West, desconcertado, inseguro, le miró, pero no dijo nada.
Glokta se echó hacia delante extendiendo las manos sobre la mesa y retorciendo hacia atrás los labios para mostrar su boca arruinada:
—¡Está muerto! ¡Murió en aquel puente! ¿Y qué es lo que queda de él? ¡Un maldito despojo que aún lleva su nombre! ¡Una sombra huidiza y renqueante! ¡Un fantasma tullido que se agarra a la vida igual que el olor a orina se agarra al cuerpo de un pordiosero! ¡Este repulsivo desecho humano no tiene amigos, ni quiere tenerlos! ¡Lárgate, West! ¡Vuelve con Varuz, con Luthar y con todos esos cabrones vanos! ¡Aquí no vive nadie que tú conozcas! —Los labios de Glokta no habían parado de temblar mientras escupían con asco las palabras. No sabía quién le producía más repugnancia, si West o él mismo.
El comandante parpadeaba mientras sus maxilares se movían en silencio. Se levantó tambaleándose.
—Lo siento —dijo y, acto seguido, se dio media vuelta.
—¡Dime una cosa! —le gritó Glokta antes de que alcanzara la puerta—. Siempre supe que sólo podría contar con los demás mientras les resultara útil, mientras mi carrera fuera en ascenso. No me sorprendió que no quisieran saber nada de mí cuando regresé. Pero tú eras distinto, West. Siempre te tuve por un buen amigo, por un buen hombre. Siempre pensé que al menos tú, sólo tú, vendrías a verme —se encogió de hombros—. Pero al parecer estaba equivocado —luego se volvió y se quedó contemplando el fuego con gesto ceñudo esperando oír el ruido de la puerta al cerrarse.
—¿Es que ella no te lo dijo?
Glokta se volvió.
—¿De quién hablas?
—De tu madre.
Glokta soltó un resoplido.
—¿Mi madre? ¿No me dijo el qué?
—Que fui a verte. Dos veces. En cuanto me enteré de que habías vuelto, fui a verte. Tu madre me obligó a darme media vuelta en la verja de tu finca. Dijo que te encontrabas demasiado mal para recibir visitas y que además no querías saber nada del ejército, y menos aún de mí. Unos meses después, volví, pensé que era lo mínimo que podía hacer. Esa vez envió un criado a decirme que me fuera. Más tarde me enteré de que habías entrado en la Inquisición y que te habían destinado a Angland. Traté de olvidarme de ti hasta que nos encontramos... la noche aquella en la ciudad... —West no pudo seguir.
Glokta tardó un tiempo en asimilar lo que acababa de oír y, cuando lo hizo, se dio cuenta de que tenía la boca abierta.
Así de sencillo. Nada de conjuras. Ninguna tupida red de traiciones
. Era tan ridículo, que estuvo a punto de soltar una carcajada.
Mi madre le echó y no dudé ni un solo momento de que nadie había venido a verme. Nunca tragó a West. Era un amigo muy poco recomendable, estaba muy por debajo de su amado hijo. Seguramente le culpó a él de lo que me pasó. Tendría que haberlo imaginado, pero estaba demasiado ocupado regodeándome en el dolor y la amargura. Demasiado ocupado poniéndome trágico
. Tragó saliva.
—¿Así que viniste?
West se encogió de hombros.
—Puedes estar seguro.
En fin, ya no tiene remedio. La próxima vez habrá que intentar hacer mejor las cosas
. Glokta parpadeó y respiró hondo.
—Mmm... Lo siento. Olvida lo que he dicho, si es que puedes. Siéntate, por favor. Me estabas hablando de tu hermana, ¿no?
—De mi hermana, sí —West regresó a su silla con paso vacilante. Llevaba la cabeza gacha y en su semblante asomaba de nuevo una expresión preocupada y culpable—. Pronto partiremos hacia Angland y no sé cuándo volveré, o si... en fin... ella no conoce a nadie en la ciudad y, bueno, pensé que como tú la conociste cuando estuviste en casa...
—Cierto, pero también nos hemos visto en fechas bastante más recientes.
—¿Sí?
—Oh, sí. Andaba en compañía de nuestro común amigo, el capitán Luthar.
West se puso aún más pálido.
Hay algo que no me está contando
. Pero Glokta no estaba dispuesto a meter su deforme pata y cargarse aquella amistad, sobre todo ahora que acababa de resucitar. Permaneció en silencio, y, al cabo de unos instantes, el comandante siguió hablando.
—La vida... no la ha tratado muy bien. Seguramente yo podría haber hecho algo. Debería haberlo hecho —miró con gesto apesadumbrado a la mesa y una convulsión deformó su semblante.
Ése me lo conozco. Es uno de mis favoritos. Se llama sentir asco de uno mismo
—. Pero preferí ocuparme de otras cosas y traté de olvidarme de ello, hacer como si todo fuera bien. Lo ha pasado muy mal y yo tengo la culpa —carraspeó y luego tragó saliva. Sus labios se pusieron a temblar y se cubrió el rostro con las manos—. Todo ha sido culpa mía... si le pasara algo, creo que... —sacudió sus hombros en silencio y Glokta alzó las cejas. Estaba acostumbrado a que los hombres lloraran en su presencia.
Pero por regla general antes tengo que enseñarles los instrumentos
.
—Venga, Collem, esto no es propio de ti —alargó un brazo, y aunque estuvo a punto de retirarlo a mitad de camino, finalmente le dio unas torpes palmadas a West en el hombro—. Habrás cometido errores, ¿y quién no? Son cosa del pasado y pueden corregirse. Ahora se trata de hacer las cosas mejor la próxima vez, ¿eh? —
¿Qué es esto?¿Soy yo quien habla?¿El Inquisidor Glokta convertido en paño de lágrimas de los afligidos?
Pero West parecía sentirse mejor. Alzó la cabeza, se limpió el moqueo de la nariz y miró esperanzado a Glokta con los ojos vidriosos.
—Tienes razón, mucha razón. Tengo que reparar el mal que he hecho. ¡Tengo que hacerlo! ¿Me ayudarás, Sand? ¿Cuidarás de ella mientras yo esté fuera?
—Haré por ella todo lo que pueda, Collem, cuenta con ello. En tiempos fue para mí un orgullo considerarte mi amigo... y volverá a serlo —era extraño, pero, por un instante, Glokta tuvo la sensación de que se le estaba formando una lágrima en un ojo.
¿A mí? ¿Es eso posible? ¿El Inquisidor Glokta convertido en amigo leal? ¿El Inquisidor Glokta convertido en protector de jovencitas desvalidas?
Sólo de pensarlo le entraban ganas de reírse a carcajadas, pero, bueno, ahí estaba él como si tal cosa. Nunca habría pensado que lo necesitara, pero lo cierto es que le agradaba la sensación de volver a tener un amigo.
—Hollit —dijo Glokta.
—¿Qué?
—Las tres hermanas esas. Hollit era su apellido —Glokta rió para sí, el recuerdo le llegaba ahora con bastante más claridad que antes—. Sentían debilidad por la esgrima. Las volvía locas. Debía de ser por el sudor.
—Creo que fue eso lo que hizo que me decidiera a practicarla —West se rió y luego contrajo la cara como si tratara de recordar algo—. Oye, ¿cómo se llamaba nuestro intendente? Ese al que le gustaba la más joven de las tres y que estaba muerto de celos. ¿Cómo demonios se llamaba el tipo ese? ¡Sabes, uno gordo!
A Glokta no le supuso ningún problema recordar el nombre.
—Rews. Salem Rews.
—¡Rews, eso es! Se me había olvidado del todo. ¡Rews! Aquel tipo era un fenómeno contando historias. ¡Nos pasábamos noches enteras escuchándole partidos de la risa! ¿Qué habrá sido de él?
Glokta hizo una breve pausa.
—Me parece que dejó el ejército... para dedicarse al comercio o algo así —luego agitó la mano con un gesto displicente—. He oído decir que se ha trasladado al Norte.
Carleon no se parecía en nada al recuerdo que el Sabueso tenía de ella, nada raro en realidad, pues solía recordarla en llamas. Ese tipo de recuerdos no se borran fácilmente. Tejados que se derrumban, ventanas que revientan, hordas de guerreros, ebrios de dolor, de victoria y, desde luego, de alcohol, dedicadas al saqueo, al incendio, al asesinato y a toda suerte de actos desagradables. Mujeres chillando, hombres gritando, un hedor a humo, a miedo. En suma, un saqueo en toda regla en el que Logen y él mismo habían participado de forma muy directa.
Bethod había apagado los incendios y se había apropiado de la ciudad. Se trasladó allí y se puso a reconstruirla. No había hecho gran cosa cuando envió a Logen, al Sabueso y a todos los demás al exilio, pero desde entonces no debía de haber parado. La ciudad doblaba su anterior tamaño, incluso el que tenía antes de que la incendiaran. Cubría la totalidad de la colina y se extendía por las laderas que descendían hasta el río. Era más grande que Uffrith. Más grande que cualquier ciudad que hubiera visto el Sabueso. Desde donde estaba, subido a unos árboles que había al otro lado del valle, no se veía a sus habitantes, pero debía de haber un montón de gente metida ahí dentro. Tres caminos nuevos conducían hasta sus puertas. Había también dos nuevos puentes. Por todas partes asomaban edificios nuevos, y donde antes solía haber uno pequeño ahora había otro bastante más grande. Los había a cientos. De piedra la mayoría, con tejados de pizarra, incluso se veían algunas ventanas con cristales.
—Parece que han estado muy atareados —dijo Tresárboles.
—Murallas nuevas —terció Hosco.
—Y bien grandes —masculló el Sabueso. Estaba lleno de murallas. Una muy extensa, con sus torres y todo lo demás, rodeaba el perímetro externo de la ciudad y tenía un gran foso delante. Otra, aún más alta, se alzaba sobre el altozano que en tiempos ocupó el gran salón de Skarling. Una cosa enorme. El Sabueso no alcanzaba a imaginarse de dónde habían sacado piedras para construir tanta muralla—. Jamás había visto una muralla tan grande como ésa —dijo.
Tresárboles hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Mal asunto. Si retienen a Forley, jamás podremos sacarlo de ahí.
—Si retienen a Forley, jefe, todavía quedaremos nosotros cinco, y vendrán a por nosotros. Él no representa ninguna amenaza, pero nosotros sí. Sacarlo de ahí será la menor de nuestras preocupaciones. Al final se las arreglará para salir por sus propios medios, como siempre. Seguro que ese cabrón nos sobrevive a todos.
—No sería de extrañar —masculló Tresárboles—. Hemos elegido una profesión bastante arriesgada.
Retrocedieron deslizándose por entre la maleza y regresaron al campamento. Ahí estaba Dow el Negro, con pinta de estar de más malas pulgas que de costumbre. Y también Tul Duru, que estaba remendando un agujero de la zamarra con una aguja; su cara se contraía en un gesto de concentración mientras sus dedazos bregaban con la fina astilla de metal. Sentado a su lado se encontraba Forley, contemplando el cielo que asomaba entre las hojas de los árboles.
—¿Cómo te sientes, eh, Forley? —preguntó el Sabueso.
—Como una mierda, pero, ya sabes, para tener valor antes hay que haber tenido miedo.
El Sabueso le sonrió.
—Eso dicen. Lo cual significa que tú y yo debemos de ser unos malditos héroes, ¿eh?
—Claro —dijo, devolviéndole la sonrisa.
Tresárboles fue directamente al grano.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo, Forley? Por muy bien que se te dé hablar, una vez que estés dentro puede que no vuelvas a salir.
—Estoy seguro. Puede que me esté cagando, pero voy a ir. Ahí dentro puedo hacer bastante más que aquí fuera. Alguien tiene que prevenirles contra los Shanka. Tú mismo lo dijiste, jefe. No hay nadie más.
El viejo guerrero asintió moviendo la cabeza con la misma parsimonia con la que sale el sol.
—Cierto. De acuerdo, pues. Diles que les estaré esperando aquí, junto al viejo puente. Diles que estoy yo solo. Por si acaso Bethod no te da la bienvenida. ¿Entendido?
—Entendido. Estás solo, Tresárboles. Los únicos que salimos vivos de las montañas fuimos tú y yo.
Todos se encontraban ya rodeando a Forley, que les miraba sonriendo.
—En fin, amigos, sólo quiero deciros una cosa: ha valido la pena.
—Cierra la boca, Flojo —soltó Dow torciendo el gesto—. Bethod no tiene nada contra ti. Vas a volver.
—Vale, pero por si acaso no vuelvo, quiero que sepáis que ha valido la pena —el Sabueso le miró y asintió con torpeza. Eran las mismas caras sucias y llenas de cicatrices de siempre, sólo que más tétricas que nunca. A ninguno le hacía gracia dejar que uno de los suyos se pusiera en peligro, pero Forley estaba en lo cierto, alguien tenía que hacerlo, y él era el más indicado. A veces, pensó el Sabueso, ser flojo puede protegerte mejor que ser fuerte. Bethod era un maldito hijo de puta, pero no era tonto. Los Shanka estaban de camino y necesitaba que se le previniera. Sólo cabía confiar en que se mostrara agradecido.
Caminaron juntos hasta el lindero del bosque y miraron en dirección al camino. Cruzaba el viejo puente y luego descendía serpenteando por el valle. De ahí hasta las puertas de Carleon. Y luego hasta la fortaleza de Bethod.
Forley respiró hondo, y el Sabueso le dio una palmada en el hombro.
—Suerte, Forley. Buena suerte.
—Lo mismo te digo —cogió de la mano al Sabueso y se tiró casi un minuto estrechándosela—. Suerte a todos —luego se dio media vuelta y se dirigió hacia el puente caminando con la cabeza bien alta.
—¡Suerte, Forley! —gritó Dow el Negro, para gran sorpresa de todos.
Forley se dio un instante la vuelta junto al puente y sonrió. Luego se perdió de vista.
Tresárboles tomó aire.
—Preparad las armas —dijo—. No vaya a ser que Bethod no quiera entrar en razón. Y esta vez esperad a que dé la señal.
La espera entre las hojas de los árboles, inmóviles y en silencio, contemplando aquellas murallas nuevas, se hacía eterna. El Sabueso estaba tumbado sobre su barriga con el arco a mano, vigilando, aguardando, preguntándose qué tal le estaría yendo a Forley. Una espera larga, tensa. Y entonces los vio. Un grupo de jinetes salía de la puerta más cercana, atravesaba uno de los puentes nuevos, cruzaba el río. Tras ellos venía un carro. El Sabueso no entendía muy bien para qué querían el carro aquel, pero le daba mala espina. No había ni rastro de Forley, y no estaba muy seguro de si eso era una buena o una mala señal.
Venían a toda prisa, espoleando sus monturas por un lado del valle, ascendiendo por el empinado camino en dirección al bosque, al arroyo, al puente. Justo hacia donde estaba el Sabueso. Ya oía el retumbar de las pezuñas sobre el polvo. Ahora estaban lo bastante cerca para poder contarlos y echarles un buen vistazo. Lanzas, escudos, buenas armaduras. Cascos, cotas de mallas. Eran diez, más otros dos que iban en el carro, a ambos lados del conductor, con unas cosas en la mano, una especie de arcos pequeños montados sobre unas piezas de madera. No sabía de qué iba todo aquello y no le hacía ninguna gracia no saberlo. Se suponía que era él quien tenía que darles una sorpresa.