asiento de atrás.
—Piénsalo, Alexi. Sólo sabe lo que le dijo Yola. Nada más.
Y ella no pudo decirle nada de las Tres Marías, porque no lo sabía.
—Pero…
—Además, sólo tiene la cuarteta de la base de la Virgen Negra de Rocamadour para seguir adelante. Esa cuarteta le mandó a Montserrat. Pero allí no consiguió la cuarteta escondida a los pies de la Moreneta, la cuarteta que afianza la conexión con los gitanos. Y tampoco sabe que me encontré con Calque, ni que Calque me dio el texto de la cuarteta de Montserrat como prueba de buena fe. Así que tiene que pegarse a nosotros. Tiene que dar por sentado que vamos a algún sitio concreto a buscar otra parte del mensaje. ¿Para qué va a molestarnos? No sabe que sabemos que nos sigue. Y seguramente está tan pagado de sí mismo después de esquivar a la policía española en Montserrat que se cree capaz de enfrentarse a toda la Police Nationale sin ayuda de nadie si son lo bastante tontos, o están lo bastante enfadados, como para volver a meterse con él.
—¿Cómo lo sabes?
—Por simple psicología. Y por lo que vi de su cara en el santuario de Rocamadour. Es un tipo acostumbrado a conseguir lo que quiere. ¿Y por qué lo consigue? Porque actúa. Instintivamente. Y sin una pizca de conciencia. Fíjate en su historial. Va siempre derecho a la yugular.
—Entonces, ¿por qué no le tendemos una trampa? ¿Por qué no usamos las mismas tácticas que él? ¿Por qué esperar a que venga por nosotros?
Sabir se recostó en su asiento. Alexi continuó:
—La policía la va a cagar, Damo. Siempre la caga. Ese tipo mató a mi primo. Al hermano de Yola. Hemos jurado vengarle. Tú estás de acuerdo. Le tenemos cogido de una cuerda: nos sigue allá donde vamos. ¿Por qué no tiramos un poco de la cuerda? ¿Por qué no le hacemos salir? Le haríamos un favor a Calque.
—Eso crees, ¿no?
—Sí, lo creo. —Alexi sonrió—. Me gusta la policía. Ya lo sabes. A los gitanos siempre nos han tratado bien, ¿no crees? Con respeto y dignidad. Con la misma educación y los mismos derechos que al resto de los franceses. ¿Por qué no vamos a ayudarles, para variar? ¿Por qué no devolverles el favor?
—¿No habrás olvidado lo que pasó la última vez?
—Esta vez estaremos mejor preparados. Y si pasa lo peor, siempre puede respaldarnos la policía. Será como John Wayne en
La diligencia
.
Sabir le lanzó una mirada de fastidio.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. No estamos jugando a indios y vaqueros. Pero creo que deberíamos usar contra ese tipo las mismas tácticas que usa él. La última vez casi funcionó…
—Dejando aparte tus testículos y tus dientes.
—Dejando aparte mis testículos y mis dientes. Sí. Pero esta vez funcionará. Si lo planeamos bien, claro. Y sí no perdemos los nervios.
Calque salió por la luna frontal del coche, hecha añicos. Se quedó tumbado un rato en el suelo, con los brazos extendidos, mirando el cielo. Macron tenía razón. El airbag funcionaba con el cinturón de seguridad. Funcionaba tan bien, de hecho, que le había roto la nariz. Levantó una mano y palpó su nueva forma, pero no tuvo valor para colocarla en su sitio.
—¿Macron?
—No puedo moverme, señor. Y huele a gasolina.
El coche se había parado justo en el vértice de la curva. A Calque se le ocurrió absurdamente abrir el maletero, sacar los triángulos de advertencia e ir a colocarlos renqueando, para que nadie se topara con ellos viniendo desde atrás. Las directivas sanitarias y de seguridad vial insistían en que, además, debía llevar un chaleco reflectante al hacerlo. Por un momento le dieron tentaciones de echarse a reír.
Pero se puso de rodillas con esfuerzo y se agachó para mirar debajo del coche.
—¿Llega a las llaves?
—Sí.
—Pues apague el motor.
—Se apaga automáticamente cuando salta el airbag. Pero lo he apagado de todas formas, para asegurarme.
—Bien hecho. ¿Llega a su teléfono móvil?
—No. Tengo la mano izquierda atrapada entre el asiento y la puerta. Y el airbag entre la mano derecha y el bolsillo.
Calque suspiró.
—Está bien. Voy a levantarme. Enseguida estoy con usted.
Se levantó tambaleándose. Toda la sangre se trasladó a la periferia de su cuerpo, y por un momento pensó que iba a desmayarse.
—¿Está bien, señor?
—Tengo la nariz rota. Y estoy un poco débil. Ya voy. —Se sentó en la carretera. Muy despacio, se tumbó hacia atrás y cerró los ojos. Detrás de sí oyó el chillido repentino y lejano de unos frenos recalentados.