Las 52 profecías (35 page)

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Authors: Mario Reading

Tags: #Intriga

BOOK: Las 52 profecías
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—Se pudrirán. En cuanto llueva. Estarán ilegibles. Y todo esto habrá sido para nada.

—No, Damo. Están metidas dentro de un tubo de caña. El tubo está sellado por el medio con cera dura. O con resina. Algo así. No puede entrar nada.

De pronto, un caballo desconocido relinchó delante de ellos, y su grito sonó por la marisma como un lamento mortuorio. Su caballo fue a responder, pero el instinto de supervivencia, aunque algo retrasado, hizo que Sabir le tapara el hocico justo cuando el animal tomaba aire. Se quedó parado, con el morro del caballo bajo el brazo, escuchando.

—Te lo he dicho —susurró Alexi—. Es Ojos de Serpiente. Te he dicho que había torturado a Gavril. Que le sacó dónde está el
maset
.

—Veo luz entre los árboles. ¿Para qué iba a encender Ojos de Serpiente tantas luces? Es absurdo. Es más probable que Yola haya recibido la visita de alguna de sus amigas del pueblo. Todo el mundo sabe lo de este sitio, tú mismo lo has dicho. —A pesar de su confianza aparente, Sabir se quitó la camisa y la ató con fuerza alrededor del hocico del caballo. Luego lo llevó a través de los sauces, hacia la parte de atrás del establo—. Mira, las puertas y las ventanas están abiertas de par en par. La casa está iluminada como una catedral. ¿Es que Yola se ha vuelto loca? Quizá quería guiarnos hasta aquí.

—Es Ojos de Serpiente. Te lo digo yo, Damo. Tienes que escucharme. No vayas derecho a las luces. Echa primero un vistazo desde fuera. Puede que a Yola le haya dado tiempo a huir. O eso, o está ahí dentro, con él.

Sabir le miró.

—¿Hablas en serio?

—Ya has oído a su caballo.

—Podría ser cualquier caballo.

—Sólo quedaban el de Gavril y el de Ojos de Serpiente. Yo tengo el de Gavril. Y el otro está muerto. Los caballos se conocen entre sí, Damo. Conocen el sonido de sus pasos. Reconocen sus relinchos. Y no hay más caballos a menos de medio kilómetro de aquí.

Sabir ató las riendas a un arbusto.

—Me has convencido, Alexi. Espera aquí y no te muevas. Voy a echar un vistazo a la casa.

53

—¿Qué estás quemando? Huele a quemado. —Yola apartó instintivamente la cara de la luz, volviéndola hacia la oscuridad de su espalda.

—No pasa nada. No estoy prendiendo fuego a la casa. Ni calentando las tenazas, como el verdugo de Dreissigacker. Sólo estoy quemando corcho. Para pintarme de negro la cara.

Yola sabía que estaba al borde del agotamiento. Ignoraba cuánto tiempo podría aguantar en aquella postura.

—Voy a caerme.

—No, nada de eso.

—Por favor. Tienes que ayudarme.

—Si vuelves a pedírmelo, afilaré el mango de un cepillo y te lo meteré por el culo. Eso te mantendrá derecha.

Yola dejó caer la cabeza. Aquel hombre era inconmovible. Toda su vida, Yola había sabido manipular a los hombres, y controlarlos, por tanto. Para ella, los gitanos eran pan comido. Si una decía lo que había que decir con convicción suficiente, solían ceder. Sus madres la habían adiestrado bien. Pero aquel hombre era frío. No se dejaba afectar por lo femenino. Yola llegó a la conclusión de que, para que fuera así, tenía que haber una mujer muy mala en su vida.

—¿Por qué odias a las mujeres?

—Yo no odio a las mujeres. Odio a cualquiera que me estorba en lo que hago.

—Si tienes madre, debe de avergonzarse de ti.


Madame
, mi madre, está muy orgullosa de mí. Ella misma me lo ha dicho.

—Entonces ella también debe de ser malvada.

Hubo un instante de silencio mortal. Luego, un movimiento. Yola se preguntó si por fin se había pasado de la raya. Si Ojos de Serpiente iba por ella.

Pero Bale sólo estaba quitando de en medio lo que quedaba de la sopa para tener una línea de visión más clara.

—Si dices algo más, te azotaré las corvas con el cinturón.

—Entonces Alexi y Damo te verán.

—Y qué. No tienen pistolas.

—Pero tienen navajas. No conozco a nadie que lance mejor un cuchillo que Alexi.

A lo lejos relinchó un caballo. Bale vaciló un momento, aguzando el oído. Luego, convencido de que había sido su caballo y de que ningún otro había respondido, retomó la conversación.

—Con Sabir falló. Aquella vez, en el claro.

—¿Lo viste?

—Yo lo veo todo.

Yola se preguntó si debía decirle que Alexi había fallado a propósito. Pero luego pensó que sería buena idea que siguiera subestimando a sus oponentes. Hasta la cosa más nimia podía dar a Alexi o a Damo una ventaja crucial.

—¿Para qué quieres esos escritos, esas profecías?

Bale se quedó pensando sin decir nada. Al principio, Yola creyó que iba a ignorar su pregunta, pero de pronto él pareció tomar una decisión. Al hacerlo, sin embargo, su tono cambió infinitesimalmente. Gracias al agobio sofocante que sentía dentro de la bolsa, Yola se había vuelto sensible a todos y cada uno de los matices de su voz. Fue en ese preciso instante cuando comprendió, con total certeza, que pensaba matarla fuera cual fuese el resultado del intercambio.

—Quiero los escritos porque cuentan cosas que van a pasar. Cosas importantes. Cosas que cambiarán el mundo. Se ha demostrado muchas veces que el hombre que los escribió tenía razón. Hay claves y secretos escondidos en lo que escribe. Mis colegas y yo sabemos cómo descifrar esas claves. Hace siglos que intentamos hacernos con las profecías perdidas. Hemos seguido incontables pistas falsas. Y por fin, gracias a tu hermano y a ti, hemos dado con la verdadera.

—Si yo tuviera esas profecías, las destruiría.

—Pero no las tienes. Y pronto estarás muerta. Así que todo esto te importa poco.

54

Tumbado boca abajo en la linde de la arboleda, Sabir observaba. Sentía cómo el horror de su situación se extendía por su cuerpo como un cáncer.

Yola estaba de pie sobre un taburete de tres patas. Una bolsa le cubría la cabeza, y tenía un nudo corredizo alrededor del cuello. Sabir estaba seguro de que era Yola, por su ropa y por el timbre de su voz. Estaba hablando con alguien, y aquella persona le contestaba con un timbre más grave y autoritario. No con altibajos, como el de una mujer, sino plano y monocorde. Como un cura entonando la liturgia.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que Ojos de Serpiente había colocado a Yola como cebo para cazarlos a Alexi y a él. O que, en cuanto se dejaran ver, o se pusieran a tiro, estarían muertos… y Yola con ellos. El hecho de que Ojos de Serpiente perdiera de ese modo, inadvertidamente, su mejor oportunidad de descubrir el paradero de las profecías era otra de las pequeñas ironías de la vida.

Sabir tomó una decisión. Regresó sigilosamente por entre la maleza hacia el lugar donde se encontraba Alexi. Esta vez no se precipitaría, no pondría en peligro la vida de todos. Esta vez usaría la cabeza.

55

Cuando sonó su teléfono móvil, Macron estaba interrogando a tres gitanos poco dispuestos a cooperar que acababan de cruzar la frontera catalana esa misma mañana, cerca de Perpiñán. Saltaba a la vista que no habían oído hablar de Sabir, de Alexi o de Yola, y que no les importaba dejarlo claro. Uno de ellos, notando la hostilidad mal disimulada de Macron, hasta fingió protegerse de él con el dorso del antebrazo, como si pudiera echarle mal de ojo. En circunstancias normales, Macron habría hecho caso omiso del insulto. Pero el recuerdo concentrado de las arraigadas supersticiones de su madre emergió de pronto, sin que nadie lo llamara, traspasando la superficie normalmente aletargada de su sensibilidad, y Macron respondió con furia.

Lo cierto era que se sentía exhausto y desanimado. Sus heridas parecían haberse concentrado en un único dolor que todo lo abarcaba, y, para colmo, Calque parecía estar a favor de que uno de los detectives nuevos se hiciera cargo de las diligencias de la investigación. Macron se sentía aislado y humillado, sobre todo porque se consideraba de ahí, y los seis policías a los que Calque había hecho venir desde Marsella (¡su ciudad natal, por el amor de Dios!) se empeñaban en tratarle como un paria. Como un marinero que hubiera abandonado el barco y nadara esforzadamente hacia el enemigo, con la esperanza de entregarse a cambio de un trato preferente. Como un parisino.

—¿Sí?

A quinientos metros del
maset
, Sabir dio las gracias con una inclinación de cabeza al conductor que le había prestado el teléfono. Cinco minutos antes, había saltado delante de su coche agitando los brazos teatralmente. Pero ni aun así se había detenido el conductor, sino que había virado hacia la cuneta, esquivando a Sabir por unos centímetros. Cincuenta metros más allá, sin embargo, había cambiado de idea y parado el coche, sin duda pensando que había habido un accidente en los pantanos. Sabir no podía reprochárselo. Con el miedo se había olvidado de su camisa, que seguía atada alrededor del morro del caballo. Debía de presentar una estampa perturbadora, saliendo de la maleza en medio de una carretera rural, medio desnudo y en plena noche.

—Soy Sabir.

—Déjese de bromas.

—¿Y usted quién es?

—Teniente Macron. El ayudante del capitán Calque. No nos conocemos, por desgracia, pero lo sé todo sobre usted. Nos ha tenido en danza por toda Francia. Usted y esos dos calés.

—Páseme a Calque. Tengo que hablar con él. Es urgente.

—El capitán Calque está en un interrogatorio. Dígame dónde está y mandaremos una limusina a buscarle. ¿Qué le parece, para empezar?

—Sé dónde está Ojos de Serpiente.

—¿Qué?

—Está encerrado en una casa a unos quinientos metros de donde estoy ahora mismo. Tiene una rehén, Yola Samana. La tiene de pie encima de un taburete, con una soga alrededor del cuello. Está iluminada como un espectáculo de
son et lumière
. Seguramente Ojos de Serpiente está escondido entre las sombras con una pistola, esperando a que Alexi y yo nos dejemos ver. En lo que respecta al armamento, tenemos una navaja entre los dos. No tenemos ni una sola oportunidad. Si su querido capitán Calque puede mandar algunos hombres y si me garantiza que dará prioridad a la seguridad de Yola y no a la captura de Ojos de Serpiente, le diré dónde estoy. Si no, pueden irse a paseo. Entraré yo mismo.

—Vale. Vale. Espere. ¿Todavía está en la Camarga?

—Sí. Eso puedo decírselo. ¿Estamos de acuerdo? Si no, apago el teléfono ahora mismo.

—Estamos de acuerdo. Voy a buscar a Calque. En Marsella hay un cuartel permanente de las Fuerzas Especiales. Pueden desplegarse enseguida. En helicóptero, si es necesario. No tardarán más de una hora.

—Es demasiado.

—Menos. Menos de una hora. Si nos dice con exactitud dónde está. Déme las coordenadas exactas. Los de las Fuerzas Especiales tendrán que saber dónde aterrizar sin delatar su presencia. Y acercarse luego a pie.

—Puede que el hombre al que le he pedido prestado el teléfono tenga un mapa. Vaya a buscar a Calque. Le espero.

—No. No. No podemos arriesgarnos a que se acabe la batería. Tengo su número. Cuando esté con Calque vuelvo a llamarle. Consígame esas coordenadas.

Mientras corría hacia el lugar donde Calque estaba haciendo los interrogatorios, buscó el número codificado de su jefatura en París.

—André, soy Paul. Tengo un número de móvil para ti. Necesitamos un GPS ya. Es urgente. Código uno.

—¿Código uno? ¿Estás de broma?

—Es un secuestro. El secuestrador es el mismo que mató al guardia de seguridad de Rocamadour. Consígueme ese GPS. Estamos en la Camarga. Si aparece algún otro sitio de Francia, es que el aparato tiene interferencias o funciona mal. Necesito la posición exacta de ese móvil. Con un margen de error de cinco metros. Y en menos de cinco minutos. No puedo permitirme cagarla en esto.

Menos de treinta segundos después de que Macron le explicara la situación, Calque estaba al teléfono, hablando con Marsella.

—Código de prioridad uno. Voy a identificarme. —Leyó el número de su carné de identidad—. Verá una clave de diez letras cuando meta mi nombre en el ordenador. Es la siguiente: HKL481GYP7. ¿Lo tiene? ¿Coincide con el número de la base de datos nacional? ¿Sí? Bien. Páseme con su superior inmediatamente.

Calque pasó cinco minutos frenéticos hablando por teléfono. Luego se volvió hacia Macron.

—¿Le han llamado de París con el GPS de Sabir?

—Sí, señor.

—Pues llámele. Compárelo con las coordenadas que le dé Sabir.

Macron llamó a Sabir.

—¿Puede darnos las coordenadas? ¿Sí? Dígamelas. —Las anotó en su cuaderno y luego corrió a enseñárselas a Calque.

—Coinciden. Dígale que no se mueva de donde está hasta que llegue usted. Luego evalúe la situación y llámeme a este número para informarme. —Anotó un número en la libreta de Macron—. Es el de la gendarmería del pueblo. Voy a quedarme allí para coordinar la operación entre París, Marsella y Saintes-Maries. He recibido informes fiables de que los antidisturbios tardarán al menos cincuenta minutos en llegar allí. Usted puede estar en el
maset
en media hora. En veinticinco minutos, incluso. Impida que a Sabir y al gitano les entre el pánico y se precipiten. Si da la impresión de que la chica está en peligro inminente, intervenga. Si no, no se deje ver. ¿Tiene su arma?

—Sí, señor.

—Llévese a todos los detectives que encuentre. Si no encuentra a ninguno, vaya solo. Yo los mandaré detrás de usted.

—Sí, señor.

—Y, Macron…

—¿Sí, señor?

—Nada de heroicidades innecesarias. Hay vidas en juego.

56

Una idea catártica asaltó a Macron cuando llevaba seis minutos de viaje. Parecía tan sencilla (y tan lógica) que le dieron ganas de detener el coche en la cuneta para poder sopesarla más despacio.

¿Por qué no salirse del redil, para variar? ¿Por qué no usar su iniciativa? ¿Por qué no aprovechar que Ojos de Serpiente ignoraba la conexión entre Sabir y la policía? Era la única ventaja que tenían sobre él. Estaría esperando sólo a que Sabir y el gitano acudieran cabalgando al rescate de la chica. ¿Por qué no valerse de ello para tenderle una emboscada?

Macron sólo había presenciado un asedio policial en el curso de su carrera. En aquella época acababa de cumplir veinte años y hacía apenas seis días que había ingresado en el cuerpo. Los vecinos informaron de que habían visto a un hombre amenazar a su mujer con una pistola. Se selló un edificio del distrito 13. Los demás se olvidaron de Macron. Su mentor era por aquel entonces un negociador con experiencia al que llamaron en el último momento para desactivar la situación. Macron le preguntó si podía acompañarle como observador. El hombre le dijo que sí. Siempre y cuando no estorbara. Ni una pizca.

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