Las 52 profecías (23 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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Yola miró frenéticamente hacia atrás. Aflojó el paso. ¿Qué hacía él? Estaba hablando, con el camarero. Qué idiota, qué idiota, salir corriendo sin pagar. Intentó recuperar el aliento, pero su corazón parecía momentáneamente desbocado.

¿Y si no era él? ¿Por qué había echado a correr así? Aquel hombre tenía algo. Había algo en su forma de sonreírle. Casi como si se conocieran de antes. Como si tuvieran confianza.

Se quedó en la esquina de la calle, mirándole hablar con el camarero. Iba a marcharse. No tenía nada que ver con ella. Se había asustado por nada. Y el teléfono estaba sonando. Quizá Damo quería que llamara a la policía. Quizá quería decirle que habían matado a Ojos de Serpiente.

¿Ojos de Serpiente? Yola se acordó de los ojos del hombre. Se acordó de cómo la habían traspasado en el café.

Emitió un gemido suave y echó a correr.

Tras ella, el Volvo empezó a ganar velocidad.

13

Al principio, Yola corrió sin pensar. Sólo quería alejarse, alejarse del coche blanco. En cierto momento, sin embargo, tuvo suficiente presencia de ánimo para tomar un callejón estrecho, por el que sabía que el enorme Volvo no podría seguirla fácilmente. Aquel momentáneo descenso de tensión la calmó, y permitió que su mente dominara sus emociones por primera vez desde que, tres minutos antes, había reconocido a su agresor.

El Volvo la seguía ahora más despacio y a rachas: unas veces aceleraba impulsivamente, y frenaba luego cuando ella menos se lo esperaba. Yola comprendió de pronto que la estaba llevando, como si fuera una vaca, hacia las afueras del pueblo.

Y Damo había llamado. Tenía que ser él. Lo que significaba que Alexi y él quizás hubieran vuelto a recogerla.

Miró angustiada por encima de su hombro derecho, hacia el centro del pueblo. Llegarían por la carretera del hospital. Su única salvación era encontrarse con ellos. Si Ojos de Serpiente seguía así, ella acabaría cansándose, y él podría cogerla sin dificultad.

Vio que un hombre salía de una tienda, se agachaba para subirse los calcetines y se acercaba a su bicicleta, que estaba atada a un plátano de sombra. ¿Debía llamarle? No. Sabía intuitivamente que Ojos de Serpiente le mataría sin contemplaciones. Había una especie de fatalidad en su modo de seguirla, como si todo aquello estuviera predeterminado. No involucraría a nadie, a nadie que no formara parte ya de aquel bucle hermético.

Con la mano en el corazón, corrió hacia el centro del pueblo, avanzando en diagonal para cruzar la carretera por la que podían llegar Alexi y Damo. ¿Cuánto tiempo hacía que habían llamado? ¿Cinco minutos? ¿Siete? Yola resollaba como un caballo; sus pulmones no estaban acostumbrados al aire seco del pueblo.

Tras ella, el Volvo volvió a acelerar como si esta vez fuera de veras por ella. Como si pensara arrollarla.

Yola se metió en un kiosco de prensa y volvió a salir enseguida, temiendo verse atrapada. Si pasara un coche de policía… O un autobús… Lo que fuera.

Se metió en otro callejón. A su espalda, el Volvo pasó de largo, adelantándose a su salida.

Yola dio media vuelta y siguió hacia la calle principal. Si él daba la vuelta en ese momento, si daba la vuelta antes de llegar a la salida del callejón, estaba perdida.

Ahora corría de veras. El esfuerzo hacía que el aire escapara de sus labios con leves gemidos. Recordó las manos de aquel hombre sobre su cuerpo. Sus palabras. El efecto contundente de su voz. Había sabido entonces que no tenía escapatoria. Que aquel hombre haría exactamente lo que decía. Si volvía a atraparla, la dejaría inconsciente para acallarla. Podía hacerle cualquier cosa. Ella no se enteraría.

Salió a la carretera mirando a derecha e izquierda en busca del Audi. La carretera estaba desierta.

¿Debía volver hacia el pueblo? ¿De vuelta al café? ¿O dirigirse al hospital?

Tomó la carretera del hospital. Cojeaba y apenas podía correr.

Cuando el Volvo de Bale dobló la esquina, Yola tropezó y cayó de rodillas.

Era mediodía. Todo el mundo se había ido a comer. Estaba sola.

14

—¡Es Yola! ¡Está en el suelo! —Sabir dio un volantazo hacia la acera.

—Mira, Damo. —Alexi le agarró del brazo.

Sabir levantó la vista. Un Volvo todoterreno con los cristales tintados dobló la esquina lentamente y se detuvo al otro lado de la carretera, a unos cincuenta metros de la chica. La puerta se abrió y bajó un hombre.

—Es él. Es Ojos de Serpiente.

Sabir salió del Audi.

Yola se levantó tambaleándose suavemente, con los ojos fijos en el Volvo.

—Alexi, ve a buscarla. —Sabir se sacó la Remington del bolsillo. No apuntó a Ojos de Serpiente (habría sido absurdo, a aquella distancia), sino que la sostuvo contra un lado de los pantalones, como si fuera a guardársela otra vez en el bolsillo y hubiera olvidado por un momento que la llevaba en la mano—. Vamos, métela en el coche.

Ojos de Serpiente no se movió. Se limitó a vigilar sus movimientos como un observador neutral en un intercambio de prisioneros entre dos naciones en guerra.

—¿Estáis los dos dentro? —Sabir no se atrevía a apartar los ojos de su oponente, que permanecía extrañamente inmóvil.

—¿Ésa es mi pistola? —Su voz sonó medida, controlada, como si estuviera dirigiendo una negociación prevista entre facciones hostiles.

Sabir empezó a sentirse mareado, casi hipnotizado. Levantó la pistola y la miró.

—Le doy diez minutos de ventaja si la deja en la carretera.

Sabir movió la cabeza de un lado a otro. Estaba aturdido. En una realidad paralela.

—Será una broma.

—Hablo muy en serio. Si deja la pistola, me apartaré de mi coche y volveré andando hacia el centro del pueblo. Regresaré aquí dentro de diez minutos. Podrán irse en la dirección que quieran. Siempre y cuando no sea hacia el hospital, claro.

Alexi se inclinó sobre el asiento delantero.

—No sabe que sabemos lo del localizador —le susurró atropelladamente a Sabir—. Cree que podrá encontrarnos sin problemas si nos hemos llevado ya
La Négrette
. Pero cuenta con que no nos la hayamos llevado. Sólo hay cuatro carreteras para salir de este pueblo. Verá por dónde nos vamos y nos seguirá. Necesitamos esos diez minutos. Deja la pistola. Quitaremos el localizador, como tú decías.

Sabir levantó la voz.

—Pero entonces no tendremos con qué defendernos.

Alexi murmuró entre dientes:

—Déjale la puta pistola, Damo. Ya conseguiremos otra en el… —Se detuvo, como si pensara de pronto que Bale podía leerle los labios, u oír milagrosamente sus palabras a cincuenta metros de distancia—… donde vamos.

Bale estiró el brazo hacia atrás y sacó la Ruger de su funda. Levantó la pistola y la sostuvo con ambas manos, apuntando a Sabir.

—Puedo volarle la rodilla. Y entonces no podrá conducir. O puedo volarle una rueda delantera. Con el mismo efecto. Esta pistola da en el blanco a ochenta y cinco metros. La suya, a unos diez.

Sabir retrocedió, protegiéndose tras la puerta del coche.

—Eso lo traspasa sin problemas. Pero armar jaleo aquí no nos conviene a ninguno. Deje el arma. Dejen libre el camino hacia el hospital. Y podrán marcharse.

—Deje su pistola. Dentro del coche.

Bale se acercó al Volvo. Arrojó la Redhawk sobre el asiento delantero.

—Ahora apártese.

Bale dio tres pasos hacia el centro de la calzada. Una camioneta Citroën azul pasó junto a ellos. Los pasajeros iban hablando. No les prestaron atención.

Sabir ocultó la Remington a su espalda e hizo como si volviera al Audi.

—¿Hemos alcanzado un acuerdo, señor Sabir?

—Sí.

—Entonces deje la pistola junto al bordillo, en la alcantarilla. Ahora me voy. —Cerró las puertas del Volvo con el mando a distancia—. Si no hacéis lo que os digo, os daré caza, sea lo que sea lo que encuentre en la capilla del hospital, y me aseguraré de que sufráis mucho tiempo antes de morir.

—Voy a dejar la pistola. Descuide.

—¿Y la Virgen Negra?

—Está en el hospital. No hemos tenido tiempo de cogerla. Ya lo sabe.

Bale sonrió.

—La chica… Puede decirle que es muy valiente. Y también que sentí mucho asustarla junto al río.

—Puede oírle. Estoy seguro de que estará conmovida.

Bale se encogió de hombros y se volvió como si se dispusiera a marcharse. Luego se detuvo.

—La pistola era de
Monsieur
, mi padre, ¿sabe? Trátela con cuidado, por favor.

15

—¿Crees que está loco?

Alexi acababa de cambiar la matrícula del coche por tercera vez. Prefería, como de costumbre, los merenderos y los miradores con amplias vistas, desde los que podía ver llegar fácilmente a los dueños de los coches.

—No.

—¿Por qué? —Se deslizó en el asiento delantero y volvió a guardar el destornillador en la guantera—. Podría habernos cogido. Tenía un pistolón. Lo único que tenía que hacer era correr hacia nosotros disparando.

—¿Qué? ¿Como en
Dos hombres y un destino
?

—No te burles de mí, Damo. Lo digo en serio. No nos habría dado tiempo a escapar.

—Pero él no nos quiere a nosotros.

—¿Qué dices?

—Nosotros sólo somos un medio para alcanzar un fin, Alexi. Un medio de llegar a los versos. Si se hubiera liado a tiros a las afueras del pueblo, habría tenido menos oportunidades de llegar al hospital antes que la policía. Está todo sellado. Sólo hay cuatro carreteras para salir de aquí, como tú decías. Para la policía sería un juego de niños cerrar todas las salidas. Y mandar luego un helicóptero. Sería como cazar conejos con un hurón.

—Ahora sé lo que sienten los conejos. Y yo toda la vida pensando que era un hurón.

—Eres un hurón, Alexi. Un hurón muy valiente. —Yola se irguió en el asiento de atrás—. Gracias por salvarme.

Alexi se sonrojó. Hizo una mueca, se encorvó, empezó a sonreír y luego dio una palmada en el salpicadero.

—Soy valiente, ¿a que sí? Podría haberme pegado un tiro. Pero aun así salí corriendo a la calle y te cogí. ¿Tú lo viste, Damo?

—Sí, lo vi.

—Te cogí, ¿verdad, Yola?

—Sí, me cogiste.

Sentado en el asiento delantero, Alexi se sonrió.

—Puede que te rapte cuando estemos en Saintes-Maries. A lo mejor le pido a santa Sara que bendiga a nuestros hijos.

Yola se irguió un poco.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo?

Alexi miraba hacia delante con decisión, como el Cid entrando en Valencia al frente de su ejército.

—Sólo he dicho que a lo mejor lo hacía. No te hagas ilusiones. —Dio un golpe a Sabir en el hombro—. Empezar como uno quiere seguir, ¿eh, Damo? Eso es lo que hay que hacer con las mujeres.

Sabir y Yola se miraron por el espejo retrovisor. Ella levantó los ojos al cielo, resignada. Él se encogió de hombros y ladeó la cabeza comprensivamente. Ella contestó con una sonrisa cómplice.

16

—Se han deshecho del localizador.

—¿Qué? ¿Del de Ojos de Serpiente?

—No, del nuestro. Me parece que es el único que han encontrado. Creo que creen que es el de Ojos de Serpiente. ¿No es eso lo que les dijo? ¿Que sólo había uno?

Calque suspiró. Las cosas no estaban saliendo exactamente como estaba previsto. Pero ¿acaso salían alguna vez? Él se había casado joven, con todos sus ideales intactos. Su matrimonio había sido un desastre desde el principio. Su mujer resultó ser una sargentona y él un pusilánime. Una combinación desastrosa. Siguieron veinticinco años de infelicidad, hasta tal punto que aquellos últimos diez años de juicios, pensiones punitivas y estrecheces le parecían a veces un regalo caído del cielo. Sólo le había quedado su trabajo en la policía y una hija desencantada que, cuando Calque la llamaba, le pedía a su marido que le devolviera las llamadas.

—¿Todavía podemos seguir al coche de Sabir a través del localizador de Ojos de Serpiente?

—No, porque no tenemos el código que hace falta.

—¿Podemos conseguirlo?

—Están en ello. Sólo hay como unos cien millones de combinaciones posibles.

—¿Cuánto tardarán?

—Un día. Dos, quizá.

—Demasiado. ¿Y el número de serie de la pistola?

—Aparece registrada por primera vez en los años treinta. Pero los archivos anteriores a 1980 no están informatizados. Así que todos los anteriores a la guerra, por lo menos aquellos de los que no se incautaron los nazis, se guardan en un almacén en Bobigny. Un documentalista tiene que revisarlos a mano. Así que tenemos el mismo problema que con el código del localizador. Pero con un cincuenta por ciento menos de probabilidades de éxito.

—Entonces tenemos que volver al campamento gitano de Gourdon. Seguir su rastro desde allí.

—¿Y eso?

—Nuestro trío pasó allí tres días. Habrán hablado con alguien. Siempre pasa.

—Pero ya sabe cómo es esa gente. ¿Por qué creen que de pronto van a hablar con usted?

—No lo creo. Pero es una forma tan buena como cualquier otra de matar el tiempo mientras los cabezas de chorlito de sus amigos vuelven a ponernos tras la pista de esa gente, como usted insiste en llamarlos.

17

Achor Bale dio un mordisco a su sándwich y enfocó de nuevo el campamento gitano mientras masticaba con aire pensativo. Estaba en la torre de la iglesia, supuestamente calcando al grafito placas votivas de bronce. El párroco (un «pedazo de pan», habrían dicho los ingleses) no había puesto reparos a que Bale pasara el día allá arriba, con su carboncillo y su papel de dibujo. Claro que los cien euros que Bale había donado a los fondos de la iglesia seguramente habían ayudado.

De momento, sin embargo, Bale no había reconocido a nadie del campamento de Samois. Aquél habría sido su primer plan de ataque. El segundo dependía de posibles incongruencias: encontrar algo o a alguien que no encajara, y acercarse a través de él. Las cosas que no se ajustaban a las reglas establecidas siempre entrañaban debilidades. Y las debilidades equivalían a oportunidades.

De momento, había identificado a una chica casada sin hijos, a una mujer mayor a la que nadie hablaba o tocaba, y a un rubio que parecía recién salido del decorado de una película de vikingos. De ahí, o directamente de la explanada del centro de entrenamiento de las SS en Paderborn, en torno a 1938. Aquel tipo no se parecía a ningún gitano que Bale hubiera visto. Pero de todas formas parecían aceptarlo como uno de los suyos. Era curioso. Y merecía la pena investigarlo, desde luego.

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