Las 52 profecías (18 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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Villada negó con la cabeza.

—Ojos de Serpiente. Está aquí.

Villada levantó una ceja.

—Nuestra gente ha encontrado su rastro. Usó su localizador hace cuatro horas, cerca de Manresa. También mató a un hombre en Rocamadour. Anoche. Un guardia de seguridad. Y a su perro. Ese tipo no es ningún peso pluma, Villada. Yo diría incluso que está entrenado para matar. El gitano de París y el guardia de seguridad de Rocamadour tenían el cuello roto. Y esa escena para distraernos que montó en la N-20. La del hombre y la mujer. Eso fue obra de un maestro.

—Casi parece que le admira.

—No. Le detesto. Pero es eficiente. Como una máquina. Ojalá supiera qué anda buscando.

Villada le lanzó una sonrisa.

—Puede que vaya detrás de usted. —Echó mano del radiotransmisor, como para diluir el peso de sus palabras—. Dorada a Mallorquín. Dorada a Mallorquín. ¿Me recibes?

La radio crepitó y emitió un breve estallido eléctrico. Luego, una voz cadenciosa emergió de ella.

—Mallorquín a Dorada. Te recibo.

—El blanco está cerca. Es posible que venga atravesando la sierra. Cambia de posición, si es necesario. Y tira a matar. Anoche mató a un guardia de seguridad francés. Y no fue el primero. No quiero que ninguno de nuestros hombres sea el siguiente en su lista.

Calque cogió del brazo a Villada.

—¿Qué quería decir con eso de atravesar la sierra?

—Muy sencillo. Si su gente le detectó hace cuatro horas en Manresa y desde entonces no hemos tenido noticias suyas, yo apostaría cincuenta contra uno a que viene por el monte. Es lo que haría yo en su lugar. Si no hay nadie esperándole, entra y se lleva la Virgen, se mete en un tren o roba un coche, y vuelve a salir. Si nos encuentra aquí, vuelve andando por la sierra y nosotros ni nos enteramos.

—Pero he dejado a Macron allá arriba. Completamente expuesto.

—No se preocupe. Ahora le mando a uno de mis hombres.

—Se lo agradecería, capitán Villada. Gracias. Muchísimas gracias.

62

Bale estaba tumbado boca abajo, a unos veinte metros del policía camuflado, cuando éste se volvió de pronto y empezó a escudriñar la falda del monte a través de sus prismáticos.

En fin. Su plan de sorprender al policía, interrogarle y robarle la ropa era inviable. Tanto peor. Era evidente, por otro lado, que ya no podría entrar en el santuario y echar un vistazo a la base de la Moreneta. Donde acechaba uno de aquellos payasos ocultos, siempre había otros rondando no muy lejos. Actuaban en manada, como macacos. Los muy cretinos creían, obviamente, que cuantos más fueran, mejor.

Bale buscó a tientas su pistola. No podía quedarse allí hasta que amaneciera: tendría que hacer algo. La silueta del policía se recortaba ahora claramente contra la luminosa explanada del monasterio, que se extendía a su espalda. Le mataría y se escondería luego cerca de los edificios. La policía pensaría que había vuelto al monte, y concentraría sus esfuerzos en esa dirección. A la mañana siguiente aquello estaría lleno de helicópteros.

Era casi seguro que encontrarían su coche. Se lo llevarían para hacerle pruebas de ADN y buscar huellas. Darían con él. Lo meterían en sus ordenadores. Le abrirían un expediente. Bale se estremeció supersticiosamente.

El policía se levantó, dudó un momento y echó luego a andar colina arriba, hacia él. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Le habían visto? Imposible. Aquel tipo habría dado rienda suelta a su ametralladora Star Z84. Bale sonrió. Siempre había querido una Star. Un arma pequeña y útil. Seiscientas balas por minuto.

Una Lüger Parabellum de 9 mm. Doscientos metros de alcance efectivo. La Star compensaría, al menos en parte, la pérdida de su Remington.

Se quedó quieto, con la cara vuelta hacia el suelo. Sus manos (la única parte de su cuerpo, aparte de su cara, que podía destacar a la luz incipiente de la Luna) estaban bien escondidas bajo él, sujetando la pistola.

El hombre avanzaba derecho hacia él. Pero iría mirando hacia delante. No esperaría encontrarse nada en el suelo.

Bale respiró hondo y contuvo el aliento. Oía la respiración del policía. Notaba el olor de su sudor, y el tufo a ajo que le había dejado la cena. Bale refrenó el impulso de levantar la cabeza para mirar dónde estaba exactamente.

El policía resbaló en una piedra y rozó con un pie el codo de Bale. Luego pasó de largo y siguió pendiente arriba, hacia Macron.

Bale se giró apoyándose sobre la cadera. Con un solo impulso se situó a la espalda del policía y apoyó la Redhawk contra su garganta.

—Al suelo. De rodillas. Y ni un ruido.

Bale notó que el policía tomaba aire bruscamente. Sintió la tensión de sus hombros. Era inútil. El otro pensaba responder.

Bale le golpeó en la sien con el cañón de la Redhawk y luego otra vez, en la base del cuello. Era absurdo matarle. No quería hacer enfadar a los españoles más de lo estrictamente necesario. De ese modo, culparían a los franceses por haberlos colocado en una situación tan ingrata y humillante. Si mataba a uno de ellos, le echarían encima a la Interpol y lo acosarían hasta el día de su muerte.

Agarró la Star y registró los bolsillos del policía en busca de algo que pudiera serle útil. Esposas. Documentación. Sintió por un momento la tentación de llevarse el transmisor que llevaba adosado al casco, pero pensó que quizá los demás agentes camuflados pudieran encontrar su rastro a través de él.

¿Debía volver a hacerle una visita al teniente Macron? ¿Darle otro golpe en la cabeza?

No. No tenía sentido. Disponía de media hora, quizá, para cruzar el monte antes de que se dieran cuenta de lo que había pasado. Con un poco de suerte, sería suficiente. Era imposible que pudieran seguirle a oscuras, y para cuando amaneciera él ya estaría muy lejos. De vuelta en Gourdon, para reencontrarse con su amigo Sabir.

63

—Creo que ya has bebido bastante, Alexi. Mañana vas a estar hecho polvo.

—Me están doliendo los dientes y las costillas nuevamente. La
rakia
me sienta bien. Es antiséptica. —Se le trabó tanto la lengua que pareció que decía «atlética».

Sabir miró a su alrededor buscando a Yola, pero no la vio por ningún lado. La fiesta de la boda estaba dando sus últimos coletazos, y los músicos iban desistiendo poco a poco, bien por cansancio, bien por embriaguez, lo que llegara primero.

—Dame la pistola. Quiero disparar.

—No es buena idea, Alexi.

—¡Dame la pistola! —Alexi le agarró por los hombros y le zarandeó—. Quiero ser John Wayne. —Describió con la mano un gran arco que abarcó todo el campamento y las caravanas que los rodeaban—. ¡Soy John Wayne! ¡Voy a fundiros a tiros!

Nadie le hizo caso. A lo largo de la noche, con sorprendente frecuencia, había habido hombres que, enfebrecidos por el alcohol, se ponían en pie y empezaban a dar voces. Uno hasta aseguraba ser Jesucristo. Su mujer había corrido a sacarle de allí entre los abucheos y los subidos de quienes estaban menos borrachos que él. Sabir supuso que a aquello debía de referirse el novelista Patrick Hamilton al definir las cuatro fases de la embriaguez como borracho a secas, borracho peleón, borracho como una cuba y borracho perdido. Alexi estaba en la fase peleona, y saltaba a la vista que aún le quedaba mucho camino por recorrer.

—¡Eh! ¡John Wayne!

Alexi se volvió teatralmente, echando mano de un imaginario par de pistolas.

—¿Quién me llama?

Sabir ya había reconocido a Gavril.
Ya estamos
, se dijo. ¿Quién decía que la vida era imprevisible?

—Yola dice que no tienes huevos. Que el tío que te dejó sin dientes te arrancó también las pelotas.

Alexi se tambaleó un poco, con la cara crispada por la concentración.

—¿Qué has dicho?

Gavril se acercó lentamente, pero tenía los ojos fijos en otra parte, como si una parte de él fuera ajena a lo que estaba tramando.

—Yo no he dicho nada. Lo ha dicho Yola. Yo no sé nada de tus huevos. La verdad es que siempre he sabido que no tenías. Es un problema de familia. Ningún Dufontaine tiene huevos.

—Alexi, déjalo. —Sabir le puso una mano en el hombro—. Está mintiendo. Intenta provocarte.

Alexi se desasió.

—Yola no ha dicho nada de eso. No ha dicho que no tenga huevos. Ella no sabe nada de eso.

—Alexi…

—¿Y quién me lo ha dicho, si no? —Gavril alargó los brazos, triunfante.

Alexi miró a su alrededor como si esperara que Yola doblara de pronto la esquina de alguna caravana y confirmara lo que había dicho Gavril. Tenía una expresión de fastidio, y su boca se inclinaba hacia abajo por uno de sus lados, como si, además de las magulladuras que le había dejado la silla, hubiera sufrido una leve apoplejía.

—Aquí no vas a encontrarla. Acabo de dejarla. —Gavril se olfateó los dedos melodramáticamente.

Alexi se lanzó hacia él cruzando el claro. Sabir estiró un brazo y le dio la vuelta, como habría hecho con un niño. Alexi se sorprendió tanto que perdió pie y cayó pesadamente de culo. Sabir se interpuso entre Gavril y él.

—Dejadlo ya. Está borracho. Si tenéis algún problema, podéis resolverlo en otro momento. Esto es una boda, no una
kris
.

Gavril vaciló con la mano suspendida sobre uno de sus bolsillos.

Sabir notó que Gavril estaba convencido de que podía vérselas con Alexi de una vez por todas, y que no estaba dispuesto a consentir que él se entrometiera. Sabir sintió el peso frío de la Remington en el bolsillo. Si Gavril iba por él, sacaría la pistola y le dispararía un tiro de advertencia a los pies. Pondría fin a aquello allí mismo. No le apetecía, desde luego, que le dieran una puñalada en el hígado en una época tan temprana de su existencia.

—¿Tú por qué hablas por él, payo? ¿Es que no tiene huevos para hablar solo? —La voz de Gavril había empezado a perder su premura.

Alexi estaba tumbado boca abajo en el suelo, con los ojos cerrados; era evidente que no podía hablar con nadie. Obviamente, había pasado de borracho peleón a borracho perdido sin molestarse en visitar la fase intermedia.

Sabir intentó aprovechar su ventaja.

—Ya te he dicho que podéis resolver esto en otro momento. Una boda no es sitio para eso.

Gavril rechinó los dientes y echó la cabeza hacia atrás.

—Muy bien, payo. Dile una cosa de mi parte a ese capullo de Dufontaine. Dile que, cuando vaya a las fiestas de las tres Marías, le estaré esperando. Que decida santa Sara por nosotros.

Sabir sintió como si la tierra oscilara suavemente bajo sus pies.

—¿Las fiestas de las tres Marías? ¿Has dicho eso?

Gavril se echó a reír.

—No me acordaba de que eres un intruso. De que no eres de los nuestros.

Sabir hizo caso omiso del insulto tácito; tenía los ojos fijos en la cara de Gavril, como si intentara forzarle a responder.

—¿Dónde son esas fiestas? ¿Y cuándo?

Gavril se dio la vuelta como si fuera a marcharse, pero cambió de idea en el último momento. Estaba claro que disfrutaba de aquel giro repentino en la dinámica de la conversación.

—Pregunta por ahí, payo. Cualquiera te lo dirá. Las fiestas de
Sara e kali
se celebran todos los años en Saintes-Maries-de-la-Mer, en la Camarga. Es dentro de cuatro días. El 24 de mayo. ¿Por qué crees que estamos todos aquí, en esta mierda de boda? Vamos hacia el sur. Van todos los gitanos franceses. Hasta ese capón que tienes ahí tendido.

Alexi dio un respingo, como si su subconsciente hubiera captado el insulto. Pero el alcohol era un soporífero demasiado potente, y empezó a roncar.

64

—¿Por qué John Wayne?

—¿Qué dices?

—Que por qué John Wayne. Anoche. En la boda.

Alexi sacudió la cabeza en un vano intento de despejarse.

—Era una película.
Hondo
. La vi en la tele de mi abuelo. Cuando vi esa película, quise ser John Wayne.

Sabir se rió.

—Qué raro, Alexi. No me imaginaba que fueras aficionado al cine.

—No a cualquiera. Sólo me gustan las películas de vaqueros. Randolph Scott, Clint Eastwood, Lee van Cleef… Y John Wayne. —Le brillaron los ojos—. Mi abuelo prefería a Terence Hill y Bud Spencer, pero para mí no eran vaqueros de verdad. Sólo eran gitanos italianos haciendo de vaqueros. John Wayne sí que era de verdad. Tenía tantas ganas de ser como él que me daba ardor de estómago. —Se quedaron los dos callados. Luego, Alexi levantó la mirada—. Gavril dijo cosas, ¿no?

—Algunas.

—Mentiras. Mentiras sobre Yola.

—Me alegra que te des cuenta de que eran mentiras.

—Claro que son mentiras. Ella no le diría eso de mí. Eso de que aquel tipo me dio una patada en los huevos cuando estaba atado.

—No, no se lo diría.

—Entonces, ¿cómo lo sabe? ¿De dónde se lo ha sacado?

Sabir cerró los ojos en un gesto del tipo «Dios, dame paciencia».

—Pregúntaselo tú. Viene para acá, la estoy viendo por la ventana.


Vila Gana
.

—¿Qué es eso?

—Nada.

—¿
Vila
significa vil? ¿Es eso?

—No. Significa bruja. Y
Gana
es la reina de las brujas.

—Alexi…

Alexi apartó su manta teatralmente.

—¿Quién crees que se lo dijo a Gavril, si no? ¿Quién más lo sabía? Viste a ese
diddikai
oliéndose los dedos, ¿no?

—Te estaba provocando, idiota.

—Yola ha roto la
leis prala
. Ya no tiene lacha. No es una
lale romni
. No me casaré con ella.

—Alexi, no entiendo la mitad de lo que dices.

—Digo que ha roto la ley de la hermandad. Que no tiene vergüenza. Que no es una buena mujer.

—Por Dios, hombre. No hablarás en serio.

La puerta se abrió. Yola asomó la cabeza por el marco.

—¿Por qué estáis discutiendo? Se os oía desde la otra punta del campamento.

Alexi se quedó callado. Puso cara de estar al mismo tiempo harto, furioso y listo para aguantar una reprimenda.

Yola se quedó mirando desde el umbral.

—Has discutido con Gavril, ¿verdad? ¿Os habéis peleado?

—Eso es lo que a ti te gustaría, ¿no? ¿Que nos peleáramos? Así te sentirías perseguida.

Sabir empezó a acercarse a la puerta.

—Creo que será mejor que os deje solos. Algo me dice que aquí somos multitud.

Yola levantó una mano.

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