Las negociaciones fracasaron a los cinco minutos de empezar el asedio. La mujer hizo a su marido un comentario que le sacó de quicio, y el hombre la mató, mató al negociador y se suicidó luego.
Aquélla fue la primera vez que Macron vio y comprendió la falibilidad intrínseca de la maquinaria policial, cuya eficacia era equivalente a la de los engranajes que la componían. Si uno de los dientes de la rueda se saltaba una hendidura, todo el aparato podía irse a pique. Más rápido que el
Titanic
.
A Macron le caía bien su mentor. Contaba con él para que tutelara y promoviera su carrera. Para que le guiara y le ayudara a superar su etapa de novato.
Después del asedio, se olvidaron de él por segunda vez. Como si le hubieran abandonado. Se acabaron los mentores. Se acabaron las ayudas para trepar por el poste resbaladizo. Y ahora estaba pasando lo mismo. Llegarían los detectives marselleses y le quitarían el caso. Intentarían ganarse a Calque. Y a él le dejarían al margen. Se llevarían todo el mérito que le correspondía por derecho.
Ojos de Serpiente le había hecho daño. Una vez físicamente, en el monte, y otra profesionalmente, en la carretera de Millau. Y ahora estaba ahí sentado, como una paloma puesta de cebo, en una habitación parcialmente iluminada, esperando a llevar la voz cantante por tercera vez.
Pero Macron sería la horma de su zapato. Tenía un arma. Tenía lo esencial: el factor sorpresa. Ojos de Serpiente se había colocado en la posición de un blanco inmóvil. ¿Quién sabría, en la barahúnda de un tiroteo, qué era lo que de verdad había pasado?
Si mataba a Ojos de Serpiente, tendría el futuro asegurado. Sería para siempre el que había vengado a las dos víctimas mortales del caso del gitano de París. El gitano no importaba, claro. Pero los guardias de seguridad eran policías honorarios; al menos, si eran asesinados. Macron ya podía imaginarse la envidia de sus colegas; la admiración de su novia; el respeto a regañadientes de su padre, siempre tan distante; la revancha triunfal de su maltratada madre, que había luchado con denuedo por su derecho a dejar la panadería e ingresar en la academia de policía.
Sí. Había negado la hora. Para Paul-Eric Macron, aquel sería el momento de la verdad.
Sabir esperaba a un lado de la carretera, como habían acordado. Macron le reconoció enseguida por la fotografía que guardaba en su teléfono móvil. Sabir había perdido peso desde entonces, y a su semblante le faltaba parte del aplomo cargado de engreimiento que exudaba en la fotografía promocional que habían descargado de la página web de su agencia. Bañada por la luz artificial de los faros del Simca estacionado, tenía cara de aeropuerto: la cara de un hombre en tránsito perpetuo.
El muy idiota hasta iba descamisado. ¿Por qué había parado el del coche? Si a él, no estando de servicio, le hubiera salido al paso un hombre medio desnudo en medio de una carretera solitaria y al anochecer, habría pasado de largo a toda pastilla, dejándole a merced del siguiente tonto que acertara a pasar por allí. O habría llamado a la policía. No se habría arriesgado a que le atracaran o le robaran el coche a punta de pistola parándose a recogerle. A veces la gente era muy rara.
Macron paró junto al Simca mientras escudriñaba la carretera en busca de trampas. A aquellas alturas, esperaba cualquier cosa de Ojos de Serpiente. Hasta que le tendiera una emboscada usando a Sabir como carnaza para conseguir un rehén policial.
—¿Está solo? ¿Sólo están ustedes dos? ¿Y el otro gitano?
—¿Se refiere a Alexi? ¿A Alexi Dufontaine? Está herido. Le he dejado con el caballo.
—¿El caballo?
—Llegamos a caballo. Por lo menos, Alexi.
Macron soltó un leve soplo de aire por entre sus dientes delanteros.
—Y usted,
monsieur
. ¿Le ha dejado a este hombre su teléfono?
El granjero agachó la cabeza.
—Sí. Sí. Estaba en la carretera con los brazos en alto. Casi le atropello. Me dijo que tenía que llamar a la policía. ¿Es usted de la policía? ¿Qué está pasando aquí?
Macron le enseñó su identificación.
—Voy a grabar su nombre y su dirección en mi móvil y a hacerle una fotografía. Con su permiso, por supuesto. Luego puede irse. Nos pondremos en contacto con usted si es necesario.
—¿Qué está pasando?
—¿Su nombre, señor?
Una vez acabadas las formalidades, Sabir y Macron vieron desaparecer el Simca en la oscuridad.
Sabir se volvió hacia el policía.
—¿Cuándo va a venir el capitán Calque?
—El capitán Calque no va a venir. Está coordinando la operación desde la gendarmería de Saintes-Maries. Los de las fuerzas especiales estarán aquí dentro de dos horas.
—Pero ¿qué demonios dice? Usted me dijo cincuenta minutos. Deben de estar ustedes locos. Ojos de Serpiente tiene a Yola encima de un taburete desde hace Dios sabe cuánto tiempo, con un nudo alrededor del cuello y la cabeza metida en una bolsa. Debe de estar muerta de miedo. Se caerá. Necesitamos una ambulancia. Personal médico. Un puto helicóptero.
—Cálmese, Sabir. Hay una emergencia en Marsella. El grupo de las Fuerzas Especiales con el que contamos normalmente para operaciones de esta naturaleza está ocupado con otros asuntos. Hemos tenido que recurrir a Montpellier. Ha habido que pedir permiso. Que comprobar identidades. Y todo eso suma tiempo. —Macron estaba asombrado por lo fácilmente que salían las mentiras de su boca.
—¿Qué vamos a hacer, entonces? ¿Esperar? Yola no puede aguantar tanto tiempo. Ni tampoco Alexi. Perderá los nervios y querrá entrar por la fuerza. Y yo también. Si él entra, entro yo.
—No, nada de eso. —Macron se tocó la cinturilla de la cazadora, justo por encima déla cadera—. Voy armado. Si es necesario, los esposaré al coche a los dos y los dejaré aquí para que los encuentren mis compañeros. A usted, Sabir, todavía se le busca por asesinato. Y tengo motivos para sospechar que sus acompañantes, Dufontaine y la chica, han estado utilizando esa casa ilegalmente. ¿Tiene usted idea de a quién pertenece en realidad? ¿O es que han estado cuidando la casa, por si acaso?
Sabir no hizo caso. Señaló el sendero que llevaba hacia la casa.
—¿Cuándo llegan los refuerzos municipales? Tienen que abrirse paso entre toda esa mierda, rodear la casa y contactar con Ojos de Serpiente enseguida. Cuanto antes empiecen a presionarle, mejor. Déjenle claro que no va a conseguir nada haciéndole daño a Yola. Ése era nuestro trato. El trato que hice con su jefe.
—Los refuerzos llegarán dentro de quince minutos. Veinte, como máximo. Saben exactamente adonde ir y qué hacer. Enséñeme cómo están las cosas, Sabir. Explíqueme exactamente en qué lío se han metido. Y luego veremos qué podemos hacer para sacarles de él.
Macron estaba decidido a seguir su plan. Era absurdamente sencillo. Había hecho un reconocimiento a la casa y entendía perfectamente su disposición. Una gran ventana abierta daba a la parte de atrás del
maset
. Esperaría a que Sabir y Alexi se mostraran, y luego entraría por ella, contando con que sus voces (y la concentración de Ojos de Serpiente en ellas) camuflaran el ruido de sus movimientos. En cuanto lo tuviera a tiro, lo dejaría fuera de combate; seguramente sería suficiente con dispararle al hombro derecho.
Porque Macron quería que fuera juzgado. No le bastaba con matarlo: quería que aquel cabrón sufriera. Igual que él había sufrido con sus pies. Y con su espalda. Y con su cuello. Y con el músculo de la parte de arriba de la nalga que le había aplastado el asiento del coche y que desde el accidente vibraba constantemente; sobre todo, cuando intentaba dormirse.
Quería que Ojos de Serpiente padeciera las pequeñas humillaciones del procedimiento burocrático que él, Macron, había tenido que soportar en su calidad de agente de policía raso. Todas sus evasivas, sus enredos y sus ultrajes inadvertidamente intencionados. Quería que se pudriera durante treinta años en una celda de un metro ochenta por tres, y que saliera siendo un viejo, sin amigos, sin futuro y con la salud hecha jirones.
Sabir decía la verdad, a fin de cuentas. Aquello era una emergencia. Saltaba a la vista que la chica estaba en las últimas. Se tambaleaba como una muñeca de trapo sobre un listónenlo. No podría aguantar los veinticinco minutos necesarios para que el helicóptero aterrizara a un kilómetro y medio del
maset
(la distancia precisa para que no se oyera su ruido) y los CRS se desplegaran.
Aquélla se había convertido en su misión. Era el hombre que la policía tenía in situ. Vacilar sólo podía conducir a una tragedia.
Macron se agachó junto a Sabir y Alexi. Comprobó que su pistola estaba cargada, regodeándose en la sensación de poder sobre los otros dos que le daba el arma.
—Denme tres minutos para negar a la parte de atrás de la casa, y luego déjense ver. Pero no se pongan a tiro de Ojos de Serpiente. Quédense cerca de los árboles y provóquenle. Háganle salir. Quiero ver su silueta en la puerta delantera.
—Si lo ve, ¿se lo cargará? ¿No va a dudar? Ese tío es un psicópata. Matará a Yola sin pensárselo dos veces. Sólo Dios sabe lo que le habrá hecho ya.
—Le dispararé. Lo he hecho ya. No sería la primera vez. Nuestro distrito de París no es ninguna guardería. Hay tiroteos casi cada día.
Las palabras de Macron no sonaban a verdad; Sabir no lograba creérselas. Aquel hombre tenía un punto de febril; un punto de farsante. Como si fuera un civil que se hubiera metido por casualidad en una operación policial y hubiera decidido, de improviso y por simple gusto, hacer el papel de policía.
—¿Está seguro de que el capitán Calque ha autorizado esto?
—Le he llamado hace un momento. Le he explicado que sería fatal esperar más. Faltan todavía quince minutos largos para que lleguen los refuerzos. En ese tiempo podría pasar cualquier cosa. ¿Están conmigo en esto?
—Yo digo que entremos ya. —Alexi se puso de rodillas—. Miradla. No soporto seguir viendo esto.
Teniendo en cuenta el tenor de las palabras de Alexi y la gravedad de la situación, Sabir decidió dejar a un lado sus recelos.
—Está bien, entonces. Haremos lo que dice.
—Tres minutos. Denme tres minutos. —Macron se deslizó entre la maleza, camino de la parte trasera del
maset
.
En cuanto oyó la voz de Sabir, Bale apagó con el extintor las velas y las lámparas de aceite que rodeaban a Yola. Había visto el extintor al ir a buscar la sopa a la cocina y enseguida había decidido qué uso convenía darle. Ahora cerró los ojos con fuerza y esperó a que se acostumbraran a la oscuridad. Yola gritó, aterrorizada.
—¿Qué era eso? ¿Qué has hecho? ¿Por qué se ha apagado la luz?
—Me alegra que por fin hayas aparecido, Sabir. La chica se ha estado quejando de que tiene las piernas cansadas. ¿Tienes las profecías? Si no, la chica se va a columpiar.
—Sí. Sí. Tenemos las profecías. Las llevo encima.
—Tráelas aquí.
—No. Suelta a la chica primero. Luego son tuyas.
Bale volcó el taburete echando hacia atrás la pierna.
—Se está columpiando. Te lo he advertido. Tienes unos treinta segundos antes de que se le rompa la tráquea. Después podrías intentar hacerle una traqueotomía de urgencia. Hasta te dejaré un lápiz para que se lo claves.
Sabir sintió, más que verlo, que Alexi pasaba a su lado como un rayo. Cinco minutos antes estaba de rodillas. Ahora corría derecho hacia la entrada del
maset
.
—¡Alexi! ¡No! ¡Te va a matar!
Se vio un fogonazo dentro de la casa. La figura en movimiento de Alexi se iluminó fugazmente. Luego volvió a hacerse la oscuridad.
Sabir echó a correr. Ya no le importaba morir. Tenía que salvar a Yola. Alexi le había abochornado echando a correr primero. Ahora seguramente estaba muerto.
Mientras corría, se sacó la navaja del bolsillo y la abrió. Hubo más fogonazos dentro del
maset
. Oh, Dios.
Nada más oír la voz de Sabir, Macron entró agazapado por la ventana trasera del
maset
. Se guiaría por las luces de la habitación delantera; con eso bastaría. Pero mientras avanzaba por el pasillo las luces se apagaron de pronto.
La voz de Bale se oía a la izquierda de la puerta abierta. Estaba cruzando la habitación. Macron distinguía a duras penas su silueta oscura recortada contra la tenue luz que entraba del exterior.
Intentó tirar a matar. Por Dios, que no hubiera dado a la chica. El resplandor repentino bastó para advertirle de la barricada de sillas y mesas que Bale había colocado frente al pasillo. Tropezó con la primera silla y cayó. Con desesperante lentitud, se giró para quedar de espaldas e intentó abrirse paso a patadas, pero sólo consiguió hundirse aún más en aquel laberinto de tablas.
Tenía aún la pistola en la mano. Pero estaba tumbado de espaldas como una cucaracha encallada. Disparó frenéticamente por encima de su cabeza, confiando en que Bale se mantuviera agazapado hasta que él pudiera desasirse de aquella maraña.
No funcionó.
Lo último que sintió Macron fue que Bale se arrodillaba sobre la mano en la que sostenía el arma, le obligaba a abrir la boca y, venciendo la barrera de su lengua hinchada, le metía en ella el cañón de una pistola.
Bale se había apartado inmediatamente de la chica después de volcar el taburete. En la Legión había aprendido a no quedarse nunca mucho tiempo en un mismo sitio durante un tiroteo. Su instructor le había inculcado a machamartillo que en un campo de batalla hay que moverse constantemente en carreras de cuatro segundos, al compás de un ritmo interno que hay que repetirse de cabeza:
Corres. Te ven. Cargan y apuntan. Caes
. Aquella vieja práctica le salvó la vida.
El disparo de Macron le atravesó el cuello seccionándole el trapecio, pasó rozando su arteria subclavia y le rompió la clavícula. Notó enseguida que su mano y su brazo izquierdos se entumecían.
Se giró hacia el peligro, levantando el brazo del arma.
Se oyó un estrépito cuando la persona que había entrado por detrás chocó con su barricada. Otro disparo se incrustó en el techo, encima de su cabeza, bañándole en yeso.
Con la adrenalina palpitándole aún en el cuerpo, Bale corrió hacia su enemigo. Había visto su silueta iluminada por el fogonazo de la pistola. Sabía dónde estaba su cabeza. Sabía que se había empantanado en la barricada. Sabía hacia dónde apuntaba instintivamente su pistola.