Las 52 profecías (20 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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—Hay una cosa que no le he dicho a Calque. Cierta información. Aún no sé si he hecho bien. Pero quería que nos guardáramos algún as en la manga. Algo que no sepa ninguna de las dos partes.

—¿Qué información?

—No le he dicho lo de la primera cuarteta. La que estaba grabada en la base de tu baúl. La que decía:

Hébergé par les trois mariés

Celle d'Egypte la dernière fit

La vierge noire au camaro duro

Tient le secret de mes versàses pieds
.

»He estado dándole muchas vueltas últimamente, y creo que contiene la clave.

—Pero ya la tradujiste. Nos dio la pista para ir a Rocamadour.

—Pero la traduje mal. No vi algunas claves. Concretamente, en el primer verso, que además tradicionalmente suele ser el más importante. Lo traduje como «los tres casados lo cobijaron», y después hice la tontería de no prestarle atención porque no parecía tener ni pies ni cabeza. Si os soy sincero, me dejé cegar por el anagrama del tercer verso, y por mi propia astucia al resolverlo e interpretarlo. La vanidad intelectual ha sido la perdición de gente mucho más lista que yo, y Nostradamus lo sabía. Puede incluso que lo preparara todo para que los idiotas como yo se precipitaran. Como una especie de adivinanza, o algo así, para ver si éramos lo bastante brillantes como para tomarnos esto en serio. Hace quinientos años, un error así me habría costado un viaje de varias semanas para nada. Gracias a la suerte y al progreso, sólo han sido un par de días. Fue una cosa que me dijo Gavril anoche lo que me hizo cambiar de idea.

—Gavril, ese
pantrillon
… ¿Qué puede decir ése que le aclare las cosas a nadie?

—Me dijo que resolveríais vuestros desacuerdos a los pies de santa Sara, Alexi. En el festival de las tres Marías. En Saintes-Maries-de-la-Mer, en la Camarga.

—¿Y qué? Lo estoy deseando. Así podré dejarle unos cuantos huecos para que se ponga más dientes de oro.

—No, no es eso. —Sabir sacudió la cabeza con impaciencia—.
Les Trois Maries
. Las Tres Marías. ¿Es que no lo veis? Ese acento agudo que puse en la cuarteta, el que convirtió «
maries
», marías, en «
mariés
», casados, fue sólo un truco de Nostradamus para cubrir el significado con hollín. No lo leímos bien. Y yo interpreté mal el verdadero sentido de la cuarteta. Lo único que sigo sin entender es quién es esa egipcia misteriosa.

Yola se inclinó hacia delante.

—Pues es muy sencillo. Es santa Sara. Ella también es una Virgen Negra. Para los
rom
es la Virgen Negra más famosa de todas.

—¿Qué dices, Yola?

—Santa Sara es nuestra santa patrona. La santa patrona de todos los gitanos. La Iglesia católica no la reconoce como una santa de verdad, claro, pero para los gitanos importa mucho más que las otras dos santas, María de Cleofás, la hermana de la Virgen, y María Salomé, madre del apóstol Santiago el Mayor, y también de Juan.

—¿Y qué tiene que ver con Egipto?

—Nosotros a santa Sara la llamamos Sara
L'Egyptienne
. La gente que se cree que sabe cosas dice que todos los gitanos venimos de India. Pero nosotros sabemos que no. Algunos vinimos de Egipto. Cuando los egipcios intentaron cruzar el mar Rojo, después de la huida de Moisés, sólo se salvaron dos. Esos dos fueron los fundadores de la raza gitana. Uno de sus descendientes fue
Sarae kali
, Sara la negra. Era una reina egipcia. Fue a Saintes-Maries-de-la-Mer cuando allí se rendía culto al dios egipcio del sol. Entonces se llamaba Oppidum-Râ. Sara se convirtió en su reina. Cuando las tres Marías, María de Cleofás, María Salomé y María Magdalena, junto con Marta, Maximino, Sidonio y Lázaro el resucitado fueron expulsados de Palestina en una barca a la deriva, sin remos, velas ni comida, llegaron a Oppidum-Râ empujados por el viento de Dios. Y la reina Sara bajó a la orilla para ver quiénes eran y decidir su destino.

—¿Por qué no me habías contado eso, Yola?

—Porque me confundiste. Dijiste que eran tres personas casadas. Pero Sara era virgen. Su
lacha
estaba intacta. No estaba casada.

Sabir levantó los ojos al cielo.

—¿Y qué pasó cuando Sara bajó a echarles un vistazo?

—Al principio, se burló de ellos. —Yola puso cara de dudar—. Debió de ser para ponerlos a prueba, creo yo. Luego, una de las Marías salió de la barca y se quedó de pie encima del agua, como hizo Jesucristo en el mar de Bethsaida. Le pidió a Sara que ella hiciera lo mismo. Sara se metió en el mar, y se la tragaron las olas. Pero otra María lanzó su manto sobre las aguas, y Sara se subió a él y se salvó. Luego les dio la bienvenida a su ciudad, y, cuando la convirtieron, les ayudó a formar una comunidad cristiana. María de Cleofás y María Salomé se quedaron en Saintes-Maries hasta que murieron. Sus huesos siguen allí.

Sabir se echó hacia atrás.

—Entonces, todo estaba contenido en ese primer verso. Lo demás era simple relleno. Lo que yo decía.

—No, no creo. —Yola movió la cabeza de un lado a otro—. Creo que era también una prueba. Para comprobar que los gitanos seguían siendo católicos: «Si
li boumian sian catouli
». Que todavía somos dignos de recibir los versos. Como una especie de peregrinación que hay que hacer antes de descubrir un gran secreto.

—¿Un rito de paso, quieres decir? ¿Como la búsqueda del Santo Grial?

—No entiendo lo que dices. Pero sí. Si te refieres a una prueba para asegurarse de que uno es digno de aprender algo, seguro que viene a ser lo mismo, ¿no?

Sabir se llevó las manos a la cabeza y apretó.

—Yola, nunca dejas de asombrarme.

67

Macron estaba enfadado. Tan enfadado que se subía por las paredes, echaba espumarajos por la boca, no era dueño de sí mismo. La hinchazón de un lado de la cabeza le había provocado un feo hematoma en el ojo, y tenía la sensación de que le habían dado con un mazo en la mandíbula. Tenía un dolor de cabeza espantoso, y los pies, que Ojos de Serpiente le había ablandado con la zapa, le hacían sentirse como si diera cada paso descalzo, sobre un lecho de guijarros y en un cajón de arena.

Vio a Calque acercarse por entre las mesas del café, contoneando las caderas como si hubiera oído en alguna parte (y hubiera creído) que todos los gordos eran, por defecto, excelentes bailarines.

—¿Dónde se ha metido?

—¿Que dónde me he metido? —Calque levantó una ceja al oír su tono.

Macron reculó rápidamente, con toda la dignidad de que fue capaz.

—Lo siento, señor. Me duele la cabeza. Estoy un poco gruñón. No me he expresado bien.

—Estoy de acuerdo con usted. Estoy tan de acuerdo con usted que creo que debería estar en un hospital y no aquí, sentado en un bar, con la boca hinchada grotescamente y las babas del café saliéndosele por ella. Mírese. Ni su madre le reconocería.

Macron hizo una mueca.

—Estoy bien, ya se lo he dicho. El médico español me dijo que no tengo conmoción cerebral. Y los pies sólo los tengo un poco magullados. Con las muletas no los apoyo mucho cuando ando.

—Y quiere estar aquí cuando caiga la presa, ¿no es eso? Para vengarse. ¿Renqueando detrás de Ojos de Serpiente con un par de muletas?

—Claro que no. Yo no me implico. Soy un profesional. Ya lo sabe.

—¿Lo sé?

—¿Va a echarme del caso? ¿A mandarme a casa? ¿Es eso lo que intenta decirme?

—No, no voy a hacer eso. ¿Y quiere que le diga por qué?

Macron asintió con la cabeza. No sabía qué estaba a punto de oír, pero tenía la sensación de que podía ser desagradable.

—Fue culpa mía que Ojos de Serpiente le atacara. No debí dejarle solo en el monte. No debí moverme de mi sitio. Podrían haberle matado. Y según mis normas, eso le da a usted derecho a un favor, a uno solo. ¿Quiere seguir en el caso?

—Sí, señor.

—Pues entonces voy a decirle de dónde vengo.

68

Sabir se frotó la cara con las manos como si se extendiera un poco de loción bronceadura.

—Todo esto tiene una pega.

—¿Cuál?

—La policía francesa no sólo no sabrá exactamente adonde vamos, gracias a que le he ocultado información a Calque, sino que seguirá persiguiéndome con todo su arsenal por la muerte de Babel y el asesinato del vigilante nocturno. Con vosotros como cómplices.

—¿Estás de broma?

—No, nada de eso. Hablo muy en serio. El capitán Calque me ha dicho que está haciendo todo esto por su cuenta.

—¿Y tú le crees?

—Sí, le creo. Podría haberme detenido esta mañana y haber tirado la llave de mi celda. Haberse llevado todos los laureles. Yo estaba absolutamente dispuesto a entregarme sin luchar. No soy un asesino de policías. Yo mismo se lo dije. Hasta cogió la Remington y luego me la devolvió.

Alexi silbó por lo bajo.

—Las autoridades podrían haberse pasado meses endosándome los actos de ese loco, y entretanto el hombre al que ellos llaman Ojos de Serpiente se habría largado, seguramente con los versos en su poder y listo para sacarlos a la venta. ¿Y quién podría demostrar dónde los encontró? Nadie. Porque no tienen rastros de ADN; por lo visto, aquí por la muerte de un gitano anónimo no se despliega todo el aparato policial. Y en todo caso, ya me habrían detenido, así que ¿para qué molestarse con el resto? El sospechoso ideal. Cuya sangre está convenientemente esparcida por toda la escena del crimen. Pan comido, ¿no?

—Entonces, ¿por qué está haciendo esto Calque? Si sale mal, le mandarán a la guillotina, seguro. O a Elba, al exilio, como a Napoleón.

—Qué va. Lo hace simplemente porque está deseando atrapar a Ojos de Serpiente. Fue culpa suya que atacara a su ayudante. Y también se siente responsable por la muerte del vigilante. Cree que debería haber adivinado que Ojos de Serpiente volvería a acabar lo que dejó pendiente. Pero dice que, cuando su ayudante y él descifraron lo de Montserrat, se dejó llevar por la euforia hasta el punto de que se cegó. Un poco como yo, en realidad.

—¿Estás seguro de que no es una trampa? Para poder cogeros a los dos. Porque a lo mejor piensan que trabajáis juntos.

Sabir soltó un gruñido.

—Y yo qué carajo sé. Lo único que sé es que esta mañana podría haberme detenido, y no lo ha hecho. Y para mí eso es un voto de confianza de la leche.

—Entonces, ¿qué hacemos?

Sabir se echó hacia atrás bruscamente, fingiendo sorpresa.

—¿Que qué hacemos? Pues irnos a la Camarga, eso hacemos. Pasando por Millau. En eso estoy de acuerdo con Calque. Luego nos perdemos un par de días entre diez mil parientes vuestros. Teniendo siempre en cuenta, eso sí, que Ojos de Serpiente puede encontrar nuestro coche cuando y donde le dé la gana, que todavía somos sospechosos de asesinato, y que la policía francesa nos persigue con las esposas y las ametralladoras preparadas.

—¡
Jesu Cristu
! ¿Y luego?

—Luego, dentro de seis días, cuando el festival de Las Tres Marías esté en pleno apogeo, salimos de nuestro escondite y birlamos la imagen de santa Sara en medio de una iglesia llena hasta los topes de acólitos fervorosos. Sin meternos en líos con Ojos de Serpiente. Y sin que una turba de fanáticos vengativos nos linche o nos haga pedazos. —Sabir sonrió—. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo, Alexi?

Segunda parte
1

Achor Bale sintió que una calma profunda descendía sobre él al ver que, con un pálpito suave, el localizador captaba la señal del coche de Sabir y la seguía.

Y sí. También estaba la sombra del localizador de la policía. Así que seguían en el caso. Era mucho pedir que le hubieran endilgado a Sabir el ataque en Montserrat. Pero había bastantes posibilidades de que le hubieran endosado la muerte del vigilante nocturno. Era raro, sin embargo, que siguieran sin detenerle: ellos también debían de ir detrás de los versos. Al parecer, tanto la policía como él andaban al acecho.

Bale sonrió y buscó a tientas en el asiento del copiloto el carné de Macron. Se lo puso delante y le dijo a la fotografía:

—¿Qué tal estás, Paul? ¿Un poco magullado?

Volvería a encontrarse con Macron, de eso estaba convencido. Había allí un asunto pendiente. ¿Cómo se atrevía la policía francesa a seguirle a España? Tendría que darles un escarmiento.

De momento, no obstante, concentraría todas sus energías en Sabir. El estadounidense iba hacia el sur… y no camino de Montserrat. ¿Y eso por qué? No podía haberse enterado de lo que había pasado en el monasterio. Y tenía exactamente la misma información que él sobre los versos: el meollo de la cuarteta grabada a fuego en la base del baúl, más los versos de Rocamadour. ¿Le habría ocultado algo la gitanilla en el río, al describirle lo que decían los versos del baúl? No. No lo creía. Cuando alguien estaba tan asustado que ya no podía ni controlar su vejiga, siempre se notaba. No se podía fingir un miedo tan fuerte. Era como una gacela a la que atrapaba un león: todos sus mecanismos físicos se colapsaban en cuanto el león la agarraba del cuello, de forma que se moría del susto antes de que el león aplastara su tráquea con los dientes.

Así era como
Monsieur
, su difunto padre, había enseñado a Bale a comportarse: avanzar sin pensar y con total convicción. Escoger el resultado óptimo de los propios actos y ceñirse a él al margen de las maniobras de diversión del contrincante. El ajedrez funcionaba en gran medida del mismo modo, y a Bale se le daba bien el ajedrez. Todo consistía en la voluntad de vencer.

Para colmo, su última llamada a
Madame
, su madre, había sido extremadamente satisfactoria. Había omitido el chasco de Montserrat, claro está, y sólo le había explicado que las personas a las que estaba siguiendo se habían entretenido en una boda: a fin de cuentas eran gitanos, no astrofísicos. Eran de los que se paraban a recoger espárragos silvestres en la cuneta mientras huían de la policía. Sublime.

Madame
, por tanto, se había mostrado absolutamente satisfecha de su conducta y le había dicho que, de sus muchos hijos, era a él al que más quería. En el que más confiaba para que cumpliera sus designios.

Mientras circulaba hacia el sur, Bale sintió que el espectro de
Monsieur
, su difunto padre, le sonreía con benevolencia desde más allá de la tumba.

2

—Sé adonde tenemos que ir a escondernos.

Sabir se volvió hacia Yola.

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