Bale no estaba especialmente resentido por el callejón sin salida que había resultado ser la estatuilla de Espalion. Lo habían pillado, como solía decirse. Aquellos tres le habían tomado el pelo, y él había caído. Había sido una puesta en escena extraordinaria que le había obligado a reconsiderar de nuevo la opinión que tenía de ellos. Sobre todo de la chica. Lo había engañado de veras, hasta el punto de que se había convencido de que la aterrorizaba. Había hecho de caballo de Troya a la perfección, y él no debía volver a subestimarla.
Tanto peor. Había recuperado la Remington de
Monsieur
su padre (antes de que a nadie se le ocurriera intentar seguirle la pista) y se había librado de los policías que le pisaban los talones. Así que no había perdido el tiempo del todo.
Pero tenía que reconocer que elegir Espalion había sido todo un golpe de inspiración. En aquel lugar todo encajaba. De ahí que Bale estuviera seguro de que la verdadera pista sobre el paradero de los versos tenía que estar exactamente en la dirección contraria a la que seguían, supuestamente, aquellos tres. Era lo que hacían siempre los intelectuales librescos como Sabir: pensar con minuciosidad innecesaria. Lo cual significaba que la verdadera Virgen Negra se encontraba en algún lugar del sur de Francia. Aquello estrechaba el margen considerablemente. Y hacía que su regreso forzoso al norte, hacia Gourdon, fuera todavía más molesto. Pero no le quedaba otro remedio.
Había perdido al trío casi desde el principio. Imaginaba que Sabir se había dirigido hacia Rodez por la D920 y que luego había girado hacia el este por la D28, camino de Laissac. Desde allí podría haber llegado fácilmente a Montpellier y a la confluencia de las tres autopistas. Tal vez pensaran aún ir a Montserrat, a fin de cuentas. Habría sido lo lógico, en cierto modo. En cuyo caso, les esperaba una buena sorpresa. Si no entendía mal la mentalidad de la policía española, tendrían vigilado el monasterio seis meses aún y todos, agentes y mandos, harían copiosas horas extras y aprovecharían cualquier ocasión para dejarse ver con relucientes chaquetas de cuero y pantalones de montar, con la ametralladora a cuestas. Los latinos eran iguales en todas partes. Les gustaban mucho más las apariencias que la sustancia.
El rubio salió del campamento camino del centro del pueblo. Muy bien. Probaría primero con él. Sería más fácil que con la chica o la mujer mayor.
Bale se acabó su sándwich, recogió sus prismáticos y sus trastos de dibujo y empezó a bajar las escaleras.
Calque veía a Gavril deambular entre los puestos del mercadillo. Era el décimo gitano cuyos pasos seguían Macron y él esa mañana. Pero, como era rubio, Gavril se fundía con el entorno mucho mejor que sus parientes. Había, aun así, algo extraño en él: una vena anárquica y fogosa que parecía advertir a la gente de que aquel hombre no se ceñía necesariamente a sus normas de urbanidad, ni estaba de acuerdo con sus opiniones.
Calque notó que la gente del pueblo procuraba evitarle en cuanto le calaba. ¿Era por su camisa chillona, a la que le hacía falta un buen lavado? ¿Por los zapatos de cocodrilo falsos y baratos? ¿O por el ridículo cinturón con un hierro de marcar por hebilla? Aquel tipo caminaba como si llevara un cuchillo de dos palmos en la cadera. Pero no lo llevaba. Eso saltaba a la vista. Aunque quizá llevara una navaja en alguna otra parte.
—Vaya por él, Macron. Es el que queremos.
Macron se puso en marcha. Seguía siendo un popurrí de apósitos, vendajes ocultos, mercuriocromo y gasa quirúrgica (eso por no hablar de sus pies doloridos), pero, siendo como era, se las arreglaba para disimular con paso chulesco todos aquellos inconvenientes. Calque sacudió la cabeza, medio desesperado, al verle abordar al gitano.
—Police Nationale. —Macron enseñó su placa—. Acompáñenos.
Gavril pareció a punto de echar a correr por un momento, pero Macron le agarró del antebrazo como les enseñaban en la Academia, y Gavril suspiró como si no fuera la primera vez que le pasaba aquello y le siguió sin decir nada.
Al ver a Calque vaciló un instante, sorprendido por el cabestrillo y el vendaje de la nariz.
—¿Quién ganó? ¿El caballo o usted?
—El caballo. —Calque hizo una seña con la cabeza a Macron, que apoyó a Gavril contra la pared, con las piernas abiertas, y le registró por si escondía algún arma.
—Sólo lleva esto, señor. —Era una navaja Opinel.
Calque sabía que no podría acusarle de nada sólido por una simple navaja.
—¿Cuánto mide la hoja?
—Unos doce centímetros.
—¿Dos más de lo permitido?
—Eso parece. Sí, señor.
Gavril soltó un bufido.
—Yo creía que esta clase de acoso se había acabado. Creía que les habían dicho que nos trataran como a todos los demás. Y no veo que estén registrando a todos esos buenos ciudadanos.
—Tenemos que hacerle unas preguntas. Si responde como es debido, podrá marcharse. Con su navaja y su historial sin duda intacto. Si no, le llevaremos a jefatura.
—Ah, así es como hacen hablar a los gitanos ahora.
—Exacto. ¿Habría hablado con nosotros, si no? ¿En el campamento, por ejemplo? ¿Lo habría preferido?
Gavril se estremeció como si alguien hubiera pasado sobre su tumba.
No había público, pensó Calque, y estaba claro que aquel hombre necesitaba un público para hacerse el duro. Por un momento Calque casi sintió lástima por él.
—Primero, su nombre.
El gitano vaciló un segundo y luego capituló.
—Gavril La Roupie.
Macron soltó una carcajada.
—Será una broma. ¿La Roupie? ¿De verdad te llamas La Roupie? En mi pueblo eso quiere decir basura. ¿Seguro que no es Les Roupettes? Así es como llamamos a los cojones en Marsella.
Calque no le hizo caso. Mantenía los ojos fijos en el gitano, atento a cualquier cambio en su semblante.
—¿Lleva encima su carné de identidad?
Gavril sacudió la cabeza.
—Segundo intento —dijo Macron jovialmente.
—Voy a ponérselo fácil. Queremos saber dónde han ido Adam Sabir y sus dos acompañantes. A él le buscamos por asesinato, ¿sabe? Y a ellos por ser sus cómplices.
La expresión de Gavril se volvió hermética.
Calque notó de inmediato que hablar de asesinato había sido un error. Había puesto a La Roupie demasiado a la defensiva. Intentó recular.
—Conste que no creemos que esté usted implicado en ningún sentido. Sólo queremos información. Ese hombre es un asesino.
Gavril se encogió de hombros. Pero era evidente que el posible conducto se había cerrado por completo.
—Se lo diría si pudiera. Esa gente de la que habla me trae sin cuidado. Lo único que sé es que se fueron de aquí hace dos días y que no los hemos vuelto a ver ni hemos sabido nada de ellos desde entonces.
—Está mintiendo —dijo Macron.
—No estoy mintiendo. —Gavril se volvió hacia Macron—. ¿Por qué iba a mentir? Pueden complicarme mucho la vida. Eso lo sé. Les ayudaría si pudiera. Créanme.
—Devuélvale la navaja.
—Pero señor…
—Devuélvale la navaja, Macron. Y déle una tarjeta mía. Si nos llama para darnos alguna información que nos conduzca directamente a un arresto, obtendrá una recompensa. ¿Se ha enterado, La Roupie?
Vieron a Gavril alejarse abriéndose paso entre el gentío de compradores mañaneros.
—¿Por qué ha hecho eso, señor? Podríamos haberle apretado las tuercas un poco más.
—Porque he sumado otro error a la larga lista de los que he cometido últimamente, Macron. He mencionado la palabra «asesinato». Y eso es tabú para los gitanos. Significa años de cárcel. Equivale a problemas. ¿No ha visto que se cerraba como una ostra? Debería habérselo planteado de otro modo. —Calque cuadró los hombros—. Vamos. Tenemos que encontrar a otro. Está claro que necesito práctica.
—¿Qué les has dicho a esos dos
ripoux
?
Bale apoyó la punta de su navaja contra el muslo de Gavril, por detrás.
—Ay, Dios. ¿Qué pasa ahora?
Bale le clavó la navaja medio centímetro.
—¡Ay! ¿Qué haces?
—Se me ha resbalado la mano. Cada vez que no contestes a una de mis preguntas, se me resbalará un poco más. Contesta mal a tres preguntas y te llegaré a la femoral. Morirás desangrado en menos de cinco minutos.
—¡La puta!
—Repito, ¿qué les has dicho a los dos
ripoux
?
—No les he dicho nada.
—Se me ha vuelto a resbalar.
—¡Aaaah!
—Baja la voz o te meto la navaja por el culo. ¿Me has oído?
—Dios, Dios mío.
—Voy a plantearte de otra forma la pregunta. ¿Adonde han ido Sabir y sus dos sanguijuelas?
—A la Camarga. A las fiestas. Las de santa Sara.
—¿Y cuándo son esas fiestas?
—Dentro de tres días.
—¿Y a qué han ido allí?
—Van todos los gitanos. Santa Sara es nuestra patrona. Vamos a pedirle su bendición.
—¿Cómo se consigue la bendición de una santa?
—Por su imagen. Nos acercamos a su imagen para que nos bendiga. La tocamos. Intentamos besarla.
—¿De qué clase de imagen hablamos?
—Por Dios, sólo de una figura. Sáqueme la navaja de la pierna, por favor.
Bale giró la navaja.
—¿Es negra esa figura, por casualidad?
Gavril empezó a gemir.
—¿Negra? ¿Negra? Claro que es negra.
Bale apartó la navaja de su pierna y retrocedió.
Gavril se dobló hacia delante, sujetándose el muslo con ambas manos como si fuera una pelota de rugby.
Bale le dio un golpe en la nuca antes de que tuviera tiempo de mirar hacia arriba.
—No podemos esperar hasta las fiestas, Alexi. Tenemos que echarle un vistazo a la imagen antes de que empiecen. No me fío, puede que ese loco ate cabos. Si pregunta como es debido, cualquier gitano le dirá lo de santa Sara y las fiestas. Y sería como menear un trapo rojo delante de un toro.
—Pero la tendrán custodiada. Saben que la gente va a tocarla, así que la acordonan. Habrá guardias de seguridad hasta el comienzo de las fiestas. Y luego la sacan y la pasean delante de los penitentes. Todo el mundo salta para intentar tocarla. Los hombres aúpan a sus hijos. Y la imagen siempre está a la vista. No va a ser como en Rocamadour. Esto es distinto. Si pudiéramos esperar a que acabaran las fiestas… Estaría sola. Cualquiera puede entrar a verla.
—No podemos esperar. Ya lo sabes.
—¿Por qué quiere esos versos, Damo? ¿Por qué está dispuesto a matar por ellos?
—Sólo puedo decirte una cosa: que no es simplemente por dinero.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú lo viste, ¿no? Renunció a la ventaja que tenía sobre nosotros sólo para recuperar la pistola de su padre. ¿A ti eso te parece normal tratándose de alguien que intenta hacerse rico? Si tuviera los versos en su poder, podría comprarse mil pistolas. Los editores de todo el mundo se pegarían por conseguir algo así; se desataría una guerra de pujas. Por eso me interesaban a mí los versos al principio: por afán de lucro. No me avergüenza reconocerlo. Ahora creo que hay algo más, algún secreto que Ojos de Serpiente cree que pueden revelar, o que teme. Está claro que Nostradamus descubrió algo, algo de gran importancia para el mundo y para los gitanos. Ya había predicho exactamente cuándo iba a morir. Así que decidió guardar a buen recaudo su descubrimiento. No publicarlo, sino esconderlo. Creía en Dios; creía que sus dotes eran un don que le había otorgado Dios. Y en mi opinión creía que Dios decidiría cómo y en qué momento debían hacerse públicas esas revelaciones.
—Y yo creo que estás loco, Damo. Creo que no hay nada de eso. Que vamos detrás de un
muló
.
—Pero tú viste lo que había grabado en el cofre. Y debajo de la Virgen Negra. Tú mismo puedes ver que hay una pauta que se repite.
—Me gustaría creerte. De verdad. Pero ni siquiera sé leer, Damo. A veces me lío tanto pensando en estas cosas que me dan ganas de sacarme el cerebro como si fuera un ovillo y desenredarlo.
Sabir sonrió.
—¿Tú qué crees, Yola?
—Que tienes razón, Damo. Creo que hay algo en esos versos que todavía no entendemos. Algo por lo que Ojos de Serpiente está dispuesto a matar.
—Puede que hasta quiera destruirlos. ¿Lo has pensado?
Los ojos de Yola se agrandaron.
—¿Por qué? ¿Por qué iba a querer nadie hacer eso?
Sabir movió la cabeza de un lado a otro.
—Esa es la pregunta del millón. Si pudiera responderla, seríamos libres y estaríamos en casa.
Había, entre los amigos de Gavril, quienes creían que el joven gitano estaba enfadado desde siempre. Que algún
muló
se le había metido en el cuerpo al nacer y que, como un cirujano hurgando en un tumor, llevaba con él desde entonces. Que por eso tenía pinta de payo. Que quizá no le habían raptado al nacer, a fin de cuentas, sino que sencillamente le habían maldecido en otra vida y que su aspecto era fruto de esa maldición. Gavril no era simplemente un
apatride
; era algo mucho peor. Era un bicho raro entre su gente.
Bazena, al menos, lo creía así. Pero bebía los vientos por él, y aquellos razonamientos no le cabían en la cabeza.
Ese día, Gavril parecía más enfadado que nunca. Bazena miró a la mujer mayor que hacía temporalmente de su
duenna
y volvió luego a mirar el pelo de Gavril. Él estaba tendido en el suelo, con los pantalones por los tobillos, mientras ella le cosía la herida de la pierna. A Bazena no le parecía el mordisco de un perro, sino un navajazo. Y el moratón pálido que tenía en el cuello no podía habérselo hecho al escapar saltando por un cercado. ¿Qué había hecho? ¿Caerse de espaldas? Pero ¿quién era ella para llevarle la contraria? Se preguntó por un momento a quién se parecerían sus hijos. Si saldrían a ella y serían gitanos, o si saldrían a Gavril y estarían malditos. Al pensarlo notó una flojera en las rodillas.
—¿Cuándo os vais a Saintes-Maries?
Bazena le dio el último punto.
—Luego. Dentro de una hora, quizá.
—Me voy con vosotros.
Bazena se sentó más derecha. Hasta la vieja
duenna
pareció espabilarse.
—Iré delante, con tu padre y tu hermano. Ten. —Se hurgó en el bolsillo y sacó un billete de veinte euros arrugado—. Diles que es para el gasoil. Para mi parte del gasoil.
Bazena miró a la
duenna
. ¿Estaba pensando Truffeni lo mismo que ella? ¿Que Gavril estaba dejando claro que la raptaría cuando estuvieran en Saintes-Maries y pediría a santa Sara que bendijera su matrimonio?